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martes, 28 de septiembre de 2010

LHASA Y LAS KORAS TIBETANAS


La mítica ciudad de Lhasa, capital del Tibet, está situada a 3.670m de altitud. Llegamos en tren desde Beijing. La ciudad fue fundada en el s. VII y respiraba espiritualidad, pese a los importantes cambios sufridos, especialmente la ocupación china que provocó el exilio del Dalai Lama y el gobierno tibetano en 1959.

La ciudad china moderna y sus comercios rodeaban el casco antiguo, casi engulliéndolo. El centro histórico estaba formado por casas bajas encaladas, de dos pisos y con ventanas trapezoidales con marcos negros. En la plaza del Templo de Jhokang había un alto poste de oración, adornado con banderolas de colores. Los peregrinos rezaban a su alrededor.




 
 

Andar tres pasos, arrodillarse, tumbarse y extender los brazos hasta tocar el suelo. Rezar. Levantarse. Andar tres pasos…y repetir todo el proceso durante horas, días, semanas o meses. Agotador. Eso hacen los peregrinos tibetanos desde hace siglos. Piden por su familia, por su salud, por su país.
El circuito circular de peregrinación alrededor de un lugar sagrado recibe el nombre de kora. La kora purifica el karma. En la ciudad de Lhasa hay una kora alrededor del Palacio del Potala, y otra alrededor del templo de Johkang, el circuito Barkhor. En este último, los peregrinos se esforzaban en encontrar su espacio entre las piernas de la multitud que callejeaba.
 


Para amortiguar el roce continuo algunos usan una especie de petos o delantales de cuero grueso y manoplas. Unos van descalzos, a pesar del frío; otros usan colchonetas. El estado de desgaste de las colchonetas puede indicar la duración del peregrinaje. Muchos venían de lugares lejanos y sólo llevaban un pequeño morral con lo mínimo imprescindible para su viaje. Otra de las koras es alrededor de la montaña sagrada del Kailash, la más larga (de 52km) y la más dura de todas, pero que ofrecía a los fieles unas vistas espectaculares.

Me impresionó esa fe y la capacidad de sacrificio de esas gentes. Admiro esa fuerza que les mueve, hacia delante, hacia un futuro que desean sea mejor…





© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

lunes, 27 de septiembre de 2010

EL MAJESTUOSO PALACIO DEL POTALA

Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.
Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas, amurallado. Madrugamos y empezamos ascendiendo las escaleras con otros peregrinos. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.



El majestuoso Palacio del Potala fue la Sede del Gobierno Tibetano y la residencia del Dalai Lama hasta que tuvo que exiliarse en 1959 por la ocupación china. El Palacio Monasterio rue construido en el s. XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad. Tenía cientos de ventanas con cortinillas y ribeteadas con pintura negra, los ojos del monasterio.




Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Seguimos ascendiendo  las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Otros monjes barrían y cuidaban el recinto. Las fotografía en el interior estaba prohibida y lo respetamos. Había miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. 

La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrendas a las estatuillas. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos. En los patios había galerías con vigas en el techo y columnas de madera policromada. 






 

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.






Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración de latón dorado, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego