Una mañana luminosa alquilamos
bicicletas para recorrer la isla Bolshoy
Solovetsky. Pasamos junto a unos monjes que contemplaban a los patos
nadando en el Mar Blanco. Seguimos el camino pedregoso hacia el Jardín Botánico, a 3,5km. El jardín era
un gran recinto boscoso con flores entre las que revoloteaban abejorros. En los
años en que las islas eran un Gulag,
los convictos, la mayoría presos políticos, se ocupaban del jardín. Intelectuales
con ropas raídas y escasas para el intenso frío, con comida insuficiente, con
la moral minada y con las fuerzas menguadas, trabajaron años infinitos en
aquellos terrenos. Ahora lo cuidaban los monjes.
En un extremo había un
pequeño embarcadero con un lago rodeado
de bosques. Las aguas estaban inmóviles, con nenúfares flotantes, y los árboles se reflejaban en la superficie.
Se respiraba la paz y la tranquilidad.
La isla era conocida
también por sus laberintos líticos,
remolinos concéntricos de piedras cubiertos de matorrales, y túmulos funerarios de más de 4000 años
de antigüedad. Junto a la bahía vimos uno de esos laberintos que recorrimos
hasta su salida.
Es curioso el
simbolismo atribuido a las piedras en muchos lugares del mundo, como el Tibet.
Los peregrinos de diferentes países tradicionalmente han apilado piedras en los
caminos, formando túmulos de connotaciones sagradas. Los rusos consideraban Solovky la puerta de entrada al mundo espiritual.
Recogí algunas piedras como recuerdo y estuvimos un buen rato descansando al
sol entre hierbas y rocas, y envueltos en el silencio.
Al regresar en barco a
Rabocheostovk la atmósfera seguía limpia y el cielo de un azul nítido hasta
pasadas las once de la noche, cuando anochecía. Y en el cálido refugio del
hotel pensé que para algunos presos las
islas Solovestsky habían sido un laberinto sin salida. Deseo que estas
líneas sean un homenaje y recuerdo al dolor de todos ellos.
© Copyright 2011
Nuria Millet Gallego
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