jueves, 10 de octubre de 2002

NAVEGANDO EL AMAZONAS


Recorrimos el mítico Amazonas en dos tramos. El primero desde Manaos a Santarem (un trayecto de 34h) y el segundo de Santarem a Belem (un trayecto de 48h). En el Porto Flotante de Manaos compramos los boletos de barco a Santarem. El Porto Flotante había sido construido para solucionar los problemas de las crecidas del río Amazonas, que producía desniveles de hasta 14 metros. Era un muelle o plataforma flotante con muchos barcos de dos o tres pisos alrededor. 

Nuestro barco, pintado de azul y blanco, se llamaba “El Viageiro IV”, de Manaos a Santarem. El camarote estaba en la cubierta superior y era de dimensiones mínimas. Puesta en pie en el centro no podía ni extender los dos brazos a lo ancho, y no tenía ninguna ventana ni obertura, solo un ventilador. La cubierta estaba repleta de hamacas multicolores entrecruzadas, colgadas de los ganchos del techo. Decidimos que era mejor quedarse en las hamacas del exterior, más fresquito.



Partimos puntualmente a las cuatro de la tarde. El río Amazonas parecía un mar, tan alejadas que estaban sus orillas. Navegábamos por el centro y veíamos dos franjas estrechas de bosque selvático, talado a tramos, y algún palafito aislado. Al atardecer vimos la puesta de sol. 

Pasamos las horas contemplando el paisaje de las orillas, con verde vegetación. También charlamos con los otros pasajeros, escribimos, leímos y dormitamos en las hamacas mientras nos deslizábamos. Junto a nosotros viajaba una familia brasileña. La madre dormía en la hamaca con sus hijos. Estuvimos jugando con ellos. Éramos los únicos guiris en el barco y despertamos curiosidad. Las comidas a bordo se hacían por turnos, primero las mujeres y los niños, y luego los hombres, en una mesa grande para doce personas. Eran platos únicos tipo rancho: feijoadas (los guisos de fríjoles con carne), spaguettis y arroz.




El río era tan ancho que cuando soplaba viento se formaban olas grandes como en el mar, y el barco cabeceaba arriba y abajo, cabalgando las olas. A veces se estrechaba el río y navegamos por canales jalonados por palafitos. En las casas había ropa de colores tendida, y gente asomada a las ventanas o sentados en el porche. Por la noche pusieron música y bailamos en la proa a la luz de la luna, con otros pasajeros. 




Tras 34 horas de trayecto llegamos a Santarem. Vimos su Catedral con dos torres laterales, pintada de azul claro, y la zona del mercado. Eran calles de trazado regular, con construcciones bajas, de dos pisos. Había varias plazas con mangos grandes, que ofrecían una rica sombra, y un agradable paseo paralelo al río. Cenamos en una terraza de la Plaza del Pescador, róbalo con salsa de camarones y arroz, rico, rico. Con el estómago feliz paseamos por el Paseo Fluvial, lleno de gente, familias y grupos de chicas y chicos con ropas modernas. Nos gustó el ambientillo nocturno de Santarem.

Desde Santarem fuimos hasta el pueblo Alter do Chao a 33km. El pueblo era muy agradable, con ambiente hippy, casitas bajas, plazas y tiendas de artesanía. Tenía una de las mejores playas fluviales del Amazonas, con fina arena blanca y dorada. El lugar era realmente bonito. Una lengua de arena blanca con arbustos verdes. A un lado de la franja de arena estaban las aguas del río Tapajós, y al otro el que llamaban lago Verde. Resultaba curioso encontrar una playa allí, en pleno Amazonas. Hasta el ambiente era playero. 

Cogimos una barca a remo, por medio real, para recorrer los cocos metros hasta la franja de arena más blanca. Había varios chiringuitos y las mesas y las sillas estaban colocados en la orilla del mar. Nos bebimos unos cocos helados con los pies en el agua. Nos bañamos en ambos lados de la franja de arena. El agua estaba muy tranquila, y solo de vez en cuando el viento rizaba la superficie formando pequeñas olas. No dejaba de sorprendernos aquel mar amazónico.

Al día siguiente cogimos otro barco, el Sao Sebastiao, de Santarem a Belem. Esta vez nos instalamos directamente en hamacas, que habíamos comprado. El barco era más grande que el primero, con cuatro cubiertas en total, dos para hamacas, una con grandes mesas para el comedor y la cuarta con botes salvavidas. Tenía capacidad para unas cuatrocientas personas. 

