Partimos desde el muelle de El Castillo, contemplando los palafitos. Armados con una potente linterna recorrimos un tramo del río San Juan, ya en plena oscuridad. De vez en cuando el barquero disminuía la velocidad o paraba, y enfocaba las orillas con el haz de luz, buscando entre la maleza. Sólo veíamos un muro vegetal verde, y escuchábamos el silencio de la jungla, sin atrevernos a interrumpirlo.
De repente, el barquero
metió la mano en el agua, se oyó un chapoteo, y apareció un pequeño caimán. Medía unos dos palmos. Debía
tener un año; los caimanes podían vivir más de cincuenta años. Vimos sus
diminutos y afilados dientes, y tocamos sus duras escamas. El ojo verde, con
pupila alargada, tenía una membrana doble; era como una persiana que le
protegía del exterior. Quisimos observarlo de cerca y tocar su piel fría y resbaladiza,
y después de unos minutos lo devolvimos al agua.
Animados seguimos el recorrido nocturno. El siguiente hallazgo fue una tortuga de unos veinte centímetros. La subimos a la barca y estuvimos observando como sacaba su largo cuello del caparazón, sus patas y sus afiladas uñas. La parte inferior era como un cartílago duro amarillento. La devolvimos al agua y desapareció en segundos.
El último encuentro fue
con un Basilisco de color verde
intenso. Era una especie de camaleón con cresta y larga cola, un dragón en
miniatura. El basilisco era el único lagarto que podía caminar sobre el agua. Parecía
un animal prehistórico. Su color verde era muy brillante, con pequeñas manchas
de otros tonos verdosos. Tal vez en venganza por haberle interrumpido su rutina,
mordió la mano del barquero, un aviso para los visitantes curiosos. Lo dejamos sobre
un tronco de árbol próximo a la orilla.
En la oscuridad de la
noche brillaba el firmamento y se distinguían con nitidez las constelaciones. Orión
entre ellas. Y en las aguas del río San Juan la vida animal seguía su curso, y
se reflejaban todas las estrellas.
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Nuria Millet Gallego