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martes, 2 de diciembre de 2014

UNA NOCHE EN RÍO SAN JUAN


 


Partimos desde el muelle de El Castillo, contemplando los palafitos. Armados con una potente linterna recorrimos un tramo del río San Juan, ya en plena oscuridad. De vez en cuando el barquero disminuía la velocidad o paraba, y enfocaba las orillas con el haz de luz, buscando entre la maleza. Sólo veíamos un muro vegetal verde, y escuchábamos el silencio de la jungla, sin atrevernos a interrumpirlo.
 
De repente, el barquero metió la mano en el agua, se oyó un chapoteo, y apareció un pequeño caimán. Medía unos dos palmos. Debía tener un año; los caimanes podían vivir más de cincuenta años. Vimos sus diminutos y afilados dientes, y tocamos sus duras escamas. El ojo verde, con pupila alargada, tenía una membrana doble; era como una persiana que le protegía del exterior. Quisimos observarlo de cerca y tocar su piel fría y resbaladiza, y después de unos minutos lo devolvimos al agua.
Animados seguimos el recorrido nocturno. El siguiente hallazgo fue una tortuga de unos veinte centímetros. La subimos a la barca y estuvimos observando como sacaba su largo cuello del caparazón, sus patas y sus afiladas uñas. La parte inferior era como un cartílago duro amarillento. La devolvimos al agua y desapareció en segundos.






El último encuentro fue con un Basilisco de color verde intenso. Era una especie de camaleón con cresta y larga cola, un dragón en miniatura. El basilisco era el único lagarto que podía caminar sobre el agua. Parecía un animal prehistórico. Su color verde era muy brillante, con pequeñas manchas de otros tonos verdosos. Tal vez en venganza por haberle interrumpido su rutina, mordió la mano del barquero, un aviso para los visitantes curiosos. Lo dejamos sobre un tronco de árbol próximo a la orilla.

 
En la oscuridad de la noche brillaba el firmamento y se distinguían con nitidez las constelaciones. Orión entre ellas. Y en las aguas del río San Juan la vida animal seguía su curso, y se reflejaban todas las estrellas.
 
© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego

lunes, 4 de octubre de 2010

LA CHINA TRADICIONAL, FENGHUANG




 
Desayunamos en el balcón de nuestra pequeña habitación de madera, frente al río. Un pescador solitario, con un sombrero cónico, lanzaba sus redes. Estábamos en el sur de China, en Fenghuang: una ciudad amurallada en las orillas del río Tuo, y el asentamiento de las minorías étnicas Miao y Tujia. Había sido declarada Patrimonio de la Humanidad en el 2009, y los patrimonios no suelen defraudarme. Las guías escritas le atribuían un misterioso encanto, con casas y comercios tradicionales, y templos ancestrales.


 
 
La ciudad era muy turística, con mayoría de turismo local chino; prácticamente éramos los únicos turistas occidentales. Nos sobró la música nocturna de los bares. Pero nos atrapó. Conservaba las viejas casas de tejadillos oscuros con musgo. Algunas eran palafitos sobre el río, con largos pilotes oscurecidos por la humedad. Muchas tenían los balcones de madera restaurados. Conservaba dos puentes de piedra con arcos, y otros de pilares para cruzar saltando el río.
El agua era de un color verde intenso, y se veían barcas de remo deslizándose lentamente. Por la calle nos cruzábamos con ancianas con unos gorros altos que parecían cestas envueltas en turbantes azules. Vendían guirnaldas de flores para las turistas chinas y artesanía textil. Iban vestidas con chaquetilla y pantalones anchos azules, con una cenefa de flores. El alto gorro estilizaba sus figuras.





Los comercios ofrecían setas, kiwis confitados, frutos secos con especies picantes, pinchos de cangrejo, de calamar, de salchichas, de carne, piruletas de gambas diminutas tofu frito con especies…Comimos en un puesto callejero ante el río: pinchos de calamar, patatas y buñuelos con nueces.

Vimos templos antiguos y una Pagoda de siete niveles junto al río. Cenamos en una cálida y vieja taberna, cerca de la pagoda. Unos gatos maulladores nos hicieron compañía. Había demasiados comercios, pero gracias a sus casas antiguas no costaba imaginar la vida de la ciudad en otros tiempos.

 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

miércoles, 8 de octubre de 2008

LA SELVA AMAZÓNICA DE ECUADOR



Tena, en Ecuador, fue una de las primeras ciudades que se fundaron en la jungla. Desde allí hicimos una excursión de varios días a la selva amazónica, remontando el río Napo, hacia Misahuallí. El Napo es uno de los muchos que alimentan las aguas del gran río Amazonas, tras atravesar Perú y llegar a Brasil. Ramiro, un ecuatoriano jóven, fue nuestro guía. Estuvimos alojados en una comunidad de indígenas quechúa, en una cabaña palafito. Al atardecer y por las noches empezaba el gran concierto del sonido de las aves y los insectos.



