Samarcanda
era la ciudad más mítica de la Ruta de
la Seda, una encrucijada entre China, India y Persia, ruta de mercaderes y
artesanos. Tenía un pasado de más de 2750 años de historia y era uno de los
asentamientos más antiguos de Asia Central, probablemente fundada en el s.V
a.C.
Empezamos visitando la
famosa Plaza Registán, donde varias
parejas de recién casados posaban para sus álbumes familiares. La Plaza estaba
formada por tres grandes madrasas o escuelas coránicas. Tenían torres con
cúpulas azul turquesa. La decoración de todas las madrasas eran mosaicos con
motivos florales, dibujos geométricos y versos coránicos. Una trabajo de auténtica
filigrana.
Al este la Madrasa Sher-Dor, conocida como la del
león, por las dos figuras de león persiguiendo a dos corderos, que decoraban su
puerta de entrada. Aunque más que leones parecían tigres por su piel anaranjada
y moteada. Además tenían un rostro de rasgos asiáticos en el lomo. Era extraño porque el islam prohibía la representación de hombres y animales.
No encontramos explicación en ninguna guía.
La Madrasa Ulugbek estaba en la parte central. La construyó en el s.XV
Ulugbek, que enseñó allí matemáticas, teología, astronomía y filosofía. Las
aulas y habitaciones de los estudiantes se habían transformado en bazares de colorida
artesanía (sedas, cerámica, gorros y alfombras).
La Madrasa Tilla Kari situada a la izquierda estaba decorada con oro,
símbolo del poderío y esplendor de Samarcanda en los tiempos en que fue
construida. Impresionaba la cúpula interior y las paredes recubiertas de oro
deslumbrante.
Todas las madrasas
tenían patios interiores con árboles que ofrecían sombra, y algún patio o
repisa de piedra donde admirar el detalle de los mosaicos y reposar
agradablemente (algo que agradecíamos dada la temperatura de 40º. Al atardecer
las piedras centenarias se tiñeron de una tonalidad dorada. Salimos del recinto
impregnados de historia, belleza y sabor islámico.
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Nuria Millet Gallego