En los alrededores de Kalaw
visitamos varias aldeas caminando por los senderos de tierra rojiza. El paisaje
era precioso: valles cultivados entre montañas y colinas. Había laderas llenas
de girasoles, algunos de casi dos metros de altura. Otros cultivos
eran de semillas de sésamo, terrazas de arroz, plantaciones de té verde.
Los campos formaban mosaicos de gran colorido.
Encontramos gente que iba o volvía del mercado. Las mujeres llevaban cestas a la espalda, ciñendo las asas a la frente, con la compra del día. Las saludábamos y una de ellas nos enseñó su compra: algo de pescado, vegetales, tomates y palomitas de maíz caramelizadas para los niños. Las mujeres casadas llevaban unos aros en la cintura como indicadores de su rango, y vestían longhis de colores hechos a mano, con chaquetillas de tela adornadas con lentejuelas. Muchas llevaban enrollada en la cabeza una toalla china de colores, a modo de turbante. Un niño llevaba un sombrero especial hecho con hojas.
En una de la aldeas ellas vimos lo
que llamaban “long-house”, la casa comunal de varias familias. Era un
largo palafito, levantado sobre pilotes, la parte inferior se utilizaba como
almacén o para el ganado. Vimos cerdos negros como jabalíes y gallinas. Cuando
fuimos estaba medio en penumbra porque las ventanas estaban cerradas, pero se
filtraba algún rayo de sol que iluminaba el humo del interior. Se podía
saber el número de familias por los fuegos que ardían.
Los niños correteaban por allí y se acercaban a nosotros con curiosidad. Nos presentaron al anciano de más edad de la comunidad. Tenía 85 años y once hijos, según nos contó. Nos invitó a un té, y nos miraba sonriendo con sus encías desdentadas.
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