Las caminatas por la jungla fueron una experiencia a recordar. Ramiro nos explicó sobre los tipos de árboles y las plantas medicinales. Encontramos hormigas cortadoras de hojas, transportando grandes pedazos verdes. Muchas hojas de plantas estaban carcomidas por los insectos. Una gran hormiga Conga, de casi dos centímetros. pasó junto a nuestro pie y la evitamos; su picadura es dolorosa y puede producir fiebre. También probamos las diminutas hormigas limón, que tienen un sabor parecido. Vimos termiteros, bambúes gigantes, árboles de caucho, y nos bañamos en cascadas totalmente aisladas.
 
 



Con el machete, Ramiro hirió la corteza de un árbol del caucho, y al momento empezó a gotear la leche blanca y pegajosa que él recogió con una hoja. El árbol tenía antiguas cicatrices. A principios de siglo XX había mucho comercio de caucho; luego los precios bajaron. Los hombres tenían que recoger la leche blanca caminando durante horas de un árbol a otro, y los árboles estaban dispersos, por lo que el trabajo con la humedad y el calor, era agotador. En Brasil también habíamos visto plantaciones de árboles de caucho, en las que habían trabajado en régimen de esclavitud o semiesclavitud.



Un árbol curioso era el que llamaban Pene del Diablo. Una parte de sus raices tenía esa forma, y decían que las muchachas jóvenes no debían mirarlo, a riesgo de quedar embarazadas. Encontramos un termitero colgado en una rama. Ramiro desgajó un trozo y se lo frotó en los brazos, con las termitas incluidas. Olía a tierra, y decían que aquel olor peculiar resultaba ser un buen repelente para los mosquitos.

Recordaremos las caminatas por la jungla, los baños en la cascada y en el río, y sobre todo, a nuestro amigo Ramiro, que compartió con nosotros la belleza del lugar donde nació.

 
 
© Copyright 2008 Nuria Millet Gallego

jueves, 10 de octubre de 2002

NAVEGANDO EL AMAZONAS


Recorrimos el mítico Amazonas en dos tramos. El primero desde Manaos a Santarem (un trayecto de 34h) y el segundo de Santarem a Belem (un trayecto de 48h). En el Porto Flotante de Manaos compramos los boletos de barco a Santarem. El Porto Flotante había sido construido para solucionar los problemas de las crecidas del río Amazonas, que producía desniveles de hasta 14 metros. Era un muelle o plataforma flotante con muchos barcos de dos o tres pisos alrededor. 

Nuestro barco, pintado de azul y blanco, se llamaba “El Viageiro IV”, de Manaos a Santarem. El camarote estaba en la cubierta superior y era de dimensiones mínimas. Puesta en pie en el centro no podía ni extender los dos brazos a lo ancho, y no tenía ninguna ventana ni obertura, solo un ventilador. La cubierta estaba repleta de hamacas multicolores entrecruzadas, colgadas de los ganchos del techo. Decidimos que era mejor quedarse en las hamacas del exterior, más fresquito.



Partimos puntualmente a las cuatro de la tarde. El río Amazonas parecía un mar, tan alejadas que estaban sus orillas. Navegábamos por el centro y veíamos dos franjas estrechas de bosque selvático, talado a tramos, y algún palafito aislado. Al atardecer vimos la puesta de sol. 

Pasamos las horas contemplando el paisaje de las orillas, con verde vegetación. También charlamos con los otros pasajeros, escribimos, leímos y dormitamos en las hamacas mientras nos deslizábamos. Junto a nosotros viajaba una familia brasileña. La madre dormía en la hamaca con sus hijos. Estuvimos jugando con ellos. Éramos los únicos guiris en el barco y despertamos curiosidad. Las comidas a bordo se hacían por turnos, primero las mujeres y los niños, y luego los hombres, en una mesa grande para doce personas. Eran platos únicos tipo rancho: feijoadas (los guisos de fríjoles con carne), spaguettis y arroz.




El río era tan ancho que cuando soplaba viento se formaban olas grandes como en el mar, y el barco cabeceaba arriba y abajo, cabalgando las olas. A veces se estrechaba el río y navegamos por canales jalonados por palafitos. En las casas había ropa de colores tendida, y gente asomada a las ventanas o sentados en el porche. Por la noche pusieron música y bailamos en la proa a la luz de la luna, con otros pasajeros. 




Tras 34 horas de trayecto llegamos a Santarem. Vimos su Catedral con dos torres laterales, pintada de azul claro, y la zona del mercado. Eran calles de trazado regular, con construcciones bajas, de dos pisos. Había varias plazas con mangos grandes, que ofrecían una rica sombra, y un agradable paseo paralelo al río. Cenamos en una terraza de la Plaza del Pescador, róbalo con salsa de camarones y arroz, rico, rico. Con el estómago feliz paseamos por el Paseo Fluvial, lleno de gente, familias y grupos de chicas y chicos con ropas modernas. Nos gustó el ambientillo nocturno de Santarem.

