Desde Chiang Mai fui a Mae Hong So en autobús, un largo trayecto. Mae Hong So era una pequeña población cerca de la frontera birmana. Hasta allí habían llegado los Padaung, una minoría étnica birmana, huyendo de los conflictos en Myanmar en la década de los 90.
Allí conocí a Nam, que me acompañó en moto a conocer las aldeas de las Padaung, llamadas "long necks", cuellos largos o mujeres jirafa. Partimos a primera hora y todo estaba envuelto en una niebla espesa y baja. Nos internamos en la jungla boscosa del llamado Triángulo del Oro. Fuimos por pistas de tierra roja bordeadas de vegetación. Atravesamos un puente colgante y los tablones de madera se movieron con estrépito.
Llegamos a la aldea y una mujer me hizo anotar mi nombre y nacionalidad en un libro y hacer entrega de un donativo. Un hombre armado protegía el lugar. La aldea era pequeña, de unas cincuenta personas, la mayoría mujeres, y algunos niños. Tenía sencillas cabañas de cañizo. En alguna de ellas cocinaban con el fuego encendido.
Algunas mujeres estaban sentadas junto a tejidos de colores intensos, colgados en cordeles y elaborados por ellas. Unas amamantaban a sus bebés o elaboraban esteras y cestos. Otras acarreaban haces de leña en una cesta cargada a la espalda, cogida por una cinta en la frente. Unas trajinaban entre sus cacharros, y otras simplemente me miraban.
Alguna mujer de las más mayores llevaba unos treinta aros de latón dorado en el cuello. Nam me dijo que podían llegar a los treinta y cinco aros. Había niñas de seis y ocho años de edad con nueve aros en el cuello. No esperaba encontrar tantos niños pequeños con aros, creía que era una práctica a extinguir.
Había leído lo
molestos que podían llegar a ser con el calor y la humedad, que podían oxidarse
con el sudor y causar llagas y heridas en la piel. Debían limpiarlos cada día,
pasando un trapo seco entre los aros, y obligaban a que sus portadoras
durmieran apoyadas en una especie de cubilete de madera que les levantaba la
cabeza. Sabía que si se quitaban los aros, los músculos no aguantaban el cuello
y se desnucaban, era su sentencia de muerte.
Llevaban también cuatro o cinco aros rodeando la pierna, bajo las rodillas, y en ambas muñecas. Alguna tenía la cara llena de polvos de arroz para blanquear la tez, como signo de belleza. Las más mayores tenían la piel apergaminada y la dentadura totalmente roja por mascar la nuez de betel.
Me senté junto a
ellas y me quedé hipnotizada mirándolas, intentando una comunicación básica. La
única extranjera en aquella aldea era yo. Para poder mirarme ellas, si estaban
sentadas al lado, casi tenían que girar todo el cuerpo, ya que el cuello no tenía
libertad de movimientos, estaba preso en aquellos aros. Para aquellas mujeres
los aros eran un ornamento que las embellecía y una tradición. Pero
pagaban un alto precio por ello. Me pregunté por cuánto tiempo.
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