Desde Dar es Salaam cogimos un ferry hasta la isla de Zanzíbar, un trayecto de 45 minutos por el Océano Índico, que se convirtió en tres horas por avería del barco. En el Puerto vimos los dohwns árabes, las embarcaciones de vela tradicionales.
La Ciudad de Piedra era el casco antiguo de Zanzíbar, considerado Patrimonio de la Humanidad. Callejeando encontramos edificios con mezcla de arquitectura árabe, oriental y africana. Casas blancas encaladas, con balcones de madera, ventanas en arco y puertas de madera labrada, con adornos de latón dorado.
Por las calles se veía una mezcla de razas mayor que en Dar es Salaam, pieles de todas las tonalidades y rasgos del cruce de razas. Indias con sari, musulmanas con caftán negro y musulmanes con casquete y negritas con estampados de colores.
Preguntamos donde estaba la Catedral de San José y nos acompañó un indio de Goa, de religión católica. Nos comentó que vivía allí desde niño y que los católicos eran minoría en Zanzíbar. Había mucha emigración del continente indio y de Sri Lanka, entre otros lugares.
El Fuerte con almenas y bastiones fue construido por los portugueses en 1700. Frente a él las velas blancas de los dhowns árabes cruzaban el mar. Alrededor había chiringuitos con pescado frito y en empanadas, pinchitos, patas y piñas frescas y jugosas. Unas máquinas trituraban la caña de azúcar, y vendían zumo de caña de azúcar con limón y jengibre.
Fuimos a ver la casa
del explorador David Livingstone, que le había cedido el Sultán de Zanzíbar
cuando estuvo en la isla. Lugo vimos el antiguo mercado de esclavos, donde
había una iglesia católica que primero fue anglicana. En una placa informaban
de que Livingstone había luchado contra el tráfico de esclavos.
Otro día alquilamos una barca para ir a la Isla Changuu, antes llamada Isla de la Prisión, porque hubo una cárcel para los esclavos rebeldes. Vimos los restos que quedaban de ella, murros semiderruidos de las celas que aún conservaban intactas las rejas. Lo que los esclavos veían tras esas rejas era un paisaje precioso. El mar verde y azul, por el que siempre se deslizaba alguna vela blanca de un dhown árabe. Debía ser especialmente cruel verse encerrado en un entorno tan bello.
La isla tenía unas
enormes tortugas, que paseaban indiferentes por allí. Sus caparazones medían
más de un metro. De vez en cuando estiraban su rugoso cuello y nos miraban con
sus ojos vidriosos. Tenían una piel tan recia y rugosa como los elefantes. Las
tortugas pequeñas estaban bajo una construcción, para protegerlas.
Dimos la vuelta a
la isla por un camino que bordeaba el agua. Era muy verde, con una vegetación
densa, y veíamos entre las ramas de los árboles las blancas velas cruzando el
mar. Cerca de la playa vimos estrellas de mar de color rojo. Con la barca fuimos
a hacer snorkel, el buceo con tubo y aletas. El fondo marino era
precioso con corales, erizos de mar y peces de todas las formas y colores:
redondos y planos con rayas amarillas, otros alargados con rayas negras y azul
eléctrico.
Viaje y fotos de 1993
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