El pingüino me miraba fijamente y emitió un ruido parecido
a un rebuzno. Era un día soleado y frío de noviembre y allí estábamos el
pingüino y yo mirándonos mutuamente con interés, en una playa del otro lado del
Atlántico. Después él decidió ignorarme, una sabia decisión dado que mi
comportamiento era más estático y aburrido, y se dedicó a incubar sus huevos.
Estábamos en la Reserva Natural de Punta Tombo, a unos
100km. de Trelew, en la Patagonia Argentina. Leímos que era la mayor área de
anidamiento de pingüinos de la América Sur Continental. Tenía una colonia de
más de medio millón de pingüinos de Magallanes. Cada hembra ponía dos huevos en
un nido en la arena, entre ramas, y necesitaban cuarenta días de incubación. A
veces se levantaban, recolocaban los huevos cuidadosamente con ayuda de las
patas y volvían a cubrirlos con su orondo cuerpo. El pingüino de Magallanes
mide unos cuarenta y cinco centímetros y pesa entre 4 y 5kg.
Tenían la barriga blanca, y unas
rayas negras verticales diferentes en cada uno, que resultaban muy elegantes.
Unos agitaban las aletas laterales, abriéndolas, y otros se limpiaban con el
pico el plumaje, arqueando el cuello. Todos mudaban el plumaje una vez al año.
La puesta de huevos era a principios de octubre, y decían que en
diciembre cuando nacían las crías, el griterío que producían pidiendo comida
era tremendo. Los pingüinos eran muy tranquilos y pacíficos, no se asustaban de
la proximidad de los humanos, y cruzaban con pasos torpes ante nosotros. Algunos
procedentes del mar, parecían desorientados. Decían que cada año volvían al
mismo nido que ocupaban el año anterior.
Mientras los veía pensé en que lo
que había leído sobre que los pingüinos son los únicos animales monógamos,
tienen una sola pareja toda su vida. Todo lo contrario que las promiscuas
ballenas patagonas, cuyas hembras copulaban con tres machos. La naturaleza
nunca deja de sorprenderme.