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miércoles, 8 de octubre de 2008

LA SELVA AMAZÓNICA DE ECUADOR



Tena, en Ecuador, fue una de las primeras ciudades que se fundaron en la jungla. Desde allí hicimos una excursión de varios días a la selva amazónica, remontando el río Napo, hacia Misahuallí. El Napo es uno de los muchos que alimentan las aguas del gran río Amazonas, tras atravesar Perú y llegar a Brasil. Ramiro, un ecuatoriano jóven, fue nuestro guía. Estuvimos alojados en una comunidad de indígenas quechúa, en una cabaña palafito. Al atardecer y por las noches empezaba el gran concierto del sonido de las aves y los insectos.



Las caminatas por la jungla fueron una experiencia a recordar. Ramiro nos explicó sobre los tipos de árboles y las plantas medicinales. Encontramos hormigas cortadoras de hojas, transportando grandes pedazos verdes. Muchas hojas de plantas estaban carcomidas por los insectos. Una gran hormiga Conga, de casi dos centímetros. pasó junto a nuestro pie y la evitamos; su picadura es dolorosa y puede producir fiebre. También probamos las diminutas hormigas limón, que tienen un sabor parecido. Vimos termiteros, bambúes gigantes, árboles de caucho, y nos bañamos en cascadas totalmente aisladas.
 
 



Con el machete, Ramiro hirió la corteza de un árbol del caucho, y al momento empezó a gotear la leche blanca y pegajosa que él recogió con una hoja. El árbol tenía antiguas cicatrices. A principios de siglo XX había mucho comercio de caucho; luego los precios bajaron. Los hombres tenían que recoger la leche blanca caminando durante horas de un árbol a otro, y los árboles estaban dispersos, por lo que el trabajo con la humedad y el calor, era agotador. En Brasil también habíamos visto plantaciones de árboles de caucho, en las que habían trabajado en régimen de esclavitud o semiesclavitud.



Un árbol curioso era el que llamaban Pene del Diablo. Una parte de sus raices tenía esa forma, y decían que las muchachas jóvenes no debían mirarlo, a riesgo de quedar embarazadas. Encontramos un termitero colgado en una rama. Ramiro desgajó un trozo y se lo frotó en los brazos, con las termitas incluidas. Olía a tierra, y decían que aquel olor peculiar resultaba ser un buen repelente para los mosquitos.

Recordaremos las caminatas por la jungla, los baños en la cascada y en el río, y sobre todo, a nuestro amigo Ramiro, que compartió con nosotros la belleza del lugar donde nació.

 
 
© Copyright 2008 Nuria Millet Gallego

jueves, 17 de octubre de 2002

LA ISLA MARAJÓ

En la desembocadura del río Amazonas estaba la Isla Marajó, entre el río y el Océano Atlántico. Tenía una superficie tan grande como Suiza. Una curiosidad. Aunque la mitad se inundaba durante la época de lluvias y quedaba convertida en una ciénaga o terreno pantanoso en época seca. Quisimos conocerla, y tras la travesía de varios días en barco por el Amazonas, fuimos desde Belem, un trayecto de dos horas en otro barco.

La población principal era Salvatierra, pero preferimos quedarnos en Joanes. El pueblo estaba formado por unas cuantas casas de pescadores en una bonita playa. Caminamos por la playa de Joanes hasta que el paso quedó cortado por negras rocas volcánicas. Hacía mucho viento, que aliviaba el fuerte calor, y provocaba olas en el río.

 

Paseamos por el poblado de Joanes, de anchas calles con casas de plata baja. Pasamos por su escuela y vimos los restos de una antigua iglesia de piedra. No había mucho más que ver; la vida estaba cerca del agua, con los pescadores que traían su pesca y desenredaban las redes junto a sus barcas. Vimos una raya de un metro. Con un machete cortaron su parte central con las vísceras y se la echaron a los buitres de la playa. 

La arena era blanca y había varias barcas varadas. Tenían nombres como “Filho de Deus” o “Esperança”. Vimos como regresaban algunos pescadores, cargados de peces plateados que ataban en manojos con un cordel. Los niños curioseaban entre las barcas. 


Nos alojamos en la Pousada Ventana do Rio-Mar, con un amplio porche con hamacas donde mecerse mirando al mar. Tenía alegres paredes pintadas de granate, azul añil, o amarillo limón. Éramos los únicos turistas. Solo había dos restaurantes en la playa. Comimos con los pies descalzos en la arena. Caldeirada de pescado, gambas y mandioca con zumos de abacaxi (piña). Delicioso. 


Al día siguiente hicimos una excursión de más de tres horas por un igarapé, uno de los estrechos canales que formaban el río Amazonas. Fuimos en una canoa de remo con un mulato llamado Giro. El paseo por el igarapé fue fantástico. Era muy estrecho y bastante oscuro. Los manglares extendían sus raíces como dedos buscando el agua. Las ramas se entrecruzaban formando una maraña que se reflejaba en el agua. 

Encontramos troncos y ramas obstaculizando el paso y Giro las cortaba con su machete. A veces teníamos que agacharnos en el suelo de la canoa para pasar por debajo de un tronco atravesado. Apenas remábamos y nos deslizábamos suavemente por la lisa superficie. El agua tenía un color verdoso, era zona pantanosa y reflejaba la vegetación de palmeras, manglares y otros árboles forrados de hojarasca verde. 



Oíamos los diferentes cantos de los pájaros y los movimientos de ramas de los macacos. Vimos un par de macacos trepando y saltando con su larga cola estirada. También encontramos un ave de un blanco deslumbrante y largo cuello, tipo flamenco. Revoloteaban mariposas de alas negras y azul eléctrico. Y las raíces-dedo de los manglares nos rodeaban por todas partes. Los dos días que pasamos en la isla de Marajó fueron una delicia.

jueves, 10 de octubre de 2002

NAVEGANDO EL AMAZONAS


Recorrimos el mítico Amazonas en dos tramos. El primero desde Manaos a Santarem (un trayecto de 34h) y el segundo de Santarem a Belem (un trayecto de 48h). En el Porto Flotante de Manaos compramos los boletos de barco a Santarem. El Porto Flotante había sido construido para solucionar los problemas de las crecidas del río Amazonas, que producía desniveles de hasta 14 metros. Era un muelle o plataforma flotante con muchos barcos de dos o tres pisos alrededor. 

Nuestro barco, pintado de azul y blanco, se llamaba “El Viageiro IV”, de Manaos a Santarem. El camarote estaba en la cubierta superior y era de dimensiones mínimas. Puesta en pie en el centro no podía ni extender los dos brazos a lo ancho, y no tenía ninguna ventana ni obertura, solo un ventilador. La cubierta estaba repleta de hamacas multicolores entrecruzadas, colgadas de los ganchos del techo. Decidimos que era mejor quedarse en las hamacas del exterior, más fresquito.



Partimos puntualmente a las cuatro de la tarde. El río Amazonas parecía un mar, tan alejadas que estaban sus orillas. Navegábamos por el centro y veíamos dos franjas estrechas de bosque selvático, talado a tramos, y algún palafito aislado. Al atardecer vimos la puesta de sol. 

Pasamos las horas contemplando el paisaje de las orillas, con verde vegetación. También charlamos con los otros pasajeros, escribimos, leímos y dormitamos en las hamacas mientras nos deslizábamos. Junto a nosotros viajaba una familia brasileña. La madre dormía en la hamaca con sus hijos. Estuvimos jugando con ellos. Éramos los únicos guiris en el barco y despertamos curiosidad. Las comidas a bordo se hacían por turnos, primero las mujeres y los niños, y luego los hombres, en una mesa grande para doce personas. Eran platos únicos tipo rancho: feijoadas (los guisos de fríjoles con carne), spaguettis y arroz.




El río era tan ancho que cuando soplaba viento se formaban olas grandes como en el mar, y el barco cabeceaba arriba y abajo, cabalgando las olas. A veces se estrechaba el río y navegamos por canales jalonados por palafitos. En las casas había ropa de colores tendida, y gente asomada a las ventanas o sentados en el porche. Por la noche pusieron música y bailamos en la proa a la luz de la luna, con otros pasajeros. 




Tras 34 horas de trayecto llegamos a Santarem. Vimos su Catedral con dos torres laterales, pintada de azul claro, y la zona del mercado. Eran calles de trazado regular, con construcciones bajas, de dos pisos. Había varias plazas con mangos grandes, que ofrecían una rica sombra, y un agradable paseo paralelo al río. Cenamos en una terraza de la Plaza del Pescador, róbalo con salsa de camarones y arroz, rico, rico. Con el estómago feliz paseamos por el Paseo Fluvial, lleno de gente, familias y grupos de chicas y chicos con ropas modernas. Nos gustó el ambientillo nocturno de Santarem.

Desde Santarem fuimos hasta el pueblo Alter do Chao a 33km. El pueblo era muy agradable, con ambiente hippy, casitas bajas, plazas y tiendas de artesanía. Tenía una de las mejores playas fluviales del Amazonas, con fina arena blanca y dorada. El lugar era realmente bonito. Una lengua de arena blanca con arbustos verdes. A un lado de la franja de arena estaban las aguas del río Tapajós, y al otro el que llamaban lago Verde. Resultaba curioso encontrar una playa allí, en pleno Amazonas. Hasta el ambiente era playero. 

Cogimos una barca a remo, por medio real, para recorrer los cocos metros hasta la franja de arena más blanca. Había varios chiringuitos y las mesas y las sillas estaban colocados en la orilla del mar. Nos bebimos unos cocos helados con los pies en el agua. Nos bañamos en ambos lados de la franja de arena. El agua estaba muy tranquila, y solo de vez en cuando el viento rizaba la superficie formando pequeñas olas. No dejaba de sorprendernos aquel mar amazónico.

Al día siguiente cogimos otro barco, el Sao Sebastiao, de Santarem a Belem. Esta vez nos instalamos directamente en hamacas, que habíamos comprado. El barco era más grande que el primero, con cuatro cubiertas en total, dos para hamacas, una con grandes mesas para el comedor y la cuarta con botes salvavidas. Tenía capacidad para unas cuatrocientas personas. 

El trayecto discurría lentamente. Empezamos a familiarizarnos con los pasajeros, y nos saludamos y sonreímos cuando se encuentran nuestras miradas o nos cruzamos en las escalerillas cambiando de cubierta. La gente hacía colada y la tendía del techo del barco, con el aire se secaba rápido. La vida era cíclica a bordo, una campana anunciaba los turnos del comedor. Con el calor húmedo permanecíamos bastante aletargados, meciéndonos en la hamaca. Los soplos de brisa nos sacaban un rato de la inercia de la travesía. Las duchas tenían cola. Las mujeres se lavan el pelo y lo envuelven en toallas. El aire se llenas de olor a gel y jabones. 

Hicimos alguna parada en pueblos diminutos perdidos en la selva amazónica, para dejar o recoger algún pasajero o mercancía. Al acercarnos empezaban a aparecer canoas a remo, con niños saludando. En el muelle vendían bananas y bolsas de gambas fritas por un real. 




La ciudad de Belem apareció en la desembocadura del río, con su frontal de modernos rascacielos. Después de dos días de travesía sin ver más que orillas de jungla y algún palafito aislado como única huella humana, resultaba bastante chocante. La gente descolgó las hamacas, y al despedirse intercambiaron teléfonos y direcciones. A nosotros nos desearon buen viaje. Nuestro viaje continuaba en Belem, por la Isla Marajó y la costa Atlántica de Brasil.