Levantamos el campamento y fuimos a visitar el Parque Nacional de Omo. Nos acompañó un chaval llamado Guele, armado con un fusil Kalashnikov. Por el camino encontramos muchos termiteros gigantes, alargados con la base ancha, y más altos que una persona. De vez en cuando se cruzaban pequeños antílopes y gallinas de guinea por la pista. También vimos aves planeando en el aire caliente. También encontramos grandes rebaños de bueyes y cabras, que invadían la pista y rodeaban nuestro vehículo. No se apartaban aunque tocaras el claxon, sabían que era su territorio. Etiopía era un país eminentemente agrícola y ganadero. Al llegar al río Omo había otro gran rebaño bebiendo.
Cruzamos el río Omo, de unos 500m de anchura, en una canoa hecha de un tronco de árbol vaciado. El agua era de color fangoso por el lodo que arrastraba, y la corriente tenía bastante fuerza. Alcanzamos la otra orilla, donde había una pequeña aldea. A partir de allí hicimos una caminata de 5km en el día más caluroso de todo el viaje, con temperatura de 40º. El paisaje era muy árido y seco, con una luz anaranjada.
Llegamos a otra aldea en un terreno plano y bastante seco, con varias chozas circulares. Estaban hechas con cañas troncos y algún trozo de uralita oculto entre las cañas. De algunas chozas donde cocinaban, salía un humillo.
Había algunas
chicas jóvenes peinadas con trencitas, con el pecho descubierto, y que se adornaban con collares, brazaletes en los
brazos y cintas en el pelo. Eran tímidas, pero nos mostraron el interior de las
chozas y accedieron a fotografiarse. Nos mostraron sus Borkotas, los reposacabezas
de madera que utilizaban para dormir y también como asiento. Los etíopes lo
solían transportar cogidos por el asa. La madera estaba labrada, con dibujos
geométricos que variaban según la tribu.
En el exterior de
las chozas, sobre una construcción elevada de troncos, almacenaban el mijo,
sorgo y maíz, para mantenerlo en alto fuera del alcance de los animales.
Utilizaban calabazas para guardar cosas, como en toda Etiopía. Fuera de
las chozas se veía poca gente, y no era extraño con el calor que hacía. Algunos
se agrupaban bajo la sombra de un árbol. Los hombres estaban trabajando en el
campo.
Al final de la excursión y al despedirnos de Guele, nuestro joven guardián del Kalsnikov, le compramos su borkota, que guardamos como recuerdo en casa. El Parque Nacional Omo era Patrimonio de la Humanidad. Fue curioso comprobar como aquellos pueblos mantenían su forma de vida tradicional, en unas condiciones bastante difíciles.