Japón deja huella, a donde quiera que vayas. En Nikko dimos un paseo a través del
bosque hasta el abismo de Gamman-Ga-Fuchi,
junto a un río de cauce rocoso. Encontramos una avenida con unas cien estatuas Jizō, el protector de los viajeros y los niños. Estaban sentadas y tenían
una gorra de lana roja y al cuello una especie de babero, para que estuvieran
abrigadas. Una hilera de estatuas alineadas cubiertas por el musgo verde,
vigilando nuestros pasos viajeros.
En aquel momento ignorábamos que el volcán islandés Eyjafjallajökull entraba en erupción y provocaba una nube de cenizas que cerraría el espacio
aéreo de Europa. Fuimos dos de los miles de afectados; se canceló nuestro vuelo
y quedamos atrapados en Tokio. Pero tal vez los Jizō retornaron las cosas a la
normalidad.
En la entrada de los templos sintoístas los fieles anudan papeles blancos en los que
escriben oraciones o deseos. Yo también anudé mi papel. Mientras lo hacía pensé
que la relación entre viajeros y niños era la curiosidad y la capacidad de
asombro, y que ambos necesitaban protección. Para viajar hay que seguir siendo
un poco niño. Espero no perder nunca esa capacidad de sorprenderme ante el
mundo, como la que me provocó Japón. Ese fue uno de mis deseos.
© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego