La isla estaba
conectada con el continente por un puente
de 3,8km. de largo, construido en 1967. Al aproximarnos a bordo de nuestra
furgoneta colectiva, que llamaban “chapa”, distinguimos casitas bajas blancas y
de tonos ocres entre palmeras. La isla estaba considerada Patrimonio de la
Humanidad desde 1991. Tenía 3km. de longitud y 500m. de anchura.
En las calles de la Ciudad de Piedra todos nos saludaban
con un hola, “Olá”, “Bom dia” o “Boa
tarde”, y se prestaban gustosamente a conversar con un portugués de acento
musical. Había enormes árboles de troncos gruesos, eran higueras de indias o sicomoros.
Proporcionaban una sombra fresca que se agradecía con el calor reinante. Bajo
las grandes copas siempre había un grupo de mozambiqueños descansando a la
fresca.
Visitamos el Mercado
Municipal, las iglesias y el Hospital. Cruzamos la isla paseando por diferentes
callejuelas. Las casas tenían pinturas ocres y anaranjadas, descoloridas por el
sol y desconchadas, pero eso le añadía encanto a la Ciudad de Piedra. Pasamos
por arcos y pórticos y llegamos a la
Fortaleza de Sao Sebastiao. Nos
bañamos a sus pies en las pequeñas calas que formaban las rocas.
La isla era
paradisíaca. Pero no hay paraísos completos: el índice de HIV entre la población era muy alto. Me comentaron que había mucha
promiscuidad y que a pesar del esfuerzo de los profesionales sanitarios y de la
información sobre el uso de preservativo, un joven me dijo que “el plátano no se come con cáscara”,
literalmente. Deseo que las nuevas generaciones de mozambiqueños cambien esa
mentalidad y apuesten por la vida, por su salud y por su bello país.
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