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sábado, 4 de mayo de 2013

PESCADORES DE MALAWI

 




Durante el día la mayoría de las barcas permanecían varadas en las orillas del Lago Malawi, los pescadores dormían o descansaban unas horas, siempre escasas, y las redes se extendían en la arena, en espera. Al atardecer algunos recosían las redes con paciencia y empezaban a preparar los faroles que iluminarían la pesca nocturna.

El Lago Malawi tenía unas 500 especies de peces, 350 de ellos eran únicos en el lago. El pescado que ofrecían en los restaurantes era el Kampango (el pez gato) y el Chambo (parecido al pargo o dorada). Pero más populares eran las usipas, parecidas a nuestros boquerones, y las utakas, similares a nuestras sardinas, eran la base de su alimentación, acompañados de nsima, unas gachas de maíz espesas.




Vimos el regreso de los pescadores y hablamos con ellos, interesándonos por su trabajo y su vida. Tras la pesca y a falta de cámaras frigoríficas, preparaban hogueras para hervir el pescado en grandes calderos. Después lo colocaban en secaderos en esteras altas en la misma playa, junto a sus cabañas.

Otros se encargaban de voltear los pequeños peces plateados ayudándose con machetes. Un hombre joven nos dijo que ellos no pescaban, eran intermediarios, compraban la captura a los pescadores y se ocupaban de secarlo en aquel proceso laborioso, y de transportarlo a los mercados de la capital y otros lugares. Así  los pescadores podían dormir y descansar tendidos en sus chamizos de la playa, y recoser sus redes. Pero pagaban un precio a los intermediarios.


 



Mientras cenábamos unos sabrosos kampango y chambo, vimos en el horizonte de la noche oscura una larga hilera de luces alineadas. Eran los faroles de los pescadores, faenando. Y contemplando aquellas luces, el pescado de agua dulce nos supo diferente.

 



© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego

domingo, 7 de abril de 2013

BUCEANDO EN EL ÍNDICO


 
Desde Vilankulo, en Mozambique, un pequeño dhown, la embarcación árabe tradicional de vela, nos llevó hasta el Archipiélago de Bazaruto. El archipiélago era un Parque Nacional Marino, y estaba formado por cinco islas: Bazaruto, Benguera (San Antonio), Magaruque (Santa Isabel), Santa Carolina y Bangue. La tripulación la formaba el piloto y el cocinero. Llevábamos además a un pescador que al alejarnos de la orilla se tiró al agua con una boya y se quedó allí sólo pescando, en medio del mar.




Las aguas del Océano Índico eran de color verde-turquesa. La barrera del arrecife era visible desde la superficie del mar, y las olas rompían en espuma por detrás de las rocas. El dhown echó el ancla en la parte tranquila y nos sumergimos en el agua para bucear con tubo y aletas.


 
Muchos corales estaban al alcance de nuestra mano. Había corales verdes, rosados, ocres y violetas, entre rocas que formaban dibujos de laberintos o cerebros marinos. Los peces tropicales nadaban entre ellos. Los más abundantes eran azules y amarillos, o rayados blancos y negros, tipo cebra; otros eran multicolores. También había estrellas de mar azules. Al aproximarnos al final del arrecife el mar se había más profundo y con más olas, y noté que succionaba. Retrocedimos a la parte tranquila. Era una sensación fantástica nadar en aquellas aguas transparentes, en un silencio absoluto, contemplando la vida submarina.
El cocinero preparó la comida a bordo de la barca. Tenía un cajón de madera con arena, y sobre ella hizo fuego. Preparó un gran pescado quitándoles las escamas y troceándolo con un machete, luego lo asó. Lo comimos en la orilla de la playa y nos supo a gloria.
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego

lunes, 1 de abril de 2013

PESCADORES DE MOZAMBIQUE





El pescador rebuscó entre las redes y cogió algo redondo con la mano. Tenía la piel tensa, rebozada en arena y su aspecto resultaba curioso. Era un pez globo. Habíamos visto alguno utilizado como lámpara colgante. Estábamos en Vilankulo, una población de la costa mozambiqueña, contemplando la llegada de las barcas de los pescadores. Eran pequeñas embarcaciones de madera y a vela, los tradicionales dhowns utilizados en aquella zona del Índico. También llevaban pértigas que les ayudaban a vadear el fondo y acercarse a la orilla.





Al acercarnos vimos como extendían la abundante captura de las redes en la arena: había peces rosados, amarillos, azules, cangrejos veteados de largas pinzas, y algún pez globo. Nos dijeron que salían a pescar cada día a las cuatro de la mañana y regresaban sobre las diez, cuando ya hacía más calor. Otras barcas pescaban al atardecer. Una vida sacrificada, como la de todos los pescadores, luchando contra los elementos. Es una de las profesiones que siempre admiraré. La parte final era el reparto de la captura entre los niños y mujeres que se habían acercado con sus palanganas metálicas o de plástico. Cada uno regresaría a su hogar recorriendo la playa de altas palmeras y transportando sus palanganas sobre la cabeza, como habían hecho durante siglos. Una escena ancestral.

 
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego
 
 
 

sábado, 28 de octubre de 2006

EL PARQUE NACIONAL SUNDARBANS

Desde Calcuta contratamos una excursión de dos días para visitar el Parque Nacional Sunderbans, en el estado de Bengala. El paisaje durante el trayecto fue precioso, una sucesión de lagunas a ambos lados de la carretera, entre arrozales bordeados por palmeras y árboles. Entre tanta agua las casas estaban construidas sobre estrechas lenguas de tierra, y a veces tenían un puente de bambú para llegar hasta ellas. 

