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lunes, 18 de marzo de 2019

EL PUENTE COLGANTE

En el viaje por Costa de Marfil cruzamos un puente colgante de lianas evocador de aventuras africanas. Para llegar atravesamos varias aldeas con casas de adobe entre plataneros y caminos de tierra roja, con montones de niños jugando por los alrededores. Desde Man partimos hacia a Danane, a 65km. y luego a Vatuo. Allí estaba el puente sobre el río Cavaly. El río arrastraba aguas lodosas color café con leche. 





Las gruesas lianas estaban sujetas a dos grandes árboles de nudosas raíces que se aferraban a la tierra de la orilla. Las lianas eran rígidas y formaban un entramado de red sobre el río. Pasaban mujeres cargando palanganas sobre la cabeza, y algún niño llevando a sus espaldas un enorme racimo de plátanos. El puente formaba un estrecho paso central, con espacio mínimo para colocar la planta del pie. Todos iban descalzos, y nos dijeron que era tradicional descalzarse para cruzarlo. Oscilaba menos de lo que podía imaginarse, pero nosotros tuvimos que sujetarnos a los laterales del puente para mantener el equilibrio.




Las gruesas lianas estaban sujetas a dos grandes árboles de nudosas raíces que se aferraban a la tierra de la orilla. Las lianas eran rígidas y formaban un entramado de red sobre el río. Pasaban mujeres cargando palanganas sobre la cabeza, y algún niño llevando a sus espaldas un enorme racimo de plátanos. El puente formaba un estrecho paso central, con espacio mínimo para colocar la planta del pie. Todos iban descalzos, y nos dijeron que era tradicional descalzarse para cruzarlo. Oscilaba menos de lo que podía imaginarse, pero nosotros tuvimos que sujetarnos a los laterales del puente para mantener el equilibrio.



 Llegamos a la otra orilla y vimos un grupo de mujeres lavando ropa. Se agachaban y la golpeaban con energía. La transportaban en grandes palanganas sobre la cabeza. Luego extendían la ropa en la hierba para que se secara al sol. Con sus vestidos estampados formaban una escena de gran colorido.




Luego fuimos al bosque tropical sagrado Saigne, habitado por numerosos monos. Había varios bosques sagrados por todo el país. Les ofrecimos a los simios bananas cortadas, y desde las ramas bajas las cogían de nuestra mano. Estuvieron un rato jugado con nosotros hasta que se saciaron de comer bananas y treparon a las ramas altas. Fue un día relajado y estupendo en el viaje por Costa de Marfil.


© Copyright 2019 Nuria Millet Gallego

sábado, 19 de agosto de 2017

EL PARQUE NACIONAL LOPÉ

En la estación Owendo de Libreville cogimos un tren nocturno hasta Lopé, un trayecto de seis horas. Llegamos de madrugada y nos dijeron que tuvimos suerte porque a veces había retrasos de horas porque se daba prioridad al tren que transportaba manganeso. Gabón era el primer productor mundial de manganeso. Era el inconveniente de tener tramos ferroviarios de una sola vía.

Nos alojamos en el Hotel Lopé con tres pabellones de cañizo y tejados triangulares, y habitaciones dispuestas alrededor de un jardín. El pueblo de Lopé parecía el viejo oeste americano, con anchas calles arenosas y polvorientas, con casitas de tablones de madera como pequeños ranchos con porche, muy dispersas. Muchas eran pequeños colmados que vendían un poco de todo: pasta, galletas, bombillas, artículos de higiene, latas de carne y sardinas, entre otras cosas.




El Parque Nacional Lopé era Patrimonio de la Humanidad. Contratamos un safari de caminata por la sabana y una excursión de dos días por el parque. Fuimos en un jeep abierto. Entramos en una zona de sabana con hierba alta amarilla. La pista tenía baches y estaba hundida por las ruedas y las lluvias, íbamos dando botes. El primer encuentro fue con una manada de búfalos, con sus crías. Se quedaron mirándonos fijamente unos momentos y corretearon un poco. Los seguimos hasta que volvieron a parar, varias veces. Tenían cuernos pequeños y unos pájaros sobre el lomo, descansando plácidamente.

Luego vimos una familia de elefantes. La hembra paseaba con su cría. El macho tenía la piel con manchas de barro. Estuvimos un buen rato observándolos. Movían sus orejas y comían brotes verdes con la trompa, indiferentes a nuestra presencia.









Para la excursión de dos días fuimos en un Toyota. Nuestro guía se llamaba Saturno, como el planeta. Fuimos por una pista roja con selva a ambos lados, hasta llegar al campamento Mikongo. Tenía bungalows de madera, rodeados de bosque selvático. 

Desde allí emprendimos una marcha a pie. Seguimos un sendero de hojarasca y raíces, paralelo al río. Luego nos desviamos. Los árboles eran altísimos y las copas formaban una verde bóveda sobre nosotros. Había gigantescas ceibas, con la base del tronco triangular. Algunos troncos estaban forrados de plantas trepadoras y tenían largas lianas que buscaban la humedad del suelo. Había un olor dulzón de putrefacción de las hojas del suelo. Oíamos cantos de pájaros tropicales y el silencio roto por el crujir de nuestros pasos. Saturno iba cortando las ramas que cerraban el camino.


Vimos unos monos de larga cola en lo alto de los árboles, saltando de rama en rama. Queríamos ver gorilas y un momento emocionante fue cuando encontramos excrementos frescos de gorila y Saturno los examinó. El silencio se hizo más profundo y todos miramos a nuestro alrededor. Estábamos atentos a cualquier movimiento de las ramas y la hojarasca. Pero ningún gorila apareció, tal vez nos espiaran desde la espesura. Seguimos la marcha y en un claro de la selva hicimos un pequeño picnic. Por la tarde tuvimos nuestra recompensa. De repente Saturno se paró, nos quedamos inmóviles y señaló un árbol. Se movieron las ramas y vimos descender una masa negra, emitiendo algún gruñido de aviso. Dijo que era la hembra. De otro árbol cercano descendió por el tronco el gorila macho. A este lo vimos mejor, pero fue muy rápido. Huyeron por tierra en la espesura del bosque.

 

Nos sorprendió que los gorilas estuvieran en los árboles; solo subían para comer brotes, solían caminar por tierra. Con su peso de más de 100kg rompían las ramas. Habíamos visto gorilas en su hábitat, pero había sido una visión demasiado rápida y fugaz. La naturaleza tenía sus propias leyes. Tras seis horas de marcha regresamos al campamento Mikongo y nos dimos un baño en un recodo del río. En el campamento no había electricidad ni agua corriente. Cenamos pollo con arroz y verduras, a la luz de las velas. Y dormimos muy bien en las cabañas en el corazón de la selva gabonesa. 

miércoles, 27 de octubre de 2010

LOS PINÁCULOS DE ZHANGJIAJIE






La primera vez que vimos los picos desafiantes del Parque de Zhangjiajie nos pareció estar dentro de un sueño. El parque estaba formado por 230 picos rodeados de 300 peñascos rocosos. Era un paisaje único y las formaciones rocosas parecían el capricho de un dibujante. La roca cárstica tenía tonos dorados y grisáceos, con estratos. Los pinos se agarraban a las grietas, y además de en la cima crecían en las paredes verticales y en sitios inverosímiles. No pude evitar intentar dibujar las aristas de los picos. Había sido declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1990.





Los picos aparecían envueltos entre las brumas, pero también los vimos con sol y cielo azul. Eran curiosos los nombres con los que habían sido bautizados: el Pico de los Cinco Dedos, Cinco Mujeres visitando al Generalísimo, los Dos Amantes, el Puente hacia el Cielo y muchos otros. Fuimos rodeando las cimas, de mirador en mirador, subiendo y bajando escaleras.

