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lunes, 31 de octubre de 2016
SAMARCANDA NOCTURNA
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VIAJE
LA SAMARCANDA DE LA RUTA DE LA SEDA
Samarcanda
era la ciudad más mítica de la Ruta de
la Seda, una encrucijada entre China, India y Persia, ruta de mercaderes y
artesanos. Tenía un pasado de más de 2750 años de historia y era uno de los
asentamientos más antiguos de Asia Central, probablemente fundada en el s.V
a.C.
Empezamos visitando la
famosa Plaza Registán, donde varias
parejas de recién casados posaban para sus álbumes familiares. La Plaza estaba
formada por tres grandes madrasas o escuelas coránicas. Tenían torres con
cúpulas azul turquesa. La decoración de todas las madrasas eran mosaicos con
motivos florales, dibujos geométricos y versos coránicos. Una trabajo de auténtica
filigrana.
Al este la Madrasa Sher-Dor, conocida como la del
león, por las dos figuras de león persiguiendo a dos corderos, que decoraban su
puerta de entrada. Aunque más que leones parecían tigres por su piel anaranjada
y moteada. Además tenían un rostro de rasgos asiáticos en el lomo. Era extraño porque el islam prohibía la representación de hombres y animales.
No encontramos explicación en ninguna guía.
La Madrasa Ulugbek estaba en la parte central. La construyó en el s.XV
Ulugbek, que enseñó allí matemáticas, teología, astronomía y filosofía. Las
aulas y habitaciones de los estudiantes se habían transformado en bazares de colorida
artesanía (sedas, cerámica, gorros y alfombras).
La Madrasa Tilla Kari situada a la izquierda estaba decorada con oro,
símbolo del poderío y esplendor de Samarcanda en los tiempos en que fue
construida. Impresionaba la cúpula interior y las paredes recubiertas de oro
deslumbrante.
Todas las madrasas
tenían patios interiores con árboles que ofrecían sombra, y algún patio o
repisa de piedra donde admirar el detalle de los mosaicos y reposar
agradablemente (algo que agradecíamos dada la temperatura de 40º. Al atardecer
las piedras centenarias se tiñeron de una tonalidad dorada. Salimos del recinto
impregnados de historia, belleza y sabor islámico.
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VIAJE
domingo, 30 de octubre de 2016
JIVA, LA CIUDAD DEL DESIERTO
Jiva (o Khiva) era dorada, arenosa, una ciudad del desierto, y sus minaretes asomaban sobre las terrazas de adobe. Los minaretes a veces parecían faros adornados con cenefas de mosaicos. De hecho leímos que la altura de las torres era como un faro o guía que señalaba la ciudad a las caravanas que iban por el desierto.
Un taxi nos llevó desde Bukhara a Jiva en un trayecto de cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Jiva era una ciudad amurallada, otra de las ciudades Patrimonio de la Humanidad en Uzbekistán. Atravesamos la Puerta del Norte (Kogcha Darvaza). La muralla era impresionante, con muros de adobe de 2km. de longitud, 8m. de altura y 6m. de grueso. Fue reconstruida en el s. XVIII al ser destruida por los persas. Caminar entre sus muros era entrar en otra época y su nombre evocaba caravanas de esclavos y jornadas por el desierto en la Ruta de la Seda.
Callejeamos entre las
casas de adobe y paja, viendo asomar las torres de varios minaretes. El más
grande e impresionante era el Kalta
Minor de 1851. Era de mosaicos azul turquesa y estaba inacabado por la
muerte del Khan, lo que le daba un aspecto diferente con la parte superior
plana.
Visitamos la ciudadela Khuna-Ark, del s. XII. Los
Khanes la ampliaron en el s. XVII construyendo harenes, casas de moneda,
establos, arsenales, barracones, mezquitas y una cárcel llena de grilletes,
cadenas y armas. Era una sucesión de patios y recintos. Subimos a la terraza
superior y contemplamos las vistas de la ciudad. En el recinto estaba la
Mezquita de Verano con mosaicos azules y blancos, y el techo con rojos,
naranjas y dorados. En la Sala del Trono había un gran espacio circular al aire
libre para instalar la yurta real.
La Mezquita Juma (del Viernes) estaba construida en el s. XVIII sobre
lo que quedaba de una mezquita del s.X. Tenía 218 columnas de madera talladas
con dibujos geométricos. La abundancia de columnas era influencia de las
antiguas mezquitas árabes (como la de Córdoba, pero sin arcos). Subimos por una
estrecha escalera los 47m. de altura del minarete y contemplamos otras vistas
espectaculares.
Entramos en varias madrasas abandonadas y pudimos subir al segundo piso y ver las habitaciones de los estudiantes, con estanterías en la pared para los libros coránicos. La Madrasa Islam-Hoja de 1910 albergaba un museo con múltiples salas exhibiendo alfombras, tejidos, trajes, cerámicas e instrumentos de los artesanos y de la vida cotidiana. Subimos al minarete que con sus 57m. de altura era el más alto de Uzbekistán. Subimos por una estrecha y oscura escalera de caracol, ciento cincuenta escalones de piedra y madera. Las vistas de la ciudad dorada al atardecer nos compensaron.
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sábado, 29 de octubre de 2016
LAS MURALLAS DE BUKHARA
Bukhara
era una de las ciudades míticas de la Ruta
de la Seda, una de las ciudades sagradas de Asia Central en Uzbekistán, junto con Samarkanda y
Khiva. Estaba considerada Patrimonio de
la Humanidad. En su momento de esplendor tuvo 360 mezquitas y 140 madrasas,
las escuelas coránicas. Todavía estaba repleta de madrasas, minaretes,
fortalezas reales y bazares.
Lo que más nos
impresionó fueron las murallas de la construcción llamada el Arco. Era un palacio-fortaleza, una espectacular ciudadela, la
estructura más antigua de la ciudad, ocupada desde el s.V hasta 1920, cuando
fue bombardeada por el ejército Rojo y huyó el último emir. Fue habitado por
3000 soldados, cortesanos y concubinas. Las murallas exteriores eran altísimas, de unos doce metros y de paredes abombadas, con un aspecto absolutamente medieval.
Había varios museos de
Arqueología, Naturaleza y Justicia. El Museo de Justicia exhibía una cámara de
tortura donde según leímos los prisioneros languidecían entre escorpiones,
sabandijas y piojos. La fuente de riqueza que alimentaba la ciudadela eran unas
minas de oro. Antes de su retiro a los mineros se les cortaba la lengua y se
les arrancaban los ojos para asegurarse de que no desvelarían el paradero de
las minas. Había fotografías antiguas que testimoniaban la crueldad de los
emires. El libro de Colin Thubron, “El
corazón perdido de Asia” fue nuestro compañero de viaje, y describía
esas épocas de crueldad y esplendor.
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