El trayecto discurría lentamente. Empezamos a familiarizarnos con los pasajeros, y nos saludamos y sonreímos cuando se encuentran nuestras miradas o nos cruzamos en las escalerillas cambiando de cubierta. La gente hacía colada y la tendía del techo del barco, con el aire se secaba rápido. La vida era cíclica a bordo, una campana anunciaba los turnos del comedor. Con el calor húmedo permanecíamos bastante aletargados, meciéndonos en la hamaca. Los soplos de brisa nos sacaban un rato de la inercia de la travesía. Las duchas tenían cola. Las mujeres se lavan el pelo y lo envuelven en toallas. El aire se llenas de olor a gel y jabones. 

Hicimos alguna parada en pueblos diminutos perdidos en la selva amazónica, para dejar o recoger algún pasajero o mercancía. Al acercarnos empezaban a aparecer canoas a remo, con niños saludando. En el muelle vendían bananas y bolsas de gambas fritas por un real. 




La ciudad de Belem apareció en la desembocadura del río, con su frontal de modernos rascacielos. Después de dos días de travesía sin ver más que orillas de jungla y algún palafito aislado como única huella humana, resultaba bastante chocante. La gente descolgó las hamacas, y al despedirse intercambiaron teléfonos y direcciones. A nosotros nos desearon buen viaje. Nuestro viaje continuaba en Belem, por la Isla Marajó y la costa Atlántica de Brasil.


sábado, 5 de octubre de 2002

MANAUS AMAZÓNICO

Empezamos el viaje por Brasil en Manaus, la capital del estado de Amazonas, rodeada por la mayor selva tropical del mundo, cerca de la confluencia del río Negro con el río Solimões. Fue fundada en torno a 1669 por los portugueses como la fortaleza São José do Rio Negro. El nombre de Manaus era homenaje a la nación de los indios manaós. La ciudad prosperó con la fiebre del caucho, a principios del s. XIX.

El edificio más emblemático era el Teatro Amazonas, la mítica Ópera de Manaos. Fue el símbolo del esplendor de la época del caucho. Se construyó a mediados del s. XIX en estilo neoclásico, pintado en color rosa y marfil. El exterior tenía columnas, escalinatas con balaustradas de mármol y una gran cúpula policromada, con mosaicos verdes y amarillos.


Visitamos el interior con mármoles italianos, hierro forjado de Escocia y la mayoría de materiales de Europa. Las butacas eran de madera oscura y terciopelo granate. La madera era de Brasil, pero la enviaron a Europa para tallarla. Todo aquel esplendor también recordaba la explotación, el enriquecimiento, lujo y despilfarro de algunos pocos en la época. En la gran sala había varias mascaras en las columnas, representando la tragedia y la comedia, con nombres de escritores históricos, como Lope de Vega, Shakespeare, Goethe, etc. 

Otro edificio bonito era la Alfándega, el edificio de Aduanas, de principios del s. XIX. Fue importado de Gran Bretaña en bloques prefabricados.

El Palacio del Río Negro era otra gran mansión colonial pintada de amarillo ocre. En su interior había un museo de numismática y una pinacoteca que curioseamos. Fue la residencia de un barón alemán enriquecido con el caucho. Intentamos ver el interior, a través de una puerta abierta en la cafetería, y llegamos hasta una gran escalinata de madera con dos estatuas, pero nos dijeron que no podía visitarse.

Las calles tenían ambiente y había plazas arboladas que ofrecían sombra. Se veían árboles tropicales como las Higueras de Indias con troncos con lianas. A la sombra de los árboles se instalaba algún peluquero. Comimos en una placita el pescado piracucú, de sabor muy salado, con arroz y suco de abacaxi (zumo de piña).



