En el pueblo antiguo de Al Hamra las casas
eran de adobe y altas, de dos o tres pisos. La mayoría estaban en estado
ruinoso. Quedaban pocos pueblos así en Omán, otro similar era Misfat en la montaña. Los omaníes
preferían vivir en la parte nueva, en los chalets de construcción moderna,
aunque por lo menos la arquitectura conservaba su sabor árabe manteniendo las
casas bajas, colores arenosos y ventanas arqueadas.
Las ruinas de Al Hamra
con sus viejas puertas de madera con adornos
de latón gastado tenían su estética. La joya del pueblo era la casa que
habían transformado en Museo, para
mostrar la forma de vida tradicional. A la entrada tuvimos que descalzarnos.
Todas las habitaciones tenían altos techos, estaban alfombradas y tenían coloridos cojines alrededor para apoyarse. La
sala principal tenía vigas de madera pintada en el techo y ventiladores. Grandes
baúles de madera decoraban la
estancia. Las paredes tenían hornacinas
con vasijas, teteras, calabazas, quinqués y todo tipo de recipientes y objetos de
uso cotidiano en la época.
Tres hombres jóvenes y
sonrientes eran los anfitriones. Llevaban sus túnicas blancas llamadas dishdashas
impolutas y casquetes o turbantes, con una elegancia natural. Nos invitaron a
tomar té con dátiles y conversamos con ellos sobre la vida en Omán. En alguna
habitación había fotos antiguas que mostraban como hacían melaza con los dátiles hirviéndolos en un gran caldero. Nos
enseñaron la casa donde había tres mujeres vestidas con pañuelos de colores y
haciendo diferentes tareas: una cocinando frente al fuego, otra tejiendo cestas
y otra elaborando una pasta naranja de sándalo y azufre de uso cosmético, con
la que me untó la frente.
La casa tenía infinidad
de detalles y no nos cansábamos de curiosear. Era fácil imaginar la vida de una
familia tradicional omaní. Nos encantó la visita.
© Copyright 2018 Nuria Millet
Gallego
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