Una mañana de octubre,
desde Shegar, emprendimos la ruta hacia
el Monte Everest. El asfalto duró
poco y seguimos por una pista de tierra y grava, llena de curvas, botando y
vibrando durante tres horas. El día estaba luminoso, como todos hasta el
momento, con un cielo azul limpio. Las montañas parecían esculpidas y
predominaban los tonos ocres y marrones.
En el Paso Nyalam Tong-la contemplamos el
perfil de la cadena montañosa del Himalaya
con cinco ochomiles: empezando por
la izquierda el Monte Makalu,
seguido del Monte Lotse, en el
centro el Monte Everest (llamado Qomolangma en tibetano) y a la
derecha el Monte Cho Oyu y el Monte Xixiabangma.
El cielo azul no tenía
ni una nube y el Monte Everest, con sus
8844m., destacaba entre los otros, con su blancura satinada. Por el camino
habíamos visto otras montañas con nieve brillante derritiéndose al sol. La del
Everest parecía más compacta.
Llegamos al Campamento Base a los pies del Everest.
Vimos unas tiendas de aspecto militar por fuera, dispuestas en forma de “u”. En
el interior resultaban cálidas, con una estufa de latón central y adornadas con
sofás con cojines y telas coloridas en las paredes. Eran restaurantes y hoteles
para pasar la noche. Algunas tenían nombres graciosos como el “Hotel de California”.
Ni rastro de tiendas de
campaña de grupos de escaladores. Supusimos
que estarían más alejados. Preguntamos y nos dijeron que desde Nepal habría
algunos porque el acceso era más fácil y también era más dificultoso obtener el
permiso de los chinos. No había duda de que aquel era el Campamento Base porque
había una tienda que era la Post-Office
china, la oficina de correos a mayor altitud del mundo, tal como describía
la guía.
Un autobús lanzadera
nos llevó a la parte más alta alejada del campamento, y a partir de ahí
caminamos lo que nos apeteció. Encontramos un riachuelo con hielo escarchado
frente al monte. Recogimos piedras curiosas veteadas con colores verdosos. Me
senté junto al riachuelo y frente al Everest, e intenté hacer un esbozo de
dibujo, pero me resultaba muy difícil reflejar las sombras de los picos nevados
y las grietas de las laderas. El blanco de la nieve era deslumbrante.
En el Campo Base entramos
en una de las acogedoras tiendas mientras soplaba el viento agitando las lonas.
Comimos carne de yak con patatas, pancake y té tibetano con mantequilla. De
regreso nos esperaba la visita al Monasterio
de Rongbuk, el que estaba situado a mayor altitud del mundo. Y tenía la
particularidad de ser el único en el que convivían monjes y monjas. Pero lo que
recordaríamos para siempre sería haber estado a los pies del gigantesco y mítico Monte Everest, el
verdadero techo del mundo.
©
Copyright 2010 Nuria Millet Gallego
El monte Everest es la cumbre máxima, la montaña más alta de la cordillera de los Himalayas. Desafío importante para escaladores y montañeros del mundo entero. Unos europeos que se asombran de ver pasar por senderos y caminos de montaña a los monjes tibetanos, a sus auxiliares, a los bonpos, a los ermitaños, a los habitantes del lugar. Hay que tener en cuenta que el Everest y los Himalayas no son solo para los montañeros. En las veredas montañosas también hay vida. No sólo en los valles. En este país la religión del budismo tántrico tibetana halla su refugio, junto a las tradiciones chamánicas Bon.
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