            

El Mercado de Manaos con estructura de hierro forjado igual a la del mercado de Les Halles en París. En los laterales estaba la sección de carnes y pescados  Había puestos coloridos de frutas y vendían cocos helados, que se agradecían con los 40° de temperatura. Lo que mas nos llamó la atención fueron los puestos de hierbas medicinales, que ofrecían guaraná, la bebida obtenida como extracto de una semilla, y utilizada como estimulante, vigorizante sexual y remedio para todo.




jueves, 3 de octubre de 2002

LAS CATARATAS DE IGUAZÚ


Desde Foz de Iguazú fuimos en autobús hasta la entrada del Parque de Iguazú. Un autobús interno nos llevó hasta el inicio del sendero de las cataratas. Primero oímos el rugido del agua, y luego las vimos. Frente a nosotros se extendían las 275 cataratas, arrojando el agua con fuerza atronadora. Decían que ocupaba una zona de 3km de anchura y 80m de altura. Eran más anchas que las Victoria Falls, más altas que Niágara y más impresionantes que ninguna. Nos impactaron. Era pura naturaleza en estado salvaje. 

Un camino empedrado con escaleras permitía ver las cataratas a lo largo de 1,2km. Cualquier tramo era bellísimo. Estaban rodeadas de verde vegetación y negras rocas bañadas por el agua. Árboles con lianas, helechos, musgo y palmeras aisladas formaban el entorno. En medio de las cataratas estaba la Isla de San Martin, verdísima, con una jungla densa.

       

En algunas cataratas el agua era marrón, por los lodos y sedimentos que arrastraban. Pero en la mayoría caía un chorro blanco y espumoso, formando nubes de vapor de agua. En la pasarela que llegaba hasta la Garganta del Diablo, las gotas de agua diminutas nos empaparon. El nombre de Iguazú provenía del guaraní y significaba “agua grande”.

Mientras íbamos por el camino apareció un coatí, olisqueando las plantas, seguido por otro. Se aproximaron a nosotros y pasaron de largo, ignorándonos. Tenían el hocico alargado, como los osos hormigueros, y la cola rayada y larga. También vimos mariposas negras de alas azul nacarado, y muchas aves sobrevolando las cataratas. Eran vencejos, que tenían los nidos entre la vegetación, en las rocas de los saltos de agua.

Por la tarde cogimos una lancha por el río Iguazú. El agua estaba bastante revuelta porque había llovido y formaba remolinos que la lancha trataba de esquivar. Aquello parecía más un rafting que un paseo. Nos acercamos al pie de una catarata y nos envolvió una nube de agua a presión, acabamos empapados de nuevo y eufóricos.


Al día siguiente fuimos al Parque Argentino y recorrimos el circuito superior por las pasarelas situadas sobre las cataratas. El 80% de las cataratas eran territorio argentino y el 20% brasileño. Desde el lado argentino podían verse más cerca, por encima, por debajo y aproximarse hasta mojarse. Aunque desde el lado brasileño se dominaba más la visión total, el frontal panorámico de 3,5km. Había que verlo desde los dos lados, eran complementarios. 

En el circuito inferior pudimos aproximarnos tanto al agua que quedamos empapados. El agua bañaba las verdes plantas que crecían en las rocas negras, sin conseguir arrancarlas. Al final del sendero encontramos la Garganta del Diablo, el plato fuerte del día Allí confluían varios saltos de agua en una caída de gran altura. Las nubes de vapor de agua no permitían ver el fondo del salto, y las gotas reflejaban un perfecto arco iris, en el que los colores se distinguían nítidamente. Según el momento la nube se engrandecía y se expandía hacia arriba, como si fuese un géiser. Recibimos varias duchas de microgotas que nos refrescaban.






El agua bajaba con una fuerza atronadora, arrastraba lodos y se veía de color caramelo, o de un blanco espumoso y deslumbrante. Aquella garganta con su gran caudal era como una gran batidora que agitaba las aguas del río Iguazú. Eran una de las siete maravillas naturales del mundo, un merecido Patrimonio de la Humanidad. Impresionantes!

martes, 1 de octubre de 2002

RÍO DE JANEIRO

 

El tren cremallera nos subió al Corcovado en media hora. Nos subimos en el lado derecho y contemplamos el paisaje de la jungla, que pertenecía al Parque Nacional Tijuca. Ascendía lentamente, con una inclinación de 45º. Entre la vegetación podían verse los tejadillos de alguna antigua mansión colonial, situada en la ladera. A tramos el paisaje se abría y el tren bordeaba un precipicio. 

