Tartu era una ciudad universitaria de Estonia, una especie de Oxford o Cambridge, con mucha población estudiantil. También era conocida por ser la cuna del resurgimiento nacionalista estonio del s. XIX, y evitó en parte la sovietización.
La Plaza del Ayuntamiento (Raekoja Plats) era el corazón de la ciudad antigua. Alrededor tenía edificios nobles de piedra de color crema, con chimeneas y casas de madera en las calles adyacentes. Las terrazas de los bares y restaurantes estaban llenas, con mucho ambiente. En el centro de la plaza había una fuente con una estatua con dos jóvenes besándose.
Callejeamos y emprendimos la ruta de los museos. Primero fuimos a la Universidad, de fachada con columnas y frontispicio. Vimos el Hall o Aula Magna y la celda de castigo, donde aislaban a los estudiantes que cometían infracciones como tardar en devolver un libro a la Biblioteca, ofender a una mujer, participar en alguna revuelta o huelga o la peor infracción, participar en un duelo. La celda era grande y estaba ubicada en la buhardilla. Tenía una cama y habían conservado en la pared algunos grafitis y dibujos originales. La celda se usó durante el s. XIX. Una curiosidad.
Luego fuimos al Museo del Juguete. Una maravilla y la mayor colección de juguetes que habíamos visto nunca. Había muñecas de todo tipo y condición catalogadas por países, una muestra de todo el mundo: de trapo, de porcelana, de cáñamo, japonesas, africanas, rusas, sudamericanas, australianas, etc.
Había juguetes de
madera como tirachinas y metálicos, como coches, aviones, submarinos, globos aerostáticos.
Había maquetas de trenes eléctricos funcionando y metiéndose por túneles.
Puzzles, cochecitos, cunas, balancines, teléfonos, juegos de mesas, marionetas…Lo
que más nos gustó fueron las casas de muñecas, que reproducían cada detalle del
interior de las habitaciones, con sus objetos y mobiliario.
El tercer museo fue el Hogar del Ciudadano. Era una vieja casa de madera restaurada, con muebles de época con los que era fácil imaginar la vida burguesa en la década de 1830. Me gustó especialmente el dormitorio, con una estrecha cama de alto colchón, jofaina para lavarse, biombo y escritorio, y la cocina con sus cacharros y sus fogones.
Por las calles
habían colocado estatuas de bronce, como la de los escritores Oscar Wilde y Eduard Vilde
conversando. Hubiera sido interesante escucharlos.
Nos quedamos con
ganas de visitar el Museo de las celdas de la KGB, pero al ser sábado cerraba
antes y no tuvimos tiempo. De todos modos, el Museo de la KGB de Vilnius era inolvidable.
Fuimos a la colina Toome, cubierta de parques y donde estaban las ruinas de la Catedral de Tartu, construida por los caballeros teutónicos en el s. XIII, reconstruida en el s. XV, saqueada durante la Reforma en 1525, utilizada como granero y parcialmente reconstruida en el s. XIX. Era de ladrillo rojo y estaba bastante destruida, con los arcos desnudos. Solo una parte servía de Museo de Historia Universitario.
Subimos a la torre para contemplar las vistas de Tartu, asomaban las agujas de algunas iglesias, pero las copas de los árboles la tapaban bastante. Al fondo vimos la Torre Caracol, un edificio original con ventanucos, que recordaba un poco a la Torre de Babel.
Recorrimos el Paseo Fluvial, paralelo al río Emajõgi, y bastante animado por un Festival. Había un concurso de pescadores y se veían hombre y niños participando con sus cañas y sus cebos de gusanos junto a la orilla. Había puestos de quesos y embutidos ahumados, de algodón de azúcar y rosquillas, y de pompas gigantes de jabón. Una ciudad atractiva, llena de vida.