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lunes, 24 de noviembre de 2025

IRAK: EL TEMPLO YAZIDÍ DE LALISH

De Mosul a Duhok, en el Kurdistán iraquí, hay 75km que recorrimos en taxi compartido. Nos alojamos en la ciudad y desde allí fuimos a visitar el Templo de Lalish, a 52km. Al llegar nos descalzamos y pisamos con calcetines las frías  piedras. 

El Templo de Lalish es el lugar más sagrado para la minoría yazidí en Oriente Medio. Muchos consideran que la religión yazidí es la más antigua del mundo y la primera monoteísta. Sus creencias provienen del zoroastrismo, el paganismo, el cristianismo y el Islam. 



Encontramos un complejo de templos con cúpulas de forma cónica estriada, sobre mausoleos. Alrededor hay  escaleras, cuevas y terrazas a diferentes niveles. Subimos escaleras y entramos en algunas capillas oscuras con paredes de roca. Contamos seis pináculos estriados de diferentes tamaños, en terrazas a distintos niveles. Una construcción peculiar.



Vemos algunos peregrinos yazidís. Lalish es un importante sitio de peregrinación, al que hay que venir al menos una vez en la vida. Las mujeres llevan pañuelos blancos en la cabeza, los hombres  llevan turbantes y rosarios en la mano. Un joven, que trabaja en Alemania, va acompañado de sus padres mayores y hablamos con él. Sus hermanas viven en Irak con los padres. 

Los yazidís han sido una minoría perseguida durante siglos. Los integristas del ISIS mataron a más de 5000 yazidíes, y secuestraron a más de 10.000 mujeres y niñas para ser vendidas como esclavas sexuales. Muchos yazidíes fueron obligados a convertirse al Islam para sobrevivir. Huyeron de los pueblos, refugiándose en las montañas, el ejército kurdo de los Peshmergas, que luchó contra el ISIS, los protegió. Muchos se desplazaron a Siria o en el Kurdistán turco. Fue una época oscura y dolorosa. La ONU lo consideró un intento de genocidio. En la actualidad muchos han regresado a sus aldeas y la comunidad se está recuperando.



Visitamos un Mausoleo con dos cuevas sucesivas, donde está la tumba de un santón. La entrada está adornada con una serpiente de piedra negra sobre la puerta. El interior tiene las piedras negruzcas por los fuegos que ardían en el pasado; no había fuegos cuando entramos. 




Sobre las puertas y en los muros hay varias figuras labradas en la piedra: una estrella de doce puntas  un bastón, una jarra, una serpiente y dos pavos reales. El angel pavo real representa la belleza y sabiduría. Es llamado Malek Taus, y es la figura divina principal que gobierna el universo con otros seis ángeles, todos subordinados al dios supremo. 




Entramos en el Santuario principal, el Mausoleo del Sheik Adi ibn Musafir, un místico sufí del s. XII que enseñó los preceptos religiosos del yazidismo. Atravesamos una puerta de piedra con un relieve lateral de una serpiente negra, que según la leyenda, tapó un agujero del arca de Noé, y salvó así a la humanidad de ahogarse en el diluvio. Los fieles besan el escalón de entrada al santuario, y no se puede pisar para no mancillarlo. La tumba data del año 500 a.C y está en el recinto con dos cuevas sucesivas.



En el interior las columnas están envueltas en cintas de seda de siete colores, que representan los siete arcángeles. En otra sala inferior hay vasijas negruzcas que almacenaban el aceite del encendido de las antorchas, y un chico joven sentado ante un fuego sagrado. Todo el recinto con sus templos y tumbas cónicas, nos pareció un lugar especial, lleno de espiritualidad.






lunes, 11 de octubre de 1999

LOS TATUAJES MALAYOS DE LOS IBAN


En el viaje por Malasia fuimos a conocer a los Iban. Era el grupo étnico más grande de los Dayak que poblaban la región de Sarawak, en la isla de Borneo. Los tatuajes formaban parte de su cultura. Vimos varios hombres con la espalda, brazos y muslos tatuados. En la espalda los tatuajes eran de flores y motivos geométricos. 

Desde Sibu fuimos en barca a Kapit, con un barquero llamado Aki. Primero navegamos por el río grande principal, el Batang Rajang, y luego nos metimos por el afluente Batang Balleh. En las orillas había dos muros de vegetación densa y los árboles estaban forrados de verde hojarasca.


Llegamos a un palafito longhouse, la casa comunal donde dormimos. En la casa alargada vivían varias familias, y tenía un porche común. Era una casa antigua tradicional. La madera se veía gastada con el color gris que proporcionaban muchos años de lluvias monzónicas. Estaba junto al embarcadero, y desde la habitación veíamos el río. 

Había electricidad por un generador que se encendía a las seis, cuando oscurecía, hasta las diez en punto de la noche. Tenían cocina de leña y también una encimera de gas. En grandes vasijas guardaban el arroz. En un rincón tenían una balanza y una vieja máquina de coser Singer. En otro guardaban una escopeta de caza y machetes. Antiguamente los Iban eran guerreros cortadores de cabezas. Vivían de la caza y la pesca. Vimos como desenredaban y cosían las redes de pesca, en el embarcadero.





Cenamos sentados en esteras en el suelo: pescado asado, con verduras y arroz de acompañamiento, y de postre lichis. Las esterillas las elaboraban las mujeres. Se puso a llover con fuerza y comentaron que hacía unos años el agua del río llegó hasta el nivel de la casa donde estábamos. Y eso que era un palafito, construido sobre pilotes altos. Las lluvias monzónicas y las crecidas del río eran una amenaza para ellos.

Después de la cena salimos al porche, nos sentamos en las esterillas y se nos unieron los vecinos a charlar. Solo Aki y otro chico joven hablaban un poco de inglés; los otros solo hablaban el bahasa malayo. Pero conseguimos entendernos. Una mujer que estaba a mi lado mascaba nuez de betel. Los niños curioseaban y alborotaban por allí. Tuvimos los mejores anfitriones y fue una buena experiencia.





Viaje y fotos realizados en 1999



viernes, 8 de enero de 1993

LAS ALDEAS DE MUJERES JIRAFA


Desde Chiang Mai fui a Mae  Hong So en autobús, un largo trayecto. Mae Hong So era una pequeña población cerca de la frontera birmana. Hasta allí habían llegado los Padaung, una minoría étnica birmana, huyendo de los conflictos en Myanmar en la década de los 90. 

Allí conocí a Nam, que me acompañó en moto a conocer las aldeas de las Padaung, llamadas "long necks", cuellos largos o mujeres jirafa. Partimos a primera hora y todo estaba envuelto en una niebla espesa y baja. Nos internamos en la jungla boscosa del llamado Triángulo del Oro. Fuimos por pistas de tierra roja bordeadas de vegetación. Atravesamos un puente colgante y los tablones de madera se movieron con estrépito.



Llegamos a la aldea y una mujer me hizo anotar mi nombre y nacionalidad en un libro y hacer entrega de un donativo. Un hombre armado protegía el lugar. La aldea era pequeña, de unas cincuenta personas, la mayoría mujeres, y algunos niños. Tenía sencillas cabañas de cañizo. En alguna de ellas cocinaban con el fuego encendido. 

Algunas mujeres estaban sentadas junto a tejidos de colores intensos, colgados en cordeles y elaborados por ellas. Unas amamantaban a sus bebés o elaboraban esteras y cestos. Otras acarreaban haces de leña en una cesta cargada a la espalda, cogida por una cinta en la frente. Unas trajinaban entre sus cacharros, y otras simplemente me miraban. 

Alguna mujer de las más mayores llevaba unos treinta aros de latón dorado en el cuello. Nam me dijo que podían llegar a los treinta y cinco aros. Había niñas de seis y ocho años de edad con nueve aros en el cuello. No esperaba encontrar tantos niños pequeños con aros, creía que era una práctica a extinguir. 

Había leído lo molestos que podían llegar a ser con el calor y la humedad, que podían oxidarse con el sudor y causar llagas y heridas en la piel. Debían limpiarlos cada día, pasando un trapo seco entre los aros, y obligaban a que sus portadoras durmieran apoyadas en una especie de cubilete de madera que les levantaba la cabeza. Sabía que si se quitaban los aros, los músculos no aguantaban el cuello y se desnucaban, era su sentencia de muerte. 



Llevaban también cuatro o cinco aros rodeando la pierna, bajo las rodillas, y en ambas muñecas. Alguna tenía la cara llena de polvos de arroz para blanquear la tez, como signo de belleza. Las más mayores tenían la piel apergaminada y la dentadura totalmente roja por mascar la nuez de betel.

Me senté junto a ellas y me quedé hipnotizada mirándolas, intentando una comunicación básica. La única extranjera en aquella aldea era yo. Para poder mirarme ellas, si estaban sentadas al lado, casi tenían que girar todo el cuerpo, ya que el cuello no tenía libertad de movimientos, estaba preso en aquellos aros. Para aquellas mujeres los aros eran un ornamento que las embellecía y una tradición. Pero pagaban un alto precio por ello. Me pregunté por cuánto tiempo.




Viaje y fotos realizados en 1993