En la estación Owendo de Libreville
cogimos un tren nocturno hasta Lopé, un trayecto de seis horas. Llegamos
de madrugada y nos dijeron que tuvimos suerte porque a veces había retrasos de
horas porque se daba prioridad al tren que transportaba manganeso. Gabón era
el primer productor mundial de manganeso. Era el inconveniente de tener tramos
ferroviarios de una sola vía.
Nos alojamos en el
Hotel Lopé con tres pabellones de cañizo y tejados triangulares, y habitaciones
dispuestas alrededor de un jardín. El pueblo de Lopé parecía el viejo oeste
americano, con anchas calles arenosas y polvorientas, con casitas de tablones
de madera como pequeños ranchos con porche, muy dispersas. Muchas eran pequeños
colmados que vendían un poco de todo: pasta, galletas, bombillas, artículos de
higiene, latas de carne y sardinas, entre otras cosas.
El Parque
Nacional Lopé era Patrimonio de la Humanidad. Contratamos un safari
de caminata por la sabana y una excursión de dos días por el parque. Fuimos en
un jeep abierto. Entramos en una zona de sabana con hierba alta amarilla. La
pista tenía baches y estaba hundida por las ruedas y las lluvias, íbamos dando
botes. El primer encuentro fue con una manada de búfalos, con sus crías.
Se quedaron mirándonos fijamente unos momentos y corretearon un poco. Los
seguimos hasta que volvieron a parar, varias veces. Tenían cuernos pequeños y
unos pájaros sobre el lomo, descansando plácidamente.
Luego vimos una
familia de elefantes. La hembra paseaba con su cría. El macho tenía la
piel con manchas de barro. Estuvimos un buen rato observándolos. Movían sus
orejas y comían brotes verdes con la trompa, indiferentes a nuestra presencia.
Para la excursión de dos días fuimos en un Toyota. Nuestro guía se llamaba Saturno, como el planeta. Fuimos por una pista roja con selva a ambos lados, hasta llegar al campamento Mikongo. Tenía bungalows de madera, rodeados de bosque selvático.
Desde allí emprendimos una marcha a pie. Seguimos un sendero de hojarasca y raíces, paralelo al río. Luego nos desviamos. Los árboles eran altísimos y las copas formaban una verde bóveda sobre nosotros. Había gigantescas ceibas, con la base del tronco triangular. Algunos troncos estaban forrados de plantas trepadoras y tenían largas lianas que buscaban la humedad del suelo. Había un olor dulzón de putrefacción de las hojas del suelo. Oíamos cantos de pájaros tropicales y el silencio roto por el crujir de nuestros pasos. Saturno iba cortando las ramas que cerraban el camino.
Vimos unos monos
de larga cola en lo alto de los árboles, saltando de rama en rama. Queríamos
ver gorilas y un momento emocionante fue cuando encontramos excrementos
frescos de gorila y Saturno los examinó. El silencio se hizo más profundo y
todos miramos a nuestro alrededor. Estábamos atentos a cualquier movimiento de
las ramas y la hojarasca. Pero ningún gorila apareció, tal vez nos espiaran
desde la espesura. Seguimos la marcha y en un claro de la selva hicimos un pequeño
picnic. Por la tarde tuvimos nuestra recompensa. De repente Saturno se paró,
nos quedamos inmóviles y señaló un árbol. Se movieron las ramas y vimos
descender una masa negra, emitiendo algún gruñido de aviso. Dijo que era la
hembra. De otro árbol cercano descendió por el tronco el gorila macho. A este
lo vimos mejor, pero fue muy rápido. Huyeron por tierra en la espesura del
bosque.
Nos sorprendió que
los gorilas estuvieran en los árboles; solo subían para comer brotes, solían
caminar por tierra. Con su peso de más de 100kg rompían las ramas. Habíamos
visto gorilas en su hábitat, pero había sido una visión demasiado rápida y fugaz.
La naturaleza tenía sus propias leyes. Tras seis horas de marcha regresamos al
campamento Mikongo y nos dimos un baño en un recodo del río. En el campamento no
había electricidad ni agua corriente. Cenamos pollo con arroz y verduras, a la
luz de las velas. Y dormimos muy bien en las cabañas en el corazón de la selva
gabonesa.