martes, 2 de diciembre de 2014
UNA NOCHE EN RÍO SAN JUAN
lunes, 4 de octubre de 2010
LA CHINA TRADICIONAL, FENGHUANG
miércoles, 8 de octubre de 2008
LA SELVA AMAZÓNICA DE ECUADOR
jueves, 10 de octubre de 2002
NAVEGANDO EL AMAZONAS
Recorrimos el mítico Amazonas en dos tramos. El primero desde Manaos a Santarem (un trayecto de 34h) y el segundo de Santarem a Belem (un trayecto de 48h). En el Porto Flotante de Manaos compramos los boletos de barco a Santarem. El Porto Flotante había sido construido para solucionar los problemas de las crecidas del río Amazonas, que producía desniveles de hasta 14 metros. Era un muelle o plataforma flotante con muchos barcos de dos o tres pisos alrededor.
Nuestro barco, pintado de azul y blanco, se llamaba “El Viageiro IV”, de Manaos a Santarem. El camarote estaba en la cubierta superior y era de dimensiones mínimas. Puesta en pie en el centro no podía ni extender los dos brazos a lo ancho, y no tenía ninguna ventana ni obertura, solo un ventilador. La cubierta estaba repleta de hamacas multicolores entrecruzadas, colgadas de los ganchos del techo. Decidimos que era mejor quedarse en las hamacas del exterior, más fresquito.
Partimos puntualmente a las cuatro de la tarde. El río Amazonas parecía un mar, tan alejadas que estaban sus orillas. Navegábamos por el centro y veíamos dos franjas estrechas de bosque selvático, talado a tramos, y algún palafito aislado. Al atardecer vimos la puesta de sol.
Pasamos las horas
contemplando el paisaje de las orillas, con verde vegetación. También charlamos
con los otros pasajeros, escribimos, leímos y dormitamos en las hamacas
mientras nos deslizábamos. Junto a nosotros viajaba una familia brasileña. La madre
dormía en la hamaca con sus hijos. Estuvimos jugando con ellos. Éramos los
únicos guiris en el barco y despertamos curiosidad. Las comidas a bordo se
hacían por turnos, primero las mujeres y los niños, y luego los hombres, en
una mesa grande para doce personas. Eran platos únicos tipo rancho: feijoadas
(los guisos de fríjoles con carne), spaguettis y arroz.
El río era tan ancho que cuando soplaba viento se formaban olas grandes como en el mar, y el barco cabeceaba arriba y abajo, cabalgando las olas. A veces se estrechaba el río y navegamos por canales jalonados por palafitos. En las casas había ropa de colores tendida, y gente asomada a las ventanas o sentados en el porche. Por la noche pusieron música y bailamos en la proa a la luz de la luna, con otros pasajeros.
Tras 34 horas de
trayecto llegamos a Santarem. Vimos su Catedral con dos torres
laterales, pintada de azul claro, y la zona del mercado. Eran calles de trazado
regular, con construcciones bajas, de dos pisos. Había varias plazas con
mangos grandes, que ofrecían una rica sombra, y un agradable paseo paralelo
al río. Cenamos en una terraza de la Plaza del Pescador, róbalo con salsa de
camarones y arroz, rico, rico. Con el estómago feliz paseamos por el Paseo
Fluvial, lleno de gente, familias y grupos de chicas y chicos con ropas
modernas. Nos gustó el ambientillo nocturno de Santarem.
Desde Santarem fuimos hasta el pueblo Alter do Chao a 33km. El pueblo era muy agradable, con ambiente hippy, casitas bajas, plazas y tiendas de artesanía. Tenía una de las mejores playas fluviales del Amazonas, con fina arena blanca y dorada. El lugar era realmente bonito. Una lengua de arena blanca con arbustos verdes. A un lado de la franja de arena estaban las aguas del río Tapajós, y al otro el que llamaban lago Verde. Resultaba curioso encontrar una playa allí, en pleno Amazonas. Hasta el ambiente era playero.
Cogimos una barca a remo, por medio
real, para recorrer los cocos metros hasta la franja de arena más blanca. Había
varios chiringuitos y las mesas y las sillas estaban colocados en la orilla del
mar. Nos bebimos unos cocos helados con los pies en el agua. Nos bañamos en
ambos lados de la franja de arena. El agua estaba muy tranquila, y solo de vez
en cuando el viento rizaba la superficie formando pequeñas olas. No dejaba de
sorprendernos aquel mar amazónico.
Al día siguiente cogimos otro barco, el Sao Sebastiao, de Santarem a Belem. Esta vez nos instalamos directamente en hamacas, que habíamos comprado. El barco era más grande que el primero, con cuatro cubiertas en total, dos para hamacas, una con grandes mesas para el comedor y la cuarta con botes salvavidas. Tenía capacidad para unas cuatrocientas personas.
El trayecto discurría lentamente. Empezamos a familiarizarnos con los pasajeros, y nos saludamos y sonreímos cuando se encuentran nuestras miradas o nos cruzamos en las escalerillas cambiando de cubierta. La gente hacía colada y la tendía del techo del barco, con el aire se secaba rápido. La vida era cíclica a bordo, una campana anunciaba los turnos del comedor. Con el calor húmedo permanecíamos bastante aletargados, meciéndonos en la hamaca. Los soplos de brisa nos sacaban un rato de la inercia de la travesía. Las duchas tenían cola. Las mujeres se lavan el pelo y lo envuelven en toallas. El aire se llenas de olor a gel y jabones.
Hicimos alguna parada en pueblos diminutos perdidos en la selva amazónica, para dejar o recoger algún pasajero o mercancía. Al acercarnos empezaban a aparecer canoas a remo, con niños saludando. En el muelle vendían bananas y bolsas de gambas fritas por un real.
La ciudad de Belem apareció en la desembocadura del río, con su frontal de modernos rascacielos. Después de dos días de travesía sin ver más que orillas de jungla y algún palafito aislado como única huella humana, resultaba bastante chocante. La gente descolgó las hamacas, y al despedirse intercambiaron teléfonos y direcciones. A nosotros nos desearon buen viaje. Nuestro viaje continuaba en Belem, por la Isla Marajó y la costa Atlántica de Brasil.
jueves, 1 de noviembre de 2001
EL LAGO CAMBOYANO TONLE SAP
El trayecto fluvial de Siem Reap a Battambang fue espectacular. En el puerto había varias barcazas cubiertas que servían de tienda flotante, y ofrecían pescado y variedades de frutas: plátanos, piñas, papayas y mangos. A las siete de la mañana subimos por una pasarela de madera y embarcamos en el speed-boat.
Nos instalamos en el techo del barco para ver mejor el paisaje. Primero atravesamos el inmenso lago Tonle Sap, con 160km de longitud y 20km de anchura. En muchos tramos no se veía la otra orilla, o sólo se distinguía una fina franja de vegetación verde.
Durante mucho rato solo vimos agua y verde. Luego fuimos encontrando en las orillas palafitos, las casas de madera construidas sobre pilotes. En la parte exterior de algunas casas se veían grandes tinajas de barro, para almacenar el agua de lluvia.
Desde las puertas o las ventanas niños y adultos nos sonreían y saludaban con la mano. Grupos de niños se lanzaban al río desde las ramas para bañarse entre risas. Pasamos junto a pescadores que marcaban el perímetro de sus redes con botellas de plástico flotantes, para que las barcas las rodearan sin enredarse en ellas.
Las casas, a
veces, estaban construidas en estrechas lenguas de tierra, rodeadas de agua por
todas partes. En ese mínimo terreno vimos algunas vacas blancas comiendo lo que
encontraban. Mucha gente vivía en las barcazas cubiertas con un toldo
abovedado. Allí vimos como cocinaban, lavaban y tendían la ropa. Tenían
esteras para dormir. Eso era vivir en el agua. Lo peor debía ser la lluvia, el
repiqueteo y la humedad constante, y la amenaza de crecidas e inundaciones. Un
hogar frágil y precario. Madera y barro, agua y lluvia. Todo en un marco de
naturaleza verde y frondosa.