Sunderbans era el mayor parque de manglares del mundo, en el Delta del río Gangesabarcando dos países India y Bangladesh. Tenía 2400km2 en India y 3600km2 en Bangladesh. Era Patrimonio de la Humanidad. La palabra “sunderban” derivaba del árbol sundari, que podía alcanzar 25m de altura y cuya madera se empleaba en la construcción de barcos, casas, postes eléctricos y railes de tren por su resistencia al agua.



Cogimos un barco por el río Ganges de gran anchura, y nos adentramos por estrechos canales. Nos cruzamos con otras embarcaciones, repletas de pasajeros. El trayecto era muy relajante contemplando el bosque de manglares en ambas orillas. Todo aquel verdor se reflejaba en la quieta superficie del agua, el mejor espejo. Encontramos varios pescadores en el recorrido, lanzando sus redes. 

Se veía el barro blando con el entramado de las raíces aéreas de los manglares, que se extendían buscando el agua. Era zona pantanosa con marismas. Pequeños bichos correteaban por el fango: sanguijuelas, renacuajos y cangrejos diminutos. En el tronco y las ramas de los árboles se distinguía el nivel de crecida del río.



Visitamos un pequeño y tranquilo pueblo con casas de adobe. Habían construido senderos altos sobre las lagunas con ladrillos para evitar el barro. Vacas y cabras pastaban por allí. Pasamos por el colegio, con los escolares pulcramente uniformados, con camisas blancas y faldas o pantalones azules. Nos cruzamos con mujeres con sari, acarreando recipientes con agua, y gente en bicicleta. Vimos grupos de hombres sentados en el suelo, jugando a cartas. Era un pueblo bonito y tranquilo.









Vimos aves, monos. ciervos entre la maraña de troncos, una iguana de largo cuello saliendo del agua y algún cocodrilo descansando en la orilla fangosa. Al día siguiente recorrimos otro tramo del Delta. En el Centro de Interpretación había una maqueta del parque y los recorridos permitidos. Nos gustaba ver las raíces de los manglares como largos dedos hundiéndose en el barro. Los canales llegaban hasta el mar, a la Bahía de Bengala. 

Nos cruzamos con un barco-dispensario, con una cruz roja en la proa. Llevaba el nombre del escritor Dominique Lapierre y City of joy. Nos dijeron que lo patrocinaba él, para atender las necesidades sanitarias de las poblaciones del río.




Volvimos a coger el barco y fuimos hasta una de las torres de observación de tigres. En 2004 se calculaba que había unos 274 ejemplares de tigres, pero decían que verlos era la excepción, no la regla. Ni rastro de los tigres, pero disfrutamos de la verde extensión de las copas de los árboles y de la belleza del paisaje de los Sundarbans.









viernes, 7 de octubre de 2005

EL DELTA DEL ORINOCO



Desde Tucupita emprendimos el viaje por el Delta del Orinoco, uno de los mayores deltas del mundo. Era un laberinto de islas con centenares de canales estrechos llamados caños. Las aguas del Orinoco eran de color café con leche y bajaban con grupos de verdes plantas acuáticas, que formaban islas flotantes arrastradas por la corriente. En las orillas la vegetación era frondosa, con palmeras y manglares. Nos cruzamos con pequeñas barcas y con pescadores extendiendo las redes. En el trayecto vimos tucanes con franjas amarillas en el pico, monos de pelaje rojizo en la arboleda y búfalos de agua con grandes cornamentas curvadas.













Tras varias horas de navegación nos detuvimos en un campamento. Una de las mujeres nos preparó la comida. Se sentó en el embarcadero y con un machete grande empezó a quitarle las escamas a un gran pescado. Preguntamos el nombre y dijo que era un “morocoto”. Acompañaron el pescado con arroz, fríjoles y banana frita. Luego nos tumbamos en las hamacas.

Cogimos de nuevo la barca y nos adentramos en canales más estrechos. En esos caños la vegetación de las orillas es exhuberante y está más próxima. Vimos delfines oscuros, jugando y saltando. Eran tan rápido y tan imprevisible el lugar por donde asomarían que aunque les seguimos con la barca no pudimos fotografiarlos. Encontramos una tortuga pequeña posada sobre el tronco cortado de una palmera. En seguida se sumergió al acercarnos.

Paramos en uno de los caños más angostos y bajamos a tierra, pisando terreno pantanoso. El barquero nos mostró la planta del cacao, el árbol del palmito, las toronjas, ají picante y unos frutos rojos pequeños que se usaban como colorante. Vimos tarántulas, escondidas en una planta tipo palmera baja. Era negra y peluda, más grande que mi mano. Estábamos junto a ella y nos agachamos para verla mejor, aunque con precaución. Pero Luis, nuestro barquero, colocó su mano a un centímetro de la tarántula y ni se inmutó. Dijo que si no se la atacaba no hacía nada. La tarántula nos ignoró, pero los mosquitos del pantanal nos acribillaron.













Visitamos una comunidad de los indios warao. Leímos que “wa” significa “canoa” y “rao” significa “hombre”. Esas comunidades solían estar aisladas por familias, repartidas en las orillas del Orinoco. En todas se distinguían las hamacas colgantes, meciéndose con alguien que contemplaba el paso del río y del tiempo. En la aldea subimos a una curiara a remo, la embarcación tradicional tallada en un tronco vaciado. Fue muy relajante deslizarnos con la curiara por el río, en el silencio de la jungla, contemplando el reflejo de los árboles en la superficie del agua.