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sábado, 29 de octubre de 2016

LAS MURALLAS DE BUKHARA



Bukhara era una de las ciudades míticas de la Ruta de la Seda, una de las ciudades sagradas de Asia Central en Uzbekistán, junto con Samarkanda y Khiva. Estaba considerada Patrimonio de la Humanidad. En su momento de esplendor tuvo 360 mezquitas y 140 madrasas, las escuelas coránicas. Todavía estaba repleta de madrasas, minaretes, fortalezas reales y bazares.

Lo que más nos impresionó fueron las murallas de la construcción llamada el Arco. Era un palacio-fortaleza, una espectacular ciudadela, la estructura más antigua de la ciudad, ocupada desde el s.V hasta 1920, cuando fue bombardeada por el ejército Rojo y huyó el último emir. Fue habitado por 3000 soldados, cortesanos y concubinas. Las murallas exteriores eran altísimas, de unos doce metros y de paredes abombadas, con un aspecto absolutamente medieval.



Subimos la rampa y entramos en el recinto del Arco por la Mezquita del Viernes, del s. XVII. En el corredor había expuestos trajes tradicionales, armas y una cota metálica para proteger el cuerpo en la lucha. Desde el interior tuvimos vistas de la ciudad. La parte más antigua era la Corte de Recepción y Coronación, con columnas de madera labrada. Tenía capacidad para trescientas personas.


Había varios museos de Arqueología, Naturaleza y Justicia. El Museo de Justicia exhibía una cámara de tortura donde según leímos los prisioneros languidecían entre escorpiones, sabandijas y piojos. La fuente de riqueza que alimentaba la ciudadela eran unas minas de oro. Antes de su retiro a los mineros se les cortaba la lengua y se les arrancaban los ojos para asegurarse de que no desvelarían el paradero de las minas. Había fotografías antiguas que testimoniaban la crueldad de los emires. El libro de Colin Thubron, “El corazón perdido de Asia” fue nuestro compañero de viaje, y describía esas épocas de crueldad y esplendor.








© Copyright 2016 Nuria Millet Gallego

domingo, 2 de junio de 2013

EL LATIDO DE SOWETO

 

 
Soweto era uno de los distritos segregados de Johannesburgo, también llamados townships, en el que vivían entre 2,5 y 5 millones de sudafricanos. Se creó en 1904 para trasladar a las personas no blancas fuera de la ciudad, sin enviarlas demasiado lejos para poder mantenerlas como mano de obra barata, una especie de gueto. Se convirtió en un símbolo y fue testigo de acontecimientos históricos.


 
Subimos a un punto desde el que se tenían vistas de todo Soweto, dominado por la colina de las minas de oro. Johannesburgo fue durante mucho tiempo fue la capital mundial de la producción de oro, pero la explotación minera afectó  al medio ambiente y al suministro de agua potable. La consecuencia fueron aguas ácidas, que podían ser tratadas en procesos que se encarecían demasiado. Por todas partes se veían casitas de planta baja pintadas de colores con tejados rojos. Dos grandes torres de una antigua central térmica, estaban decoradas con dibujos y unidas por un puente colgante; desde ellas se tiraban acróbatas y equilibristas.




Las construcciones eran de ladrillo o cemento, pero también vimos casetas sencillas de uralita con peluquerías y pequeños comercios o bares, donde vendían la cerveza local en envases de cartón. Un museo recordaba la protesta de los estudiantes negros por la imposición del afrikaans como único idioma en las escuelas, que trajo consigo la muerte por disparos de la policía de la víctima más joven de la lucha: un niño de 13 años llamado Héctor Pieterson. En la protesta fallecieron 566 escolares.

 
En la zona de Orlando West, estaba la casa de Nelson Mandela, el hombre que más luchó contra el racismo y por los derechos de la raza negra. Curiosamente la casa estaba junto a la del obispo Desmond Tutu, así que en un pequeño tramo de calle habían vivido dos Premios Nobel de la Paz. La casa de Mandela se construyó en 1945 y vivió con su primera mujer Evelyn, y con Winnie durante unos años más hasta que Mandela fue llevado a prisión en 1960. Estuvo veintisiete años encarcelado. Era una biografía emocionante y que impresionaba, todo el mundo quería y respetaba a Maduba, como le llamaban cariñosamente. El corazón de Mandela, maltrecho, sigue latiendo. Los jóvenes, como las mujeres sentadas en el banco que me sonreían, escribirán el futuro de Soweto. Todos ellos son el latido de Soweto. Escuché ese latido.
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego