Viajamos a Indonesia en noviembre de 1990, y visitamos cuatro de sus islas: Sulawesi (el nombre indonesio de la isla Célebes), Bali, Java y Lombok. Desde Ujung Pandang, la capital de Sulawesi, fuimos a Rantepao, en el norte de la isla. Queríamos conocer la región Tana Toraja. El paisaje era un valle con arrozales, atravesado por el río Sadan.
Las casas
tradicionales de los indios Torajas tenían forma de barco, porque
originariamente fueron barcos que vinieron de Indochina y fueron utilizados
como vivienda, se mantuvo la tradición de construirlas con aquella
forma. Las
casas de madera estaban decoradas con grabados con motivos geométricos, en colores negro, rojo, naranja y varios tonos tostados. Además, tenían
ornamentos de cuernos y cabezas de ganado. En todas las casas estaba la figura
protectora del búfalo, considerado animal sagrado.
La forma del barco era
la misma para viviendas, tumbas y graneros de arroz. No todos los
torajas vivían en aquellas casas, solo los más ricos. En Nangala
visitamos las hileras de casas torajas que servían de graneros de arroz,
y las casas más antiguas conservadas, de trescientos años de antigüedad.
Asistimos a una ceremonia funeraria en Siguntu, en la que sacrificaron varios búfalos, según el estatus social del fallecido. Se sacrificaban tantos búfalos que el gobierno indonesio tuvo que poner límite, porque muchas familias se arruinaban. Habían construido una estructura de bambú con habitaciones para las familias invitadas.
Un hombre acuchilló la yugular del búfalo y recogió la sangre en un
tubo de bambú, hasta que se desangró. Otros hombres trocearon al búfalo con
grandes cuchillos. Luego cocinaron la carne envuelta en hojas de palmera y
cocieron la sangre en tubos de bambú, como bocado exquisito que nos ofrecieron.
Preferí compartir unos gula-gula (caramelos) con los niños y tomar té.
Se sacrificaban
tantos búfalos que el gobierno indonesio tuvo que poner límite, porque muchas
familias se arruinaban. Podían pasar meses e incluso años hasta
que las familias conseguían el dinero suficiente, y durante ese
tiempo el cadáver momificado se quedaba en la casa familiar cuidándolo casi como
si estuviese vivo: le cambiaban la ropa y le hablaban para comentarle lo
que pasaba en su ausencia. La mujer del funeral al que asistimos había fallecido hacía diez años. Poder presenciar la ceremonia del funeral fue una
experiencia antropológica muy curiosa e interesante. Difícil de olvidar.
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