Cuando de repente apareció la vista de la Bahía de Guanabara, todos los tripulantes expresamos nuestra admiración. El mar estaba salpicado de pequeños islotes verdes y la franja costera repleta de rascacielos de distintas alturas. El día estaba nublado y no lucía en todo su esplendor. La mole del Cristo Redentor parecía mostrarnos sus dominios con los brazos extendidos. Era una estatua grisácea, de dimensiones considerables: 38m de altura y casi 20m de brazo a brazo. En su interior tenía una pequeña Capilla de la Virgen de los Desaparecidos. 

La vista desde el Corcovado era increíble. La vegetación cubría como un manto todos los picos y colinas, redondeándolos, alfombrándolos de verde. Se distinguían las favelas, derramándose por la ladera, como un río de lava. Junto a ellas los grandes edificios, muchos con piscina en las azoteas, cuadrados de azul turquesa que salpicaban la ciudad. Y en el mar barcos diminutos surcaban la superficie plateada. 



Recorrimos el Centro Histórico desde la Plaza Floriano, en el barrio Cinelandia. La Biblioteca Nacional era un edificio neoclásico con altas columnas, pintado de amarillo. Al lado estaba el Teatro Municipal, con cúpulas de bronce verdoso, y el Museo de Bellas Artes. Vimos otra biblioteca portuguesa fantástica. Nos llamó la atención el edificio, una especie de palacete con ventanas alargadas de arcos medievales. En el interior una gran sala de tres pisos de altura, revestida de libros antiguos. Todo el mobiliario, mesas, sillas, vitrinas, atriles, era de madera oscura, pulida por el tiempo. Nos transportó a los inicios del siglo pasado. 




En otra plaza encontramos el imponente Convento de San Antonio, sobre una colina amurallada. La entrada no era muy visible; en una esquina una pequeña puerta conducía hasta dos “elevadores”, con ascensoristas sentados. Ellos nos subieron hasta el convento. Una curiosidad. La capilla tenía un gran retablo dorado y las paredes estaban revestidas de azulejos portugueses. Varios brasileños rezaban en silencio. 

Cerca estaba la moderna Catedral Metropolitana de Sao Sebastián. Tenía forma piramidal y el exterior nos pareció muy gris, al estar hecho de bloques de cemento. Por dentro la mejoraban las vidrieras de colores, que le proporcionaban una cálida luz. Próximo a la Catedral había un antiguo Acueducto de Lapa, una miniatura del de Segovia, con arcos blancos manchados por las lluvias. 

Seguimos por la Rua do Carioca, donde había varios comercios antiguos. El primero que vimos fue una tienda de comestibles, con las botellas, latas y toda la mercancía apilada ordenadamente, formando un conjunto muy abigarrado y estético. Allí compramos nueces de Brasil y cacahuetes para picar. Por toda la zona se veían muchas tiendas de zumos naturales de frutas, que colgaban en la entrada como reclamo: grandes mangos, papayas, piñas, pomelos, etc. Otra tienda antigua era una confitería con todo tipo de pastas y dulces. El bar restaurante Luis también tenía solera, era el más antiguo de Río, de 1887. 

Paseamos por las míticas playas de Ipanema y Copacabana. La arena era muy blanca. Había redes para jugar al volley. Lo bonito de aquellas playas era el entorno de colinas verdes superpuestas y el horizonte con más colinas, difuminándose entre la neblina. Desde Ipanema se veía una montaña con dos picos, especialmente sugestiva, que se conocía como Dos Hermanos. Al final de Ipanema estaba la zona de Arpoador, con unas grandes rocas negras y un Fuerte. Desde allí no podía seguirse por la arena y fuimos por el interior. 

En Urca estaba el Pan de Azúcar. Cogimos el Funicular, rápido y silencioso. En dos etapas subía hasta el Morro de Urca, y desde allí, cambiando de cabina, hasta el Pan de Azúcar. Entre las dos montañas se extendía una jungla espesa. Nos gustó mucho pasar por encima de las copas de los árboles, como si las sobrevoláramos con avioneta. Desde la cima del Pan de Azúcar se veía el Cristo Redentor de Corcovado, dominando el magnífico paisaje de la Bahía de Guanabara. 


Cenamos comida de a kilo, los bufets a peso, en la Galería de los Poetas. Luego tomamos algo en el Café del Teatro Nacional, con un gran salón de estilo asirio, con columnas y mosaicos azules y verdes en las paredes. Por la noche encontramos una fiesta con música en la Plaza Floriano. Río tenía muchos más atractivos y Brasil era un país para disfrutar de su música, su naturaleza y sus gentes.