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domingo, 4 de febrero de 2018

EL PUEBLO ANTIGUO DE AL HAMRA




En el pueblo antiguo de Al Hamra las casas eran de adobe y altas, de dos o tres pisos. La mayoría estaban en estado ruinoso. Quedaban pocos pueblos así en Omán, otro similar era Misfat en la montaña. Los omaníes preferían vivir en la parte nueva, en los chalets de construcción moderna, aunque por lo menos la arquitectura conservaba su sabor árabe manteniendo las casas bajas, colores arenosos y ventanas arqueadas.




Las ruinas de Al Hamra con sus viejas puertas de madera con adornos de latón gastado tenían su estética. La joya del pueblo era la casa que habían transformado en Museo, para mostrar la forma de vida tradicional. A la entrada tuvimos que descalzarnos. Todas las habitaciones tenían altos techos, estaban alfombradas y tenían coloridos cojines alrededor para apoyarse. La sala principal tenía vigas de madera pintada en el techo y ventiladores. Grandes baúles de madera decoraban la estancia. Las paredes tenían hornacinas con vasijas, teteras, calabazas, quinqués y todo tipo de recipientes y objetos de uso cotidiano en la época.




Tres hombres jóvenes y sonrientes eran los anfitriones. Llevaban sus túnicas blancas llamadas dishdashas impolutas y casquetes o turbantes, con una elegancia natural. Nos invitaron a tomar té con dátiles y conversamos con ellos sobre la vida en Omán. En alguna habitación había fotos antiguas que mostraban como hacían melaza con los dátiles hirviéndolos en un gran caldero. Nos enseñaron la casa donde había tres mujeres vestidas con pañuelos de colores y haciendo diferentes tareas: una cocinando frente al fuego, otra tejiendo cestas y otra elaborando una pasta naranja de sándalo y azufre de uso cosmético, con la que me untó la frente.


La casa tenía infinidad de detalles y no nos cansábamos de curiosear. Era fácil imaginar la vida de una familia tradicional omaní. Nos encantó la visita.



© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego

lunes, 15 de enero de 2018

LAS DUNAS NARANJAS DE WAHIBA




Desde la ciudad de Sur emprendimos el camino hacia el desierto, las llamadas Wahiba Sands. Por el camino ya vimos algunos camellos solitarios que observaban indiferentes nuestro paso. Nos alojamos en el campamento Bidiyah, al que se entraba por una puerta triangular. Algunos caballos paseaban elegantes por el campamento. La sala principal era acogedora, con cojines de colores y bandejas de frutas y dátiles, y las habitaciones eran sencillas, en torno a un patio.




Las Wahiba Sands eran un desierto de dunas de 14.000km2, en el que no era aconsejable aventurarse sin un guía experto porque como decía la guía Lonely Planet “el desierto no toma prisioneros”. Leímos que era el hogar de unos 3000 beduinos provenientes de varias tribus, entre ellas la wahiba que le daba nombre al desierto. Las mujeres beduinas vestían túnicas estampadas de colores con una máscara de pico peculiar que cubría frente, nariz y boca.





Al atardecer nos apuntamos a hacer una salida por las dunas en todoterreno. El conductor llevaba la túnica blanca tradicional de los hombres omanís y turbante. El inicio fue una descarga de adrenalina: el conductor aceleró, subió una duna y la bajó por la parte lateral con el vehículo totalmente inclinado. Luego caminamos por la arena, que era muy fina y suave, sintiendo su frescor. Las dunas tenían un tono anaranjado. Trepamos hasta las crestas. Dibujamos letras en la arena, jugamos e hicimos todas las fotos posibles. Daba gusto caminar por la suave arena, y las bajadas corriendo eran divertidas. Desde la cresta contemplamos la puesta de sol y las dunas se tiñeron con un tono rojizo. Nos quedamos allí hasta que oscureció y la luna llena bañó el desierto con una luz especial.







© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego

domingo, 31 de agosto de 2014

EL DEBATE DEL MONASTERIO


 
 
 

 
 
A veces el viajero tiene la oportunidad, la suerte o el privilegio de contemplar escenas intemporales, de ser testigo de una realidad que no le pertenece. Eso nos sucedió en el Monasterio de Seracercano a Lhasa, a unos 4 km., que fue fundado en 1419. En su momento de esplendor tuvo unos 5000 monjes, y cuando fuimos reunía apenas unos mil monjes tibetanos. A sus pies tenía un cementerio tibetano al que solían acudir los buitres.
 

 

En aquel monasterio tuvimos oportunidad de contemplar el debate religioso-filosófico de los monjes. Eran de la escuela o secta Gelugpa, también conocida por la de los Gorros Amarillos, a la que pertenece el Dalai Lama. En un jardín con árboles y piedras blancas fueron entrando poco a poco hasta reunirse unos cien monjes. Los había de todas las edades, algunos muy jóvenes. Se agruparon por parejas y se retaban para ver quien daba la respuesta más rápida o tenía más conocimientos. Parecían disfrutar y divertirse con el reto y no les importaba tener espectadores. Lo que yo hubiera dado por saber tibetano en aquellos momentos.

 
 
 
Algunos estaban sentados sobre cojines granates, como sus túnicas, y otros de pie. Al dar la réplica balanceaban el cuerpo y daban una palmada. Por todas partes del jardín se oían fuertes palmadas y la cantinela de la polémica entre los monjes. Una escena que se repetía desde hacía siglos.
 



© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

martes, 6 de mayo de 2008

EL CHADOR SIRIO







Siria ocupa el lugar 97 entre los países del mundo en el índice de Desarrollo Humano. La religión mayoritaria es la musulmana, pero conviven con una minoría de cristianos maronitas y armenios.
El equipaje literario que llevamos fue “Viaje a la luz del Cham” de Rosa Regás, y “Entre árabes” de Colin Thubrand, libros que ayudan a acercarse a la realidad del país.

Las mujeres visten el chador negro. Algunas dejaban la cara al descubierto, y otras sólo una pequeña obertura para los ojos. Era un contraste ver los vestidos de novia de tul blanco vaporoso y los de fiesta de colores vivos y mucha pedrería. Las cristianas vestían con ropa occidental, marcando formas, y se maquillaban mucho la boca y los ojos.
En la Mezquita Omeya de Damasco y en la Gran Mezquita de Alepo, las viajeras se ven obligadas a vestir la túnica con capucha que oculta las formas corporales.





Los hombres tradicionales vestían túnicas blancas o chilabas y pañuelo palestino, a cuadros rojos y blancos, o turbantes blancos o el fez musulmán, pero predominaban los atuendos occidentales. En conjunto, había mucha variación en la indumentaria. La ventaja del chador es que permite pasar desapercibida, lo que siempre es bueno para observar sin llamar la atención.

Como la curiosidad es uno de los motores que mueven a esta viajera que escribe, no pude evitar preguntar a algunos hombres jóvenes su opinión sobre el velo. Un chico joven y moderno me contestó que para él su mujer era como el sol o la luna, muy valiosa, y por eso no quería que ningún otro hombre la viera. Ella sonreía a su lado.


Debo decir que, más allá de tópicos, el pueblo sirio es muy acogedor, siguiendo la tradición árabe, y recibe al viajero que muestra ganas de conocer y comprender, con curiosidad y calidez.




© Copyright 2008 Nuria Millet Gallego

jueves, 5 de diciembre de 1996

EL MONASTERIO DEL LAGO Y LA ESCUELA


















En el centro del lago Inle había una isla donde estaba el Monasterio Nga Pha Kyaung, construido en madera sobre pilotes, tipo palafito. En su sala principal había una colección de imágenes de Buda de estilo san, tibetano y bagan. Hablamos con el abad, que nos pareció muy joven para su cargo; nos explicó que había pasado un examen para serlo. Estaba pintando una mandala en una pizarra en el suelo. Tenía todos los botes de pintura por el suelo, y se inclinaba a dibujar mientras le observaba uno de los monjes. Nos mostró la biblioteca, con alguno de los libros sagrados del monasterio. Las tapas de los libros eran de madera de teca, con los bonitos caracteres birmanos redondeados. 

Había varios gatos por allí y los monjes les habían enseñado a saltar por el aro. Ya se conocía como el monasterio de los gatos saltadores. Nos hicieron una demostración en un rincón, donde se colaban los rayos del sol.

En el monasterio vivían sólo cinco monjes, en la época que fuimos. Nos invitaron a tomar té y nos enseñaron sus habitaciones, con vistas al lago. Tenían cortinillas naranjas en las ventanas y almanaques con paisajes de otros países en las paredes. Como mobiliario, camas con dosel y mosquiteras, y un armario donde guardaban los libros. Una pasarela de madera sobre pilotes en el lago comunicaba con otras habitaciones. Allí tenían unas hamacas donde nos tendimos a tomar el sol, charlar con los monjes y disfrutar de la paz del monasterio del lago.



En otro monasterio encontramos una escuelita de monjes. Los pequeños monjes vestían sus túnicas granates y azafrán, con el brazo al descubierto. Los estudiantes escribían aplicadamente en sus pizarras negras, en sentido vertical. Un maestro tenía a su alumno abrazado por detrás, mientras le enseñaba la escritura. Alteramos un poco el orden de su clase. Una escena inolvidable.