jueves, 7 de octubre de 2010

RETRATOS DEL TIBET

 

 

Siempre me han gustado los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos marcados y ojos rasgados.
Encontramos a la anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa joven.
La niña de las trenzas llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío tibetano.
 
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.

 
El personaje flaco del sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral. Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y me regaló otra sonrisa.
Todos ellos, y muchos otros, formaron parte de nuestro viaje a Tibet.








© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

miércoles, 6 de octubre de 2010

BOCADITOS CHINOS CALLEJEROS




 
De todos es sabido que la cocina china tradicional es toda una experiencia. Hay que degustar los platos con todos los sentidos. La cultura milenaria china se expresó en el arte y en la gastronomía, que para muchos, es otra forma de arte.
Quiero reunir aquí una muestra de los puestos callejeros que encontré. Me llamaron la atención las piruletas de crujientes camarones con cáscara incluida, y los pinchos de pequeños cangrejos, algo incómodos para comer por la calle.






El pato lacado, un plato imperial, también puede encontrarse en los puestecillos populares. Su color naranja intenso se debe a la salsa hecha de miel y soja, que aplican con un pincel. Aunque creo que los de la foto son muslitos de pollo preparados de forma similar.

Otra posibilidad eran los variados pinchos vegetales con tiras de pimientos, lechuga, zanahoria, setas y otras verduras. Los fideos chinos o noodles, y el arroz acompañan todos los platos.


 
 
 
Por aquí decimos que “todo lo que corre o vuela, a la cazuela”, pero en China habría que añadir todo lo que repta, salta, o todo bicho viviente. Paseando una noche encontramos toda una calle en la que uno de los platos estrella eran las orugas a la plancha, tostaditas y más gruesas que uno de mis dedos. Frescas, eso sí, porque no paraban de moverse en la bandeja.
Acabo con un plato de restaurante, de presentación exquisita: dados de pollo, calabacín y anacardos, acompañados de escarola con una flor lila, delicadeza de la casa.
Buen provecho!


 
© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

martes, 5 de octubre de 2010

DETALLES TIBETANOS


 
Las mujeres tibetanas tradicionales llevan un peinado con diminutas trencitas anudadas en la espalda y sujetas por pasadores de plata con adornos de pedrería. Algunas llevan el pelo untado con mantequilla de yak, y trenzado en 108 tiras finas y largas. Según leímos, el 108 es un número sagrado para los budistas.

El coral rojo y la turquesa, que utilizan en los pasadores y cinturones, son piedras autóctonas. En los puestos de artesanía de Lhasa se venden muchas de estas joyas, que adornaron en sus mejores tiempos a las mujeres nómadas tibetanas.

 
 


Los niños llevan una abertura en el trasero del pantalón para que hagan sus necesidades sin mancharse la ropa. Algunos llevaban pañales que se veían a través de la obertura. Encontré uno de ellos en una calle, y seguí a la madre y el hijo entre la muchedumbre, pero me resultó difícil conseguir la fotografía entre el gentío, y la logré pero borrosa. Habíamos visto aquello en otros países asiáticos, pero en el clima frío del Tibet nos sorprendió más.


 
 

En los mercados tibetanos pueden verse esqueletos de animales colgando y aireándose en espera de comprador. La carne de yak, seca y de sabor fuerte, es la más gustosa, pero no se suele servir mucha cantidad en las raciones habituales. El consumo de carne de los tibetanos es reducido comparado con el de un occidental. Siglos de carencias y austeridad todavía son determinantes en su dieta.
  
Las mesas de billar están en las calles al aire libre. Hay una auténtica afición por este juego, introducido por los chinos. Por la noche las tapan con un plástico sujeto con piedras, que las protege algo del polvo y de las escasas lluvias. Los niños eran unos entusiastas espectadores.

 
 

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lunes, 4 de octubre de 2010

LA CHINA TRADICIONAL, FENGHUANG




 
Desayunamos en el balcón de nuestra pequeña habitación de madera, frente al río. Un pescador solitario, con un sombrero cónico, lanzaba sus redes. Estábamos en el sur de China, en Fenghuang: una ciudad amurallada en las orillas del río Tuo, y el asentamiento de las minorías étnicas Miao y Tujia. Había sido declarada Patrimonio de la Humanidad en el 2009, y los patrimonios no suelen defraudarme. Las guías escritas le atribuían un misterioso encanto, con casas y comercios tradicionales, y templos ancestrales.


 
 
La ciudad era muy turística, con mayoría de turismo local chino; prácticamente éramos los únicos turistas occidentales. Nos sobró la música nocturna de los bares. Pero nos atrapó. Conservaba las viejas casas de tejadillos oscuros con musgo. Algunas eran palafitos sobre el río, con largos pilotes oscurecidos por la humedad. Muchas tenían los balcones de madera restaurados. Conservaba dos puentes de piedra con arcos, y otros de pilares para cruzar saltando el río.
El agua era de un color verde intenso, y se veían barcas de remo deslizándose lentamente. Por la calle nos cruzábamos con ancianas con unos gorros altos que parecían cestas envueltas en turbantes azules. Vendían guirnaldas de flores para las turistas chinas y artesanía textil. Iban vestidas con chaquetilla y pantalones anchos azules, con una cenefa de flores. El alto gorro estilizaba sus figuras.





