En la Península del Sinaí fuimos a visitar el Monasterio de Santa Catalina. El paisaje era montañoso y muy árido, en algunos momentos parecía lunar. El Monasterio de Santa Catalina era una fortaleza amurallada, construida alrededor de la capilla original y tenía una basílica, además del monasterio. Las murallas eran altas, impresionantes. Había sido declarado Patrimonio de la Humanidad.
El monasterio era
un lugar sagrado y de peregrinación. Tenía una hospedería y estaba
considerado una de las comunidades monásticas de actividad ininterrumpida más
antiguas del mundo. Gran parte del recinto estaba cerrado al público.
Entramos a través de una puerta no muy grande y visitamos la Iglesia de la Transfiguración del s. VI. Allí estaban enterrados los restos de Santa Catalina. Era una iglesia ortodoxa llena de iconos, había una exposición de ellos en el recinto, y lámparas colgantes. Vimos a algún monje ortodoxo, de largas barbas y túnica negra. Hablé con uno de ellos y me dijo que la comunidad la formaban 30 monjes y que él vivía allí hacía más de quince años. Tenía ganas de conversar y nos preguntó sobre nuestras vidas.
Junto a la Iglesia estaba la zarza ardiente de Moisés, que crecía verde sobre un muro. Todos los peregrinos se hacían una foto tocando las ramas bajas de la zarza, que estaban más secas a fuerza de tocarlas.
El camino era de tierra y gravilla, ascendente y con escalones en el tramo final. Fuimos viendo el monasterio desde diferentes ángulos. Habíamos leído que el monte era muy ventoso, pero aquel día soplaba en rachas y se agradecía con el calor. Llegamos al lugar donde el profeta Elías oyó la voz de Dios, donde crecía un ciprés de más de 500 años de antigüedad, la única nota verde en aquel entorno árido.
Poco antes de la
cima paramos en un cobertizo con jarapas que vendía bebidas y snacks.
Descansamos un rato, refrescó y hasta dormimos una breve siesta tapados con unas
mantas que olían a camello.
A la una
emprendimos el ascenso del Monte Sinaí. Había dos vías de ascensión: la Ruta
de los Camellos y la Ruta del Arrepentimiento. La Ruta del Arrepentimiento
tenía 3750 escalones, la abrió un monje como forma de penitencia.
Como no teníamos interés en ser penitentes, escogimos caminar por la Ruta de
los Camellos. También había la posibilidad de subir en camellos, que vimos por
allí, con sus coloridas sillas.
En la cima había una iglesia cerrada y muy poca gente, apenas diez personas. Los que accedían de noche para ver la salida del sol dormían allí, muertos de frío sobre las rocas. Leímos que se agrupaban cientos de personas. El paisaje era de montañas rocosas. Nosotros contemplamos la puesta de sol en el Monte Sinaí, tranquilamente, envueltos en silencio. El disco solar se ocultó tras las áridas y bíblicas montañas, y estas perdieron su tonalidad dorada y se oscurecieron.
La bajada en
teoría era más fácil, pero se hizo eterna porque oscureció pronto. Llevábamos
linterna, pero el terreno era irregular con muchas piedras, bajábamos deprisa y
teníamos que fijarnos donde poníamos los pies. Era fácil derrapar con la
gravilla. Tardamos una hora y media en bajar. Y llegamos al hotel con ganas de
una ducha que nos quitara el polvo bíblico.