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domingo, 13 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LAS MISIONES




Las utopías existen. Y de algunas quedan ruinas. El establecimiento de las Misiones Jesuíticas en Argentina, Brasil y Paraguay a principios del s.XVII fue una de esas utopías. Es apasionante leer el origen y la historia de las misiones. Se fundaron como un experimento civilizador socio-religioso que recreaba el mito del buen salvaje de Rousseau.

Todas seguían el mismo modelo: se accedía por una gran puerta e piedra labrada y tenían una gran plaza, una Iglesia, las viviendas de los indios guaraníes y de los jesuitas, el colegio, los talleres, el cotiguazú (o casa de las viudas) y el huerto. Los hombres hacían los trabajos rurales, de carpintería, herrería, arte y artesanías. Las mujeres cuidaban a los niños, hilaban, tejían y realizaban las tareas domésticas. Todos participaban en trabajos artísticos y religiosos.




Los indios ganaban seguridad, tenían su supervivencia asegurada y se les permitía hablar su lengua y mantener sus costumbres. A cambio, perdían libertad, convivían con tribus distintas y se les prohibieron costumbres como la poligamia y el canibalismo.
El experimento funcionó más de 150 años, fueron misiones prósperas y generadoras de arte, hasta la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III en 1768. Antes de ese final también sufrieron los ataques de los bandeirantes o mamelucos, los cazadores de esclavos brasileños, que capturaban a los indios guaraníes.



Tuve la oportunidad de conocer cuatro de esas reducciones: Trinidad y Jesús de Taravangüé en Paraguay, y San Ignacio de Miní y Santa Ana en Argentina. Eran muy extensas, de piedra roja labrada. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados y ventanas abiertas a la selva. En algunas las raíces de higueras gigantes crecían incrustadas entre las piedras centenarias, como en los templos camboyanos de Angkor. Y aunque sabía que podían ser destructoras, eso embellecía las ruinas y las hacía más salvajes.
Fueron destruidas y saqueadas por invasiones portuguesas y paraguayas. Pero quedó su historia, para todos aquellos a quienes nos gusta escuchar el pasado y aprender de él.




viernes, 28 de octubre de 2011

MISIONES DE PARAGUAY: TRINIDAD Y JESÚS

 


Un autobús nos llevó desde la ciudad de Encarnación a Trinidad, a 28km de distancia. Trinidad era la reducción jesuítica guaraní mejor conservada de Paraguay y la más extensa. Fue construida en 1706 y era una ciudad completamente autosuficiente que contaba con una población de 300 indígenas guaraníes. Tenía una plaza central, una Iglesia Mayor, escuela, varios talleres y fábricas, un museo y varias casas para los indígenas. El proyecto de la misión se interrumpió por la expulsión de los jesuitas en 1767 por Carlos III de España.




Era muy extensa, con caminos de tierra roja entre espacios verdes con palmeras y algún árbol grande que ofrecía sombra. La piedra era rojiza y estaba labrada, especialmente la gran Puerta de entrada a la misión. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados. En una de las salas se exponían cabezas de ángeles regordetes de piedra.



Jesús de Taravangué fue fundada a finales del s. XVII, en 1678, por el jesuita Gerónimo Delfin, a orillas del río Monday. Llegó a ser un pequeño núcleo urbano de unas 300 personas. Se empezó a construir una de las Iglesias más grandes de la época, que quedó sin concluir por la expulsión de los jesuitas en 1767. Efectivamente la Iglesia era muy grande, no costaba imaginarse el asombro y admiración un tanto temerosas de los guaraníes ante su grandiosidad.

Las ruinas de la reducción de Jesús de Taravengué eran más pequeñas y aunque estaban bien conservadas nos impresionaron menos que las de Trinidad. Pero ambas tenían un interés histórico y nos hablaban de épocas pasadas.








jueves, 3 de octubre de 2002

LAS CATARATAS DE IGUAZÚ


Desde Foz de Iguazú fuimos en autobús hasta la entrada del Parque de Iguazú. Un autobús interno nos llevó hasta el inicio del sendero de las cataratas. Primero oímos el rugido del agua, y luego las vimos. Frente a nosotros se extendían las 275 cataratas, arrojando el agua con fuerza atronadora. Decían que ocupaba una zona de 3km de anchura y 80m de altura. Eran más anchas que las Victoria Falls, más altas que Niágara y más impresionantes que ninguna. Nos impactaron. Era pura naturaleza en estado salvaje. 

Un camino empedrado con escaleras permitía ver las cataratas a lo largo de 1,2km. Cualquier tramo era bellísimo. Estaban rodeadas de verde vegetación y negras rocas bañadas por el agua. Árboles con lianas, helechos, musgo y palmeras aisladas formaban el entorno. En medio de las cataratas estaba la Isla de San Martin, verdísima, con una jungla densa.

       

En algunas cataratas el agua era marrón, por los lodos y sedimentos que arrastraban. Pero en la mayoría caía un chorro blanco y espumoso, formando nubes de vapor de agua. En la pasarela que llegaba hasta la Garganta del Diablo, las gotas de agua diminutas nos empaparon. El nombre de Iguazú provenía del guaraní y significaba “agua grande”.

Mientras íbamos por el camino apareció un coatí, olisqueando las plantas, seguido por otro. Se aproximaron a nosotros y pasaron de largo, ignorándonos. Tenían el hocico alargado, como los osos hormigueros, y la cola rayada y larga. También vimos mariposas negras de alas azul nacarado, y muchas aves sobrevolando las cataratas. Eran vencejos, que tenían los nidos entre la vegetación, en las rocas de los saltos de agua.

Por la tarde cogimos una lancha por el río Iguazú. El agua estaba bastante revuelta porque había llovido y formaba remolinos que la lancha trataba de esquivar. Aquello parecía más un rafting que un paseo. Nos acercamos al pie de una catarata y nos envolvió una nube de agua a presión, acabamos empapados de nuevo y eufóricos.


Al día siguiente fuimos al Parque Argentino y recorrimos el circuito superior por las pasarelas situadas sobre las cataratas. El 80% de las cataratas eran territorio argentino y el 20% brasileño. Desde el lado argentino podían verse más cerca, por encima, por debajo y aproximarse hasta mojarse. Aunque desde el lado brasileño se dominaba más la visión total, el frontal panorámico de 3,5km. Había que verlo desde los dos lados, eran complementarios. 

En el circuito inferior pudimos aproximarnos tanto al agua que quedamos empapados. El agua bañaba las verdes plantas que crecían en las rocas negras, sin conseguir arrancarlas. Al final del sendero encontramos la Garganta del Diablo, el plato fuerte del día Allí confluían varios saltos de agua en una caída de gran altura. Las nubes de vapor de agua no permitían ver el fondo del salto, y las gotas reflejaban un perfecto arco iris, en el que los colores se distinguían nítidamente. Según el momento la nube se engrandecía y se expandía hacia arriba, como si fuese un géiser. Recibimos varias duchas de microgotas que nos refrescaban.






El agua bajaba con una fuerza atronadora, arrastraba lodos y se veía de color caramelo, o de un blanco espumoso y deslumbrante. Aquella garganta con su gran caudal era como una gran batidora que agitaba las aguas del río Iguazú. Eran una de las siete maravillas naturales del mundo, un merecido Patrimonio de la Humanidad. Impresionantes!