Desde Santarem fuimos hasta el pueblo Alter do Chao a 33km. El pueblo era muy agradable, con ambiente hippy, casitas bajas, plazas y tiendas de artesanía. Tenía una de las mejores playas fluviales del Amazonas, con fina arena blanca y dorada. El lugar era realmente bonito. Una lengua de arena blanca con arbustos verdes. A un lado de la franja de arena estaban las aguas del río Tapajós, y al otro el que llamaban lago Verde. Resultaba curioso encontrar una playa allí, en pleno Amazonas. Hasta el ambiente era playero. 

Cogimos una barca a remo, por medio real, para recorrer los cocos metros hasta la franja de arena más blanca. Había varios chiringuitos y las mesas y las sillas estaban colocados en la orilla del mar. Nos bebimos unos cocos helados con los pies en el agua. Nos bañamos en ambos lados de la franja de arena. El agua estaba muy tranquila, y solo de vez en cuando el viento rizaba la superficie formando pequeñas olas. No dejaba de sorprendernos aquel mar amazónico.

Al día siguiente cogimos otro barco, el Sao Sebastiao, de Santarem a Belem. Esta vez nos instalamos directamente en hamacas, que habíamos comprado. El barco era más grande que el primero, con cuatro cubiertas en total, dos para hamacas, una con grandes mesas para el comedor y la cuarta con botes salvavidas. Tenía capacidad para unas cuatrocientas personas. 

El trayecto discurría lentamente. Empezamos a familiarizarnos con los pasajeros, y nos saludamos y sonreímos cuando se encuentran nuestras miradas o nos cruzamos en las escalerillas cambiando de cubierta. La gente hacía colada y la tendía del techo del barco, con el aire se secaba rápido. La vida era cíclica a bordo, una campana anunciaba los turnos del comedor. Con el calor húmedo permanecíamos bastante aletargados, meciéndonos en la hamaca. Los soplos de brisa nos sacaban un rato de la inercia de la travesía. Las duchas tenían cola. Las mujeres se lavan el pelo y lo envuelven en toallas. El aire se llenas de olor a gel y jabones. 

Hicimos alguna parada en pueblos diminutos perdidos en la selva amazónica, para dejar o recoger algún pasajero o mercancía. Al acercarnos empezaban a aparecer canoas a remo, con niños saludando. En el muelle vendían bananas y bolsas de gambas fritas por un real. 




La ciudad de Belem apareció en la desembocadura del río, con su frontal de modernos rascacielos. Después de dos días de travesía sin ver más que orillas de jungla y algún palafito aislado como única huella humana, resultaba bastante chocante. La gente descolgó las hamacas, y al despedirse intercambiaron teléfonos y direcciones. A nosotros nos desearon buen viaje. Nuestro viaje continuaba en Belem, por la Isla Marajó y la costa Atlántica de Brasil.


jueves, 1 de noviembre de 2001

EL LAGO CAMBOYANO TONLE SAP

 

El trayecto fluvial de Siem Reap a Battambang fue espectacular. En el puerto había varias barcazas cubiertas que servían de tienda flotante, y ofrecían pescado y variedades de frutas: plátanos, piñas, papayas y mangos. A las siete de la mañana subimos por una pasarela de madera y embarcamos en el speed-boat. 

Nos instalamos en el techo del barco para ver mejor el paisaje. Primero atravesamos el inmenso lago Tonle Sap, con 160km de longitud y 20km de anchura. En muchos tramos no se veía la otra orilla, o sólo se distinguía una fina franja de vegetación verde.


Navegamos por las aguas color café con leche del río Sangker, que arrastraba islotes de jacintos de agua y otras plantas verdes. Había muchos árboles medio cubiertos por las crecidas y repletos de densa hojarasca. Al estrecharse el río aparecieron más árboles y palmeras. En el lago había algo de oleaje, pero al adentrarnos en el río Sangker el agua estaba lisa e inmóvil como un espejo. Solo cuando pasaba otra embarcación cerca, la superficie se ondulaba y el barquero disminuía la velocidad. Pasamos por estrechos canales con manglares y zonas pantanosas. 

Durante mucho rato solo vimos agua y verde. Luego fuimos encontrando en las orillas palafitos, las casas de madera construidas sobre pilotes. En la parte exterior de algunas casas se veían grandes tinajas de barro, para almacenar el agua de lluvia. 

Desde las puertas o las ventanas niños y adultos nos sonreían y saludaban con la mano. Grupos de niños se lanzaban al río desde las ramas para bañarse entre risas. Pasamos junto a pescadores que marcaban el perímetro de sus redes con botellas de plástico flotantes, para que las barcas las rodearan sin enredarse en ellas. 


Las casas, a veces, estaban construidas en estrechas lenguas de tierra, rodeadas de agua por todas partes. En ese mínimo terreno vimos algunas vacas blancas comiendo lo que encontraban. Mucha gente vivía en las barcazas cubiertas con un toldo abovedado. Allí vimos como cocinaban, lavaban y tendían la ropa. Tenían esteras para dormir. Eso era vivir en el agua. Lo peor debía ser la lluvia, el repiqueteo y la humedad constante, y la amenaza de crecidas e inundaciones. Un hogar frágil y precario. Madera y barro, agua y lluvia. Todo en un marco de naturaleza verde y frondosa.






Viaje y fotos realizadas en 2001