

El explorador inglés Richard
Burton fue el primer occidental en entrar en la mítica ciudad de Harar, en
Etiopía. Harar (o Harrar) fue y es una de las santas ciudades musulmanas,
y durante mucho tiempo estuvo prohibida la entrada a los no creyentes.
Burton, que también fue el primero en entrar en La Meca, consiguió entrar en
1854, disfrazándose de peregrino. Y casi un siglo y medio después la visitamos
nosotros. Eso me confirma que he nacido tarde, me correspondía otro siglo.
Harar era una ciudad
amurallada. Entramos por una de las puertas de arco de la muralla y
paseamos por el laberinto de sus calles. Era una ciudad Patrimonio de la Humanidad.
Las calles eran tortuosas y las casas eran de piedra desnuda o pintadas de
blanco, verde manzana o azul turquesa. Muchas tenían patios sombreados, que se
entreveían por las puertas abiertas. En los patios las mujeres lavaban la ropa
y los niños jugaban. Al pasar salían a gritarnos “faranji”, que significa
extranjero en amharic. Fueron cientos de veces que escuchamos esa palabra, con
aire festivo. Las niñas llevaban peinados de trencitas muy variados.



Se la consideraba "la cuarta
ciudad santa del Islam" con 82 mezquitas, tres de ellas del s.X y 102
Santuarios. Las mezquitas eran blancas con cúpulas verdes y minaretes
asomando entre las calles.
La ciudad era origen de la
comunidad rastafari. En la plaza central estaba el mercado del chat. El
chat era la planta de hojas verdes que masticaban los etíopes a todas horas, y
que tenía un efecto estimulante. Vimos hombres sentados en el suelo, mascando y
con los labios verdes, pero aquel día no había muchos mascadores. Otra plaza
cercana tenía pórticos de color rosado.




Nos alojamos en el Hotel
Belayneh, con una terraza con vistas al mercado. Había puestecillos en el
suelo, protegidos por paraguas de colores. Vendían de todo: montones de dientes
de ajo, tomates, patatas, naranjas y mandarinas, plátanos, chirimoyas, huevos
duros, cereales, harinas, carbón, mazorcas de maíz, injera…
También había
pequeños comercios de coloridas telas, cestas artesanales y colmados, que vendían un poco de todo. Las mujeres
vestían trajes y telas de gran colorido, y algunas llevaban redecillas en el
pelo. Vendían leche, que guardaban en calabazas. Algunas calabazas estaban adornadas
con cauris, las conchas africanas y todas tenían cosida un asa de tela para
transportarlas, aunque también se llevaban sobre la cabeza.



Por la ciudad se veían muchos burros
transportando leña en las alforjas. Las mujeres acarreaban grandes haces de
leña sobre sus cabezas, con la espalda bien recta. En Etiopía la leña todavía era imprescindible para cocinar y calentarse. Vimos dos establecimientos
donde molían una especie de habichuelas pequeñas para obtener harina, y todos
los que trabajaban allí estaban rebozados en una capa blanca. Y encontramos una peluquería, donde la joven peluquera hacía peinados de trencitas y cortaba el pelo a hombres y mujeres.



Otro día visitamos la “Casa de Rambo”,
tal como pronunciaban los etíopes. Rambo era el poeta francés Arthur Rimbaud.
Llegó a Harar a los veinte años y estuvo viviendo varios años, hasta su
muerte prematura a los 37 años. Leímos que fue traficante de armas. La
casa era bonita, de madera y piedra, un lujo para los estándares etíopes, y la
estaban restaurando. La guía de Lonely Planet explicaba que probablemente
aquella no fue su casa real porque él no tenía demasiados recursos económicos.
En el mercado había toda una
calle repleta de tiendecillas de sastres. Estaban instalados con sus viejas máquinas
de coser Singer, o de marcas chinas, y rodeados de telas multicolores. Los
pedales de las máquinas no paraban en todo el día. Mi abuela tuvo una máquina
Singer. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas puntadas y cosía una cremallera. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas
puntadas más y cosía un dobladillo. Con el tiempo, la máquina cayó en desuso y
desapareció. Mi abuela también.
Cerca estaban las planchadoras,
con antiguas y pesadas planchas de hierro. Tal vez Rimbaud encontró poesía en
la ciudad de Harar, en su gente y en aquellas callejuelas llenas de vida o en el pedaleo
incesante de los sastres.
Por la noche entramos en la
Iglesia con un grupo numeroso de fieles, la mayoría mujeres vestidas de blanco.
El sacerdote cantaba y el coro le respondía. Noche de luna llena y coro de
voces femeninas cantando y oscilando al rezar sus siluetas blancas. El paseo
nocturno por las callejuelas fue nuestra despedida de la Harar medieval, la
Harar prohibida y misteriosa.