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jueves, 1 de diciembre de 2022

GUADALUPE Y POINT-A-PITRE

Nuestro viaje por las Antillas Menores empezó en la Isla Guadalupe. Guadalupe era una isla en forma de mariposa con las alas desiguales. En realidad, eran dos islas distintas que quedaron unidas después de un cataclismo sísmico y que estaban comunicadas por un puente que cruzaba la Rivière Salée.


La capital era Point-a-Pitre, que abreviaban PAP. El centro era la Plaza Victoria, con grandes árboles y una glorieta. Tenía algún edificio de la época colonial francesa. Junto a la plaza estaba el Puerto, con el Yatch Club y el Museo de la Esclavitud.



La Catedral tenía fachada amarilla. Había un coro de niños y jóvenes, vestidos de blanco. Nos quedamos a escucharlos un rato. La iglesia estaba bastante llena, con los feligreses vestidos de colores con sus mejores galas. La población era negra y mulata.




Visitamos el Museo de la Esclavitud (Memorial ACTe). Era un edificio con entramado metálico blanco, muy parecido al Estadio de Beijing, que llamaban “El Nido”. Eran varias salas con cuadros, fotografías, vídeos interactivos e instalaciones con el tema de la esclavitud. Me llamó la atención la frase de Napoleón Bonaparte: “La libertad es un alimento para el que los estómagos negros no están preparados”.

Los murales explicaban que todas las culturas y países del mundo habían tenido, y seguían teniendo, esclavitud. Aunque se abolió en 1865, el tráfico de esclavos en barcos no se prohibió hasta 1815. En cada barco se hacinaban hasta 320 esclavos. Los llevaban a las plantaciones de algodón, caña de azúcar, minas de carbón. Desde los griegos, romanos, egipcios, los países asiáticos, las Américas y la propia África, todos tenían sistemas de esclavitud. Los abolicionistas defendían el final de esa crueldad y tenían su rincón en el museo.





Había un espacio dedicado a la música, que les servía de válvula de escape, los rituales del vudú y el Carnaval. También hablaban de Malcom X, Nelson Mandela, Martin Luther King o Ángela Davis, las figuras simbólicas de la lucha contra la esclavitud. Un Museo muy interesante.

En un mural pintado en una fachada un joven rompía una cadena, un símbolo del pasado, que las nuevas generaciones de antillanos rechazaban.

domingo, 30 de octubre de 2016

JIVA, LA CIUDAD DEL DESIERTO




Jiva (o Khiva) era dorada, arenosa, una ciudad del desierto, y sus minaretes asomaban sobre las terrazas de adobe. Los minaretes a veces parecían faros adornados con cenefas de mosaicos. De hecho leímos que la altura de las torres era como un faro o guía que señalaba la ciudad a las caravanas que iban por el desierto.


Un taxi nos llevó desde Bukhara a Jiva en un trayecto de cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Jiva era una ciudad amurallada, otra de las ciudades Patrimonio de la Humanidad en Uzbekistán. Atravesamos la Puerta del Norte (Kogcha Darvaza). La muralla era impresionante, con muros de adobe de 2km. de longitud, 8m. de altura y 6m. de grueso. Fue reconstruida en el s. XVIII al ser destruida por los persas. Caminar entre sus muros era entrar en  otra época y su nombre evocaba caravanas de esclavos y jornadas por el desierto en la Ruta de la Seda.

Callejeamos entre las casas de adobe y paja, viendo asomar las torres de varios minaretes. El más grande e impresionante era el Kalta Minor de 1851. Era de mosaicos azul turquesa y estaba inacabado por la muerte del Khan, lo que le daba un aspecto diferente con la parte superior plana.



Visitamos la ciudadela Khuna-Ark, del s. XII. Los Khanes la ampliaron en el s. XVII construyendo harenes, casas de moneda, establos, arsenales, barracones, mezquitas y una cárcel llena de grilletes, cadenas y armas. Era una sucesión de patios y recintos. Subimos a la terraza superior y contemplamos las vistas de la ciudad. En el recinto estaba la Mezquita de Verano con mosaicos azules y blancos, y el techo con rojos, naranjas y dorados. En la Sala del Trono había un gran espacio circular al aire libre para instalar la yurta real. 




La Mezquita Juma (del Viernes) estaba construida en el s. XVIII sobre lo que quedaba de una mezquita del s.X. Tenía 218 columnas de madera talladas con dibujos geométricos. La abundancia de columnas era influencia de las antiguas mezquitas árabes (como la de Córdoba, pero sin arcos). Subimos por una estrecha escalera los 47m. de altura del minarete y contemplamos otras vistas espectaculares.




