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domingo, 31 de agosto de 2014

LAS KORAS TIBETANAS

 
 

Andar tres pasos, arrodillarse, tumbarse y extender los brazos hasta tocar el suelo. Rezar. Levantarse. Andar tres pasos…y repetir todo el proceso durante horas, días, semanas o meses. Extenuador. Eso hacen los peregrinos tibetanos desde hace siglos. Piden por su familia, por su salud, por su país.

El circuito circular de peregrinación alrededor de un lugar sagrado recibe el nombre de kora. La kora purifica el karma. En la ciudad de Lhasa hay una kora alrededor del Palacio del Potala, y otra alrededor del templo de Johkang, el circuito Barkhor. En este último, los peregrinos se esforzaban en encontrar su espacio entre las piernas de la multitud que callejeaba.

 




Para amortiguar el roce continuo algunos usan una especie de petos o delantales de cuero grueso y manoplas. Unos van descalzos, a pesar del frío; otros usan colchonetas. El estado de desgaste de las colchonetas puede indicar la duración del peregrinaje. Muchos venían de lugares lejanos y sólo llevaban un pequeño morral con lo mínimo imprescindible para su viaje. Otra de las koras es alrededor de la montaña sagrada del Kailash, la más larga (de 52km) y la más dura de todas, pero que ofrecía a los fieles unas vistas espectaculares.

Me impresionó esa fe y la capacidad de sacrificio de esas gentes. Admiro esa fuerza que les mueve, hacia delante, hacia un futuro que desean sea mejor…





© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego



jueves, 28 de mayo de 2009

EL MONTE SINAÍ Y EL MONASTERIO DE SANTA CATALINA

 

En la Península del Sinaí fuimos a visitar el Monasterio de Santa Catalina. El paisaje era montañoso y muy árido, en algunos momentos parecía lunar. El Monasterio de Santa Catalina era una fortaleza amurallada, construida alrededor de la capilla original y tenía una basílica, además del monasterio. Las murallas eran altas, impresionantes. Había sido declarado Patrimonio de la Humanidad. 

El monasterio era un lugar sagrado y de peregrinación. Tenía una hospedería y estaba considerado una de las comunidades monásticas de actividad ininterrumpida más antiguas del mundo. Gran parte del recinto estaba cerrado al público. 


Entramos a través de una puerta no muy grande y visitamos la Iglesia de la Transfiguración del s. VI. Allí estaban enterrados los restos de Santa Catalina. Era una iglesia ortodoxa llena de iconos, había una exposición de ellos en el recinto, y lámparas colgantes. Vimos a algún monje ortodoxo, de largas barbas y túnica negra. Hablé con uno de ellos y me dijo que la comunidad la formaban 30 monjes y que él vivía allí hacía más de quince años. Tenía ganas de conversar y nos preguntó sobre nuestras vidas. 

Junto a la Iglesia estaba la zarza ardiente de Moisés, que crecía verde sobre un muro. Todos los peregrinos se hacían una foto tocando las ramas bajas de la zarza, que estaban más secas a fuerza de tocarlas.

El camino era de tierra y gravilla, ascendente y con escalones en el tramo final. Fuimos viendo el monasterio desde diferentes ángulos. Habíamos leído que el monte era muy ventoso, pero aquel día soplaba en rachas y se agradecía con el calor. Llegamos al lugar donde el profeta Elías oyó la voz de Dios, donde crecía un ciprés de más de 500 años de antigüedad, la única nota verde en aquel entorno árido. 

Poco antes de la cima paramos en un cobertizo con jarapas que vendía bebidas y snacks. Descansamos un rato, refrescó y hasta dormimos una breve siesta tapados con unas mantas que olían a camello.



A la una emprendimos el ascenso del Monte Sinaí. Había dos vías de ascensión: la Ruta de los Camellos y la Ruta del Arrepentimiento. La Ruta del Arrepentimiento tenía 3750 escalones, la abrió un monje como forma de penitencia. Como no teníamos interés en ser penitentes, escogimos caminar por la Ruta de los Camellos. También había la posibilidad de subir en camellos, que vimos por allí, con sus coloridas sillas.


En la cima había una iglesia cerrada y muy poca gente, apenas diez personas. Los que accedían de noche para ver la salida del sol dormían allí, muertos de frío sobre las rocas. Leímos que se agrupaban cientos de personas. El paisaje era de montañas rocosas. Nosotros contemplamos la puesta de sol en el Monte Sinaí, tranquilamente, envueltos en silencio. El disco solar se ocultó tras las áridas y bíblicas montañas, y estas perdieron su tonalidad dorada y se oscurecieron. 

La bajada en teoría era más fácil, pero se hizo eterna porque oscureció pronto. Llevábamos linterna, pero el terreno era irregular con muchas piedras, bajábamos deprisa y teníamos que fijarnos donde poníamos los pies. Era fácil derrapar con la gravilla. Tardamos una hora y media en bajar. Y llegamos al hotel con ganas de una ducha que nos quitara el polvo bíblico.