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domingo, 27 de mayo de 2012

EL CAÑÓN Y LA SERPIENTE


 
Caminamos en silencio por un estrecho desfiladero de paredes rocosas. Estábamos en el Cañón Sesriem, de 1km. de largo y 30m. de profundidad. Habíamos leído en las guías que “era una enorme cicatriz en el suelo reseco del desierto”. Entramos desde la parte alta y bajamos al cauce seco del río Tsauchab. En algunas zonas quedaban charcas, restos de lo que fue el río, de aguas verdosas y con algunos peces. Los depósitos de arena y piedra conglomerada tenían 15 millones de años de antigüedad.


 
De camino al campamento de Solitaire vimos un nido gigante en la rama de un árbol. Era un nido comunitario, hogar de varios pájaros, y estaba construido con la oquedad hacia abajo, con pequeños orificios de entrada, para dificultar el acceso a los depredadores como las serpientes mamba y cobra.
 
 

Más tarde tuvimos un encuentro con una de estas grandes serpientes, que vimos a pocos metros de nuestro vehículo. Cuando le hice una foto desde la ventanilla del coche me pareció que me miraba, abrió su boca y sacó su lengua bífida amenazante, como marcando su terreno. Impresionaba. Tenía una piel preciosa, con un dibujo geométrico de escamas brillantes. La serpiente nos recordaba que nosotros éramos los intrusos allí. Y entendimos el afán de protección de las aves al construir sus nidos. Eran las leyes de la Naturaleza para mantener su equilibrio.

 




© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego

domingo, 4 de noviembre de 2007

PINGÜINOS DE PATAGONIA



El pingüino me miraba fijamente y emitió un ruido parecido a un rebuzno. Era un día soleado y frío de noviembre y allí estábamos el pingüino y yo mirándonos mutuamente con interés, en una playa del otro lado del Atlántico. Después él decidió ignorarme, una sabia decisión dado que mi comportamiento era más estático y aburrido, y se dedicó a incubar sus huevos.

Estábamos en la Reserva Natural de Punta Tombo, a unos 100km. de Trelew, en la Patagonia Argentina. Leímos que era la mayor área de anidamiento de pingüinos de la América Sur Continental. Tenía una colonia de más de medio millón de pingüinos de Magallanes. Cada hembra ponía dos huevos en un nido en la arena, entre ramas, y necesitaban cuarenta días de incubación. A veces se levantaban, recolocaban los huevos cuidadosamente con ayuda de las patas y volvían a cubrirlos con su orondo cuerpo. El pingüino de Magallanes mide unos cuarenta y cinco centímetros y pesa entre 4 y 5kg. 



Tenían la barriga blanca, y unas rayas negras verticales diferentes en cada uno, que resultaban muy elegantes. Unos agitaban las aletas laterales, abriéndolas, y otros se limpiaban con el pico el plumaje, arqueando el cuello. Todos mudaban el plumaje una vez al año.

La puesta de huevos era a principios de octubre, y decían que en diciembre cuando nacían las crías, el griterío que producían pidiendo comida era tremendo. Los pingüinos eran muy tranquilos y pacíficos, no se asustaban de la proximidad de los humanos, y cruzaban con pasos torpes ante nosotros. Algunos procedentes del mar, parecían desorientados. Decían que cada año volvían al mismo nido que ocupaban el año anterior.



Mientras los veía pensé en que lo que había leído sobre que los pingüinos son los únicos animales monógamos, tienen una sola pareja toda su vida. Todo lo contrario que las promiscuas ballenas patagonas, cuyas hembras copulaban con tres machos. La naturaleza nunca deja de sorprenderme.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

lunes, 12 de octubre de 1998

EL CAÑÓN Y LOS POBLADOS ETÍOPES

 

Siguiendo la ruta sur de Etiopía visitamos la región de Konso y sus poblados, considerada Patrimonio de la Humanidad. En ella encontramos cultivos de café, Etiopía era un productor y exportador de café de excelente calidad. También cultivos de maíz, girasoles y algodón con campos de copos blancos, y nidos grandes colgando de los árboles. También vimos cestas que colocaban en las ramas los aldeanos para que las abejas usaran como colmenas, y poder recoger la miel.

Fuimos a visitar el poblado de Mecheke, el más bonito que vimos en Etiopía. Estaba en la montaña, en una zona con muchos cultivos en terrazas escalonadas. Las chozas estaban cercadas con vallas hechas con ramas y troncos de árboles, para proteger al ganado de las hienas, y con muros de piedras apiladas. El ganado estaba en la parte baja de las casas, aunque los bueyes, cabras y gallinas campaban a sus anchas. Cántaros de cerámica decoraban la parte superior de los techos de las chozas. 




Vimos mujeres amamantando a sus hijos, lavando y cocinando al aire libre; hombres hilando el algodón con husos y ruecas, y ancianos fumando tabaco. Otros jugaban al juego africano awale, colocando semillas en un tablero con oquedades. Nos enseñaron la Casa de la Comunidad, donde se discutían los asuntos del pueblo.




Junto a unas tumbas representaban al fallecido y sus esposas con tótems de madera llamados waka, en posición vertical. Las tribus de la zona del río Omo también usaban aquellos tótems. Eran de religión animista. La vida parecía seguir igual que hacía siglos en aquel poblado.







Cerca había un cañón de pareces rojizas, llamado Ghesergiyo. La tierra roja intensificaba su color cuando brillaba el sol. Eran formaciones picudas, como pináculos estratificados, modelados por la erosión de las lluvias y el viento. Un paisaje mágico y especial que no esperábamos encontrar allí.