Entramos en varias madrasas abandonadas y pudimos subir al segundo piso y ver las habitaciones de los estudiantes, con estanterías en la pared para los libros coránicos. La Madrasa Islam-Hoja de 1910 albergaba un museo con múltiples salas exhibiendo alfombras, tejidos, trajes, cerámicas e instrumentos de los artesanos y de la vida cotidiana. Subimos al minarete que con sus 57m. de altura era el más alto de Uzbekistán. Subimos por una estrecha y oscura escalera de caracol, ciento cincuenta escalones de piedra y madera. Las vistas de la ciudad dorada al atardecer nos compensaron.






© Copyright 2016 Nuria Millet Gallego

miércoles, 20 de enero de 2016

LA PUERTA DEL NO RETORNO


 

Ouidah nos pareció una de las poblaciones más agradables y compactas de Benín. La Plaza Chacha tenía una gran árbol centenario que ofrecía sombra. Había sido el lugar de la subasta de esclavos en la época de Francisco Félix de Souza, uno de los comerciantes negreros de principios del s. XIX más importante de la costa beninesa. Souza llegó en 1812 a Benín con 45 barcos, desde Brasil, y se enriqueció con su actividad.

Desde la plaza partía la Ruta de los Esclavos, con estatuas simbólicas en el recorrido, bastante “naïfs”. Pasamos por el llamado “árbol del olvido”, donde los hombres debían dar nueve vueltas alrededor para olvidar su pasado (las mujeres siete vueltas), y que su espíritu no persiguiera a los comerciantes en venganza. En el camino encontramos hileras de gente y un pozo, rodeado de niñas que extraían el agua con barreños.


Leímos que el comercio de esclavos fue autorizado por el Papa Nicolás V de Roma el 8 de enero de 1854. Esa fue la fecha que marcó el pistoletazo de la fiebre esclavista en el recién descubierto Golfo de Guinea por parte de los navegantes portugueses, en palabras de Joan Riera, autor de la Guía de Benín, de la editorial Laertes.

La ruta completa eran 126km de distancia; el tramo final que hicimos eran 4km. Acababa en la Puerta del No Retorno, frente al Atlántico, donde embarcaban a los esclavos rumbo a América. Cerca había un Monumento con la forma de África recortada en un muro rojizo, que se abría al mar azul. En la playa los benineses paseaban despreocupados con sus familias, o se sentaban en la arena. Pensé que aquella puerta abierta al mar era un poético homenaje y recuerdo de todo el dolor que causó la esclavitud.




domingo, 13 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LAS MISIONES




Las utopías existen. Y de algunas quedan ruinas. El establecimiento de las Misiones Jesuíticas en Argentina, Brasil y Paraguay a principios del s.XVII fue una de esas utopías. Es apasionante leer el origen y la historia de las misiones. Se fundaron como un experimento civilizador socio-religioso que recreaba el mito del buen salvaje de Rousseau.

Todas seguían el mismo modelo: se accedía por una gran puerta e piedra labrada y tenían una gran plaza, una Iglesia, las viviendas de los indios guaraníes y de los jesuitas, el colegio, los talleres, el cotiguazú (o casa de las viudas) y el huerto. Los hombres hacían los trabajos rurales, de carpintería, herrería, arte y artesanías. Las mujeres cuidaban a los niños, hilaban, tejían y realizaban las tareas domésticas. Todos participaban en trabajos artísticos y religiosos.




Los indios ganaban seguridad, tenían su supervivencia asegurada y se les permitía hablar su lengua y mantener sus costumbres. A cambio, perdían libertad, convivían con tribus distintas y se les prohibieron costumbres como la poligamia y el canibalismo.
El experimento funcionó más de 150 años, fueron misiones prósperas y generadoras de arte, hasta la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III en 1768. Antes de ese final también sufrieron los ataques de los bandeirantes o mamelucos, los cazadores de esclavos brasileños, que capturaban a los indios guaraníes.



Tuve la oportunidad de conocer cuatro de esas reducciones: Trinidad y Jesús de Taravangüé en Paraguay, y San Ignacio de Miní y Santa Ana en Argentina. Eran muy extensas, de piedra roja labrada. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados y ventanas abiertas a la selva. En algunas las raíces de higueras gigantes crecían incrustadas entre las piedras centenarias, como en los templos camboyanos de Angkor. Y aunque sabía que podían ser destructoras, eso embellecía las ruinas y las hacía más salvajes.
Fueron destruidas y saqueadas por invasiones portuguesas y paraguayas. Pero quedó su historia, para todos aquellos a quienes nos gusta escuchar el pasado y aprender de él.