domingo, 31 de agosto de 2014

LA CELEBRACIÓN DEL TSAMPA



 

En Shigatsé visitamos el Monasterio de Tashilumpo, otra maravilla del Tibet. Era inmenso, fue construido en 1447 y tenía calles y plazoletas. En su tiempo vivieron unos 6000 monjes, ahora unos 600. Además era el único monasterio donde los monjes elaboraban artesanalmente su propio calzado, una especie de botines de lana roja con adornos negros.



 

Allí tuvimos el privilegio de asistir a una ceremonia festiva: en un patio unos cien monjes amasaban bolas de tsampa, la harina de cebada tostada que constituye la base de la alimentación tradicional tibetana. Formaban una gran bola de 1kg. aproximadamente, acabada en forma de pico.





Luego otros monjes teñían de un líquido rojo la punta y las colocaban en bandejas. Los monjes más jóvenes eran los encargados de llevarlas a la sala principal, entre bromas y risas, para el banquete festivo que se celebraría posteriormente. Otros monjes preparaban té tibetano con mantequilla en grandes calderos, batiéndolo constantemente.


 

Por la noche en un pequeño y acogedor restaurante pedimos tsampa en la cena. En otro viaje por Sikkim habíamos probado tsampa en forma de gachas espesas. Esta vez la sirvieron amasada en forma de croquetas, lo que creo fue una concesión al gusto del turista occidental, y me pareció muy harinosa y seca. Durante la cena recordamos todo lo que habíamos presenciado en el Monasterio. Fue una ceremonia hipnótica, un espectáculo que nos transportó a otros tiempos.

 


 
 
 
© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego
 

EL MAJESTUOSO PALACIO DE POTALA




Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.

Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.


 

El majestuoso Palacio del Potala era la Sede del Gobierno Tibetano y la antigua residencia del Dalai Lama. Fue construido en el s.XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad.

Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Empezamos la ascensión de las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrenda. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos.

Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 
Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

RETRATOS DEL TIBET

 

 

Siempre me han gustado los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos marcados y ojos rasgados.

Encontramos a la anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa joven.

La niña de las trenzas llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío tibetano.


 
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.


 

 
El personaje flaco del sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral. Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y me regaló otra sonrisa.

Todos ellos, y muchos otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


sábado, 23 de agosto de 2014

VILNIUS

Vilnius (o Vilna), la capital lituana, es una ciudad amurallada conocida como la joya barroca del Báltico. Su casco antiguo es el mayor de Europa, considerado Patrimonio de la Humanidad. Callejuelas empedradas con casas con buhardillas y chimeneas, iglesias, patios interiores, y muchos rincones con encanto. 

La muralla tuvo diez puertas y la única que se conservaba intacta era la Puerta de la Aurora. Era un gran arco con un cuadro en el exterior de una Virgen negra rodeada de oro. Había gente rezando en la calle y ofreciendo cirios. 






Nos alojamos en el Domus Maria Hotel, un convento del s. XVII de las monjas teresianas, un lugar histórico. junto a la Puerta de Alba. Desayunamos en el antiguo Refectorio de las monjas, con techos abovedados con arcos de crucero. 

La Catedral tenía una fachada peculiar con seis columnas clásicas y un campanario blanco independiente, separado del cuerpo de la catedral. Junto a la catedral estaba el el Palacio Real de los Duques de Lituania, un gran edificio blanco del s.XV. Cerca estaban las Iglesias barrocas de Santa Teresa y del Espíritu Santo (ortodoxa). Esperamos a las cinco de la tarde para escuchar los cantos de los monjes ortodoxos.


Otro gran arco eran las llamadas Puertas Basilianas, por las que se accedía al Monasterio Basiliano de la Sagrada Trinidad. Vimos la Filarmónica y seguimos hasta la Plaza del Antiguo Ayuntamiento, donde se celebraba una fiesta medieval. Había herreros, curtidores de piel, hilanderas con ruecas, artesanos de piel y escribidores con su scriptorium.






Nos metimos por las estrechas y sinuosas callejuelas del guetto judío: Antoniovski, Gaono, Zydu, Stikliu…Habían sido testigos de mucho dolor y lo recordaban en una placa conmemorativa. Ahora estaban llenas de vida, repletas de pastelerías, tiendas coquetas, tabernas y restaurantes. Un contraste con lo que vivieron en el pasado.





Luego fuimos al Museo de las Víctimas del Genocidio, ubicado en un gran edificio clásico que había sido la sede del KGB y de la Gestapo. Los sospechosos de ser anti-soviéticos eran espiados, interrogados, enviados a campos de trabajo, deportados o ejecutados. Hubo miles de víctimas en Lituania. Los deportaban a Siberia y zonas alejadas, y muchos morían allí por el frío y las condiciones extremas. Había muchas fotos, historias de partisanos que lucharon contra el comunismo, testimonios de deportados y de víctimas de todo tipo.

En la segunda planta vimos los despachos de los oficiales y torturadores, con sus uniformes, y el mobiliario con radios y teléfonos. En otra sala espiaban las conversaciones de sospechosos con micros camuflados. El sótano fue lo más impresionante, con las celdas de los prisioneros, sala de torturas. Bajar por aquellas escaleras era descender a un inframundo. Asesinaron a muchos inocentes: profesores, escritores, artistas y sacerdotes. Una visita impactante.

Subimos a la colina Gadimenas, un lugar simbólico por ser donde se fundó la ciudad de Vilnius. Estaba coronada desde el s. XIII por un torreón circular de ladrillo rojo con la bandera lituana. Desde allí había vistas panorámicas de la ciudad. Sus muros fueron destruidos durante la ocupación rusa (1665-1661) y fueron restaurados posteriormente. En el interior estaba el Museo del Castillo Alto, que visitamos gratis por ser festivo. Celebraban los 25 años de la cadena humana que atravesó Lituania, Letonia y Estonia, pidiendo la independencia, que consiguieron en 1991. Había sido un hito histórico.



Otro día paseamos por el Barrio de Uzupis, el barrio bohemio, donde se instalaron artistas, soñadores, borrachos y okupas. El barrio tenía una placita con una columna con el Ángel de Uzupis, tocando una trompeta. Habían declarado una República Independiente. Tenían su Presidente y una Constitución propia festiva, con derechos como el de ser único, ser feliz o infeliz, amar, derecho a ser libre o a ser un perro. Concluía con un “No te des por vencido. No contraataques. No te rindas”. Estaba escrita en una placa en un muro, en varios idiomas. Una curiosidad. 



                

                                                     

Vimos varias parejas de novios lituanas, con sus damas de honor, que iban en limusinas y se fotografiaban allí. Los novios dejaban candados en el puente que cruzaba el río Neris. Vilnius era una ciudad con mucha historia y mucho encanto.