Llegamos en
jeepney a Banaue desde Lagawe. Nos alojamos en el Green View Hotel, con
vistas de las terrazas de arroz escalonadas. Se las consideraba “la Octava
Maravilla del Mundo”. El arroz era un cultivo ancestral del pueblo Ifugao y de
Filipinas. Nuestra habitación tenía un pequeño balcón de cara al verde valles
de arrozales, cruzado por un río de aguas fangosas.
No se consideraban Patrimonio de la Humanidad por las estructuras modernas, pero el paisaje lo merecía. Fuimos en motocarro al View Point, en la cima de la montaña, con magníficas vistas. Los arrozales estaban verdes en su mayoría, y algunos inundados de agua. Leímos que hasta el mes de agosto se cosechaba, y de septiembre a diciembre se preparaban los campos para la próxima cosecha.
Allí vimos varias mujeres
y hombres Ifugao. Eran bastante ancianos, muy arrugaditos, y llevaban la indumentaria
típica: tocados con plumas en la cabeza y chaquetilla y sarong con cenefas,
predominando los tonos rojos. Algunos tenían la dentadura roja de mascar nuez
de betel, y a todos les faltaban dientes, y mostraban su sonrisa mellada. Un
anciano fumaba una pipa.
Hicimos una caminata
a través de las terrazas, pasando por alguna aldea Ifugao. Fuimos
por estrechos senderos entre los arrozales, encontrando algún campesino que
trabajaba sus campos. Vimos algún búfalo comiendo tranquilo, hundiendo sus
patas en el agua. Algunas terrazas tenían los tallos verdes crecidos, y otras
estaban inundadas de agua, y rodeadas por pequeños muros o diques de piedra.
Los arroyuelos que caían de la cima de la montaña alimentaban el sistema de regadío por canales. A veces formaban pequeños saltos de agua. Pasamos por las cataratas de la Guihon Natural Pool, que formaba como su nombre indica, una piscina natural. Todo aquel valle parecía una maqueta hecha con primor, salpicado por algunas casas.
Otro día fuimos a Batad, el pueblo más bonito y mejor conservado que vimos en el norte de Luzón. Primero cogimos un triciclo o motocarro por una pista embarrada