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martes, 1 de octubre de 2002

RÍO DE JANEIRO

 

El tren cremallera nos subió al Corcovado en media hora. Nos subimos en el lado derecho y contemplamos el paisaje de la jungla, que pertenecía al Parque Nacional Tijuca. Ascendía lentamente, con una inclinación de 45º. Entre la vegetación podían verse los tejadillos de alguna antigua mansión colonial, situada en la ladera. A tramos el paisaje se abría y el tren bordeaba un precipicio. 

Cuando de repente apareció la vista de la Bahía de Guanabara, todos los tripulantes expresamos nuestra admiración. El mar estaba salpicado de pequeños islotes verdes y la franja costera repleta de rascacielos de distintas alturas. El día estaba nublado y no lucía en todo su esplendor. La mole del Cristo Redentor parecía mostrarnos sus dominios con los brazos extendidos. Era una estatua grisácea, de dimensiones considerables: 38m de altura y casi 20m de brazo a brazo. En su interior tenía una pequeña Capilla de la Virgen de los Desaparecidos. 

La vista desde el Corcovado era increíble. La vegetación cubría como un manto todos los picos y colinas, redondeándolos, alfombrándolos de verde. Se distinguían las favelas, derramándose por la ladera, como un río de lava. Junto a ellas los grandes edificios, muchos con piscina en las azoteas, cuadrados de azul turquesa que salpicaban la ciudad. Y en el mar barcos diminutos surcaban la superficie plateada. 



Recorrimos el Centro Histórico desde la Plaza Floriano, en el barrio Cinelandia. La Biblioteca Nacional era un edificio neoclásico con altas columnas, pintado de amarillo. Al lado estaba el Teatro Municipal, con cúpulas de bronce verdoso, y el Museo de Bellas Artes. Vimos otra biblioteca portuguesa fantástica. Nos llamó la atención el edificio, una especie de palacete con ventanas alargadas de arcos medievales. En el interior una gran sala de tres pisos de altura, revestida de libros antiguos. Todo el mobiliario, mesas, sillas, vitrinas, atriles, era de madera oscura, pulida por el tiempo. Nos transportó a los inicios del siglo pasado. 




En otra plaza encontramos el imponente Convento de San Antonio, sobre una colina amurallada. La entrada no era muy visible; en una esquina una pequeña puerta conducía hasta dos “elevadores”, con ascensoristas sentados. Ellos nos subieron hasta el convento. Una curiosidad. La capilla tenía un gran retablo dorado y las paredes estaban revestidas de azulejos portugueses. Varios brasileños rezaban en silencio. 

Cerca estaba la moderna Catedral Metropolitana de Sao Sebastián. Tenía forma piramidal y el exterior nos pareció muy gris, al estar hecho de bloques de cemento. Por dentro la mejoraban las vidrieras de colores, que le proporcionaban una cálida luz. Próximo a la Catedral había un antiguo Acueducto de Lapa, una miniatura del de Segovia, con arcos blancos manchados por las lluvias. 

Seguimos por la Rua do Carioca, donde había varios comercios antiguos. El primero que vimos fue una tienda de comestibles, con las botellas, latas y toda la mercancía apilada ordenadamente, formando un conjunto muy abigarrado y estético. Allí compramos nueces de Brasil y cacahuetes para picar. Por toda la zona se veían muchas tiendas de zumos naturales de frutas, que colgaban en la entrada como reclamo: grandes mangos, papayas, piñas, pomelos, etc. Otra tienda antigua era una confitería con todo tipo de pastas y dulces. El bar restaurante Luis también tenía solera, era el más antiguo de Río, de 1887. 

Paseamos por las míticas playas de Ipanema y Copacabana. La arena era muy blanca. Había redes para jugar al volley. Lo bonito de aquellas playas era el entorno de colinas verdes superpuestas y el horizonte con más colinas, difuminándose entre la neblina. Desde Ipanema se veía una montaña con dos picos, especialmente sugestiva, que se conocía como Dos Hermanos. Al final de Ipanema estaba la zona de Arpoador, con unas grandes rocas negras y un Fuerte. Desde allí no podía seguirse por la arena y fuimos por el interior. 

En Urca estaba el Pan de Azúcar. Cogimos el Funicular, rápido y silencioso. En dos etapas subía hasta el Morro de Urca, y desde allí, cambiando de cabina, hasta el Pan de Azúcar. Entre las dos montañas se extendía una jungla espesa. Nos gustó mucho pasar por encima de las copas de los árboles, como si las sobrevoláramos con avioneta. Desde la cima del Pan de Azúcar se veía el Cristo Redentor de Corcovado, dominando el magnífico paisaje de la Bahía de Guanabara. 


Cenamos comida de a kilo, los bufets a peso, en la Galería de los Poetas. Luego tomamos algo en el Café del Teatro Nacional, con un gran salón de estilo asirio, con columnas y mosaicos azules y verdes en las paredes. Por la noche encontramos una fiesta con música en la Plaza Floriano. Río tenía muchos más atractivos y Brasil era un país para disfrutar de su música, su naturaleza y sus gentes.