domingo, 31 de agosto de 2014

EL MAJESTUOSO PALACIO DE POTALA




Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.

Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.


 

El majestuoso Palacio del Potala era la Sede del Gobierno Tibetano y la antigua residencia del Dalai Lama. Fue construido en el s.XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad.

Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Empezamos la ascensión de las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrenda. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos.

Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 
Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

RETRATOS DEL TIBET

 

 

Siempre me han gustado los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos marcados y ojos rasgados.

Encontramos a la anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa joven.

La niña de las trenzas llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío tibetano.


 
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.


 

 
El personaje flaco del sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral. Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y me regaló otra sonrisa.

Todos ellos, y muchos otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


miércoles, 13 de agosto de 2014

LA TALLIN MEDIEVAL

 

Tallin, la capital de Estonia, nos enamoró desde la primera impresión. Llegamos en ferry desde Helsinki, en un trayecto de dos horas y media. Empezamos a callejear y una de las primeras cosas que hicimos fue subir a la Torre del Ayuntamiento para contemplar las vistas de la ciudad: tejados rojos escalonados y asomando entre ellos decenas de agujas góticas de las iglesias, con el Mar Báltico y los grandes barcos al fondo. 

La Plaza del Ayuntamiento era preciosa. Tenía algunos edificios triangulares con remates de gabletes, como Bruselas o Brujas. Los colores predominantes de las fachadas eran amarillos y rosados. En la plaza había un mercadillo con artesanía y productos locales. En una de las esquinas estaba la que había sido la Farmacia (Apoteka) más antigua de Estonia, del s. XV, reconvertida en tienda de antigüedades. 



Merecía su categoría de Patrimonio de la Humanidad. Sus calles medievales adoquinadas y las casas de dos plantas con adornos de escayola en las fachadas, arcos y pasadizos, transportaban a otra época, era como adentrarse en el s. XV. Muchas eran casas de antiguos mercaderes y tenían patios medievales transformados en bares y restaurantes con encanto, entre flores y plantas. 



Subimos a otras dos torres, la Torre de Oleviste era la más alta, de 60m contando el pináculo. Subimos 257 escalones de piedra. Las vistas lo merecían. También subimos a la Torre Halleman, de 1410. Tenía unos 15m de altura. Por la escalera de caracol ascendimos a la parte superior de la muralla y recorrimos el pasadizo de madera cubierto. Las vistas desde allí eran preciosas, con más tejadillos, buhardillas y agujas de iglesias.


Atravesamos el Pasaje de Santa Catalina, con tiendas de artesanía a ambos lados. Había artesanos del vidrio de colores, de cerámica, cuero, joyas, textiles. Todas las tiendas ofrecían productos originales, estéticos y de calidad. Tenía un ambiente y decoración medieval y algunos de los vendedores iban vestidos de época. 






El barrio de Toompea estaba sobre una colina. Subimos junto a la muralla y sus torreones hasta llegar a la Catedral de San Alejandro Nevsky. Era una catedral ortodoxa rusa, de 1900, con cúpulas de cebolla. Recorrimos otro tramo de la muralla, encontrando cuatro torres alineadas con su caparazón cónico rojo. Una de ellas era la Kiek de Kok, que en alemán significaba “dar un vistazo a la cocina” porque desde los pisos superiores los mirones del medievo podían curiosear el interior de las casas que tenían a sus pies.

El barrio de Toompea estaba sobre una colina. Subimos junto a la muralla y sus torreones hasta llegar a la Catedral de San Alejandro Nevsky. Era una catedral ortodoxa rusa, de 1900, con cúpulas de cebolla. Recorrimos otro tramo de la muralla, encontrando cuatro torres alineadas con su caparazón cónico rojo. Una de ellas era la Kiek de Kok, que en alemán significaba “dar un vistazo a la cocina” porque desde los pisos superiores los mirones del medievo podían curiosear el interior de las casas que tenían a sus pies. 




Lo que más nos gustó del barrio de Toompea fueron sus miradores sobre la ciudad de Tallin. Ofrecían una panorámica de los tejados rojos inclinados con sus buhardillas, entre altas agujas y pináculos de las iglesias góticas, y las torres de caparazón rojo. Curioseamos las numerosas tiendas de antigüedades y artesanía, encontrando cosas preciosas y poco frecuentes. También entramos en varias iglesias, una curiosa fue la Iglesia de Ucrania.








Cenamos en el restaurante medieval Old Hansa, con mucho ambiente. Hasta el baño de madera tenía encanto. Probamos la cerveza negra con miel y la rubia con canela, servidas ambas en jarras de cerámica. Lo acompañamos con combinado de ahumados y salmón con judiones. Todo muy rico.



Fuimos al Hotel Viru, que había sido el único donde los turistas podían alojarse durante el régimen comunista. Fue el primer y único rascacielos de Tallin, construido en 1972. La antigua KGB montó su base de espionaje en el piso 23 del hotel y espiaba a los visitantes. Habían reformado el hotel y una parte era Museo de la KGB. Preguntamos para visitarlo, pero había que concertar cita previa. En la población de Tartu pudimos visitar otro Museo de la KGB. Y otro día visitamos el Parque Nacional Lahemaa desde Tallin.


lunes, 11 de agosto de 2014

RAUMA SUS CASAS DE MADERA

 


Desde Turku cogimos un bus hasta Rauma, a 90km, a través de bosques de abetos. Rauma se fundó a mediados del s.XV, y era la tercera población más antigua de Finlandia. Su casco antiguo, con calles adoquinadas y casas tradicionales de madera con chimeneas, estaba considerado Patrimonio de la Humanidad. 

Vimos la iglesia y llegamos a la Plaza del Mercado y nos sentamos en la terracita del famoso Café Sali, el centro de Rauma. Disfrutamos de la cerveza local contemplando el paso de los escasos transeúntes y bicicletas.

Las casas estaban pintadas de tonos azules, rosados, amarillos, ocres y granates. Eran de planta baja y algunas tenían jardines. Tenían adornos de carpintería y marquesinas metálicas. Las ventanas tenían visillos y estaban decoradas con conchas, objetos marinos, botellas de colores, miniaturas de barcos y faros, y algunas colecciones particulares, como una de despertadores antiguos.










Rauma era conocida también por su tradición en la confección de encaje de bolillos, y por su dialecto regional. En Finlandia tenían dos lenguas oficiales: el finés (suomi) y el sueco. Las cartas de los restaurantes y otros carteles estaban en ambos idiomas, y algunos añadían también el ruso y el inglés. 

Había algunas casas museo, pero estaban cerradas. Nos asomamos a las ventanas y pudimos ver habitaciones con mobiliarios de madera, cunas, ruecas, encajes de bolillos, jofainas, utensilios de cocina. Fue el museo más completo que vimos sin entrar.






Otro museo que sí pudimos visitar fue el Museo del Teléfono. Estaba cerrado y un señor con una carretilla arreglaba el jardín. Nos saludó y dijo que lo abría para nosotros. Era el dueño, que llevaba coleccionando aparatos desde hacía medio siglo. Tenía unos 200 teléfonos de todo tipo colgados en la pared: de madera, de baquelita y militares, Tenía hasta una centralita de manivela y al accionarla sonaban los teléfonos. Los había rusos, alemanes. Era una buena colección de valor histórico. Interesante.