Había un Elevador, un ascensor de varios módulos verticales, que horadaba la roca. El teleférico, con cabinas para seis personas, era aún más impresionante que el Elevador. Estábamos suspendidos a cientos de metros por encima de la vegetación boscosa, y a veces parecía que la cabina iba a estrellarse contra un pico de lo cerca que pasábamos. Nos asombró la magnitud del paisaje y la altura desde la telecabina.





Dedicamos casi tres días para recorrer el parque. En la parte baja caminos empedrados atravesaban el bosque, entre cientos de turistas chinos. Las niñas se hacían fotos con coloridos vestidos tradicionales. Cuando decidimos subir escaleras hasta una plataforma fue cuando nos quedamos absolutamente solos. Creo que subimos unos 3800 escalones. Repusimos fuerzas comiendo castañas asadas mientras contemplábamos el paisaje.

En la entrada principal había una pantalla gigante que ofrecía imágenes del parque y de la película Avatar que se rodó allí. Descansamos abajo y nos despedimos de los impresionantes picos contemplando el baño de los monos en el río en un atardecer soleado. Fue uno de los lugares imposibles de olvidar.

 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

miércoles, 11 de mayo de 2005

EL DELTA DEL ORINOCO



Desde Tucupita emprendimos el viaje por el Delta del Orinoco, uno de los mayores deltas del mundo. Era un laberinto de islas con centenares de canales estrechos llamados caños. Las aguas del Orinoco eran de color café con leche y bajaban con grupos de verdes plantas acuáticas, que formaban islas flotantes arrastradas por la corriente. En las orillas la vegetación era frondosa, con palmeras y manglares. Nos cruzamos con pequeñas barcas y con pescadores extendiendo las redes. En el trayecto vimos tucanes con franjas amarillas en el pico, monos de pelaje rojizo en la arboleda y búfalos de agua con grandes cornamentas curvadas.













Tras varias horas de navegación nos detuvimos en un campamento. Una de las mujeres nos preparó la comida. Se sentó en el embarcadero y con un machete grande empezó a quitarle las escamas a un gran pescado. Preguntamos el nombre y dijo que era un “morocoto”. Acompañaron el pescado con arroz, fríjoles y banana frita. Luego nos tumbamos en las hamacas.

Cogimos de nuevo la barca y nos adentramos en canales más estrechos. En esos caños la vegetación de las orillas es exhuberante y está más próxima. Vimos delfines oscuros, jugando y saltando. Eran tan rápido y tan imprevisible el lugar por donde asomarían que aunque les seguimos con la barca no pudimos fotografiarlos. Encontramos una tortuga pequeña posada sobre el tronco cortado de una palmera. En seguida se sumergió al acercarnos.

Paramos en uno de los caños más angostos y bajamos a tierra, pisando terreno pantanoso. El barquero nos mostró la planta del cacao, el árbol del palmito, las toronjas, ají picante y unos frutos rojos pequeños que se usaban como colorante. Vimos tarántulas, escondidas en una planta tipo palmera baja. Era negra y peluda, más grande que mi mano. Estábamos junto a ella y nos agachamos para verla mejor, aunque con precaución. Pero Luis, nuestro barquero, colocó su mano a un centímetro de la tarántula y ni se inmutó. Dijo que si no se la atacaba no hacía nada. La tarántula nos ignoró, pero los mosquitos del pantanal nos acribillaron.













Visitamos una comunidad de los indios warao. Leímos que “wa” significa “canoa” y “rao” significa “hombre”. Esas comunidades solían estar aisladas por familias, repartidas en las orillas del Orinoco. En todas se distinguían las hamacas colgantes, meciéndose con alguien que contemplaba el paso del río y del tiempo. En la aldea subimos a una curiara a remo, la embarcación tradicional tallada en un tronco vaciado. Fue muy relajante deslizarnos con la curiara por el río, en el silencio de la jungla, contemplando el reflejo de los árboles en la superficie del agua.