Los comercios ofrecían setas, kiwis confitados, frutos secos con especies picantes, pinchos de cangrejo, de calamar, de salchichas, de carne, piruletas de gambas diminutas tofu frito con especies…Comimos en un puesto callejero ante el río: pinchos de calamar, patatas y buñuelos con nueces.

Vimos templos antiguos y una Pagoda de siete niveles junto al río. Cenamos en una cálida y vieja taberna, cerca de la pagoda. Unos gatos maulladores nos hicieron compañía. Había demasiados comercios, pero gracias a sus casas antiguas no costaba imaginar la vida de la ciudad en otros tiempos.

 

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LA CELEBRACIÓN DEL TSAMPA




 

En Shigatsé visitamos el Monasterio de Tashilumpo, otra maravilla del Tibet. Era inmenso, fue construido en 1447 y tenía calles y plazoletas. En su tiempo vivieron unos 6000 monjes, ahora unos 600. Además era el único monasterio donde los monjes elaboraban artesanalmente su propio calzado, una especie de botines de lana roja con adornos negros.




 

Allí tuvimos el privilegio de asistir a una ceremonia festiva: en un patio unos cien monjes amasaban bolas de tsampa, la harina de cebada tostada que constituye la base de la alimentación tradicional tibetana. Formaban una gran bola de 1kg. aproximadamente, acabada en forma de pico.



Luego otros monjes teñían de un líquido rojo la punta y las colocaban en bandejas. Los monjes más jóvenes eran los encargados de llevarlas a la sala principal, entre bromas y risas, para el banquete festivo que se celebraría posteriormente. Otros monjes preparaban té tibetano con mantequilla en grandes calderos, batiéndolo constantemente.

 

Por la noche en un pequeño y acogedor restaurante pedimos tsampa en la cena. En otro viaje por Sikkim habíamos probado tsampa en forma de gachas espesas. Esta vez la sirvieron amasada en forma de croquetas, lo que creo fue una concesión al gusto del turista occidental, y me pareció muy harinosa y seca. Durante la cena recordamos todo lo que habíamos presenciado en el Monasterio. Fue una ceremonia hipnótica, un espectáculo que nos transportó a otros tiempos. 
 
 
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domingo, 3 de octubre de 2010

EVEREST, EN EL TECHO DEL MUNDO



Una mañana de octubre, desde Shegar, emprendimos la ruta hacia el Monte Everest. El asfalto duró poco y seguimos por una pista de tierra y grava, llena de curvas, botando y vibrando durante tres horas. El día estaba luminoso, como todos hasta el momento, con un cielo azul limpio. Las montañas parecían esculpidas y predominaban los tonos ocres y marrones.

En el Paso Nyalam Tong-la contemplamos el perfil de la cadena montañosa del Himalaya con cinco ochomiles: empezando por la izquierda el Monte Makalu, seguido del Monte Lotse, en el centro el Monte Everest (llamado Qomolangma en tibetano) y a la derecha el Monte Cho Oyu y el Monte Xixiabangma.


El cielo azul no tenía ni una nube y el Monte Everest, con sus 8844m., destacaba entre los otros, con su blancura satinada. Por el camino habíamos visto otras montañas con nieve brillante derritiéndose al sol. La del Everest parecía más compacta.

Llegamos al Campamento Base a los pies del Everest. Vimos unas tiendas de aspecto militar por fuera, dispuestas en forma de “u”. En el interior resultaban cálidas, con una estufa de latón central y adornadas con sofás con cojines y telas coloridas en las paredes. Eran restaurantes y hoteles para pasar la noche. Algunas tenían nombres graciosos como el “Hotel de California”.


Ni rastro de tiendas de campaña de grupos de escaladores. Supusimos que estarían más alejados. Preguntamos y nos dijeron que desde Nepal habría algunos porque el acceso era más fácil y también era más dificultoso obtener el permiso de los chinos. No había duda de que aquel era el Campamento Base porque había una tienda que era la Post-Office china, la oficina de correos a mayor altitud del mundo, tal como describía la guía.
Un autobús lanzadera nos llevó a la parte más alta alejada del campamento, y a partir de ahí caminamos lo que nos apeteció. Encontramos un riachuelo con hielo escarchado frente al monte. Recogimos piedras curiosas veteadas con colores verdosos. Me senté junto al riachuelo y frente al Everest, e intenté hacer un esbozo de dibujo, pero me resultaba muy difícil reflejar las sombras de los picos nevados y las grietas de las laderas. El blanco de la nieve era deslumbrante.
 

En el Campo Base entramos en una de las acogedoras tiendas mientras soplaba el viento agitando las lonas. Comimos carne de yak con patatas, pancake y té tibetano con mantequilla. De regreso nos esperaba la visita al Monasterio de Rongbuk, el que estaba situado a mayor altitud del mundo. Y tenía la particularidad de ser el único en el que convivían monjes y monjas. Pero lo que recordaríamos para siempre sería haber estado a los pies del gigantesco y mítico Monte Everest, el verdadero techo del mundo.
 
© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego