Desde la ciudad de Sur emprendimos
el camino hacia el desierto, las llamadas Wahiba Sands. Por el camino ya vimos
algunos camellos solitarios que observaban indiferentes nuestro paso. Nos
alojamos en el campamento Bidiyah, al que se entraba por una puerta triangular. Algunos caballos paseaban elegantes por el campamento. La sala principal era acogedora, con cojines de colores y bandejas de frutas y
dátiles, y las habitaciones eran sencillas, en torno a un patio.
Las Wahiba Sands eran
un desierto de dunas de 14.000km2, en el que no era aconsejable
aventurarse sin un guía experto porque como decía la guía Lonely Planet “el desierto no toma prisioneros”. Leímos
que era el hogar de unos 3000 beduinos provenientes de varias tribus, entre
ellas la wahiba que le daba nombre al desierto. Las mujeres beduinas vestían
túnicas estampadas de colores con una máscara de pico peculiar que cubría
frente, nariz y boca.
Al atardecer nos apuntamos a hacer una salida por las dunas en todoterreno. El conductor llevaba la túnica blanca
tradicional de los hombres omanís y turbante. El inicio fue una descarga de adrenalina: el conductor aceleró, subió una duna y la bajó por la parte lateral con el vehículo totalmente inclinado. Luego caminamos por la arena, que era muy fina y suave, sintiendo su frescor. Las dunas tenían un tono anaranjado. Trepamos hasta las crestas. Dibujamos letras en la arena, jugamos e hicimos todas las fotos posibles. Daba gusto caminar por la suave arena, y las bajadas corriendo eran divertidas. Desde la cresta contemplamos la puesta de sol y las dunas se tiñeron con un tono rojizo. Nos quedamos allí hasta que oscureció y la luna llena bañó el desierto con una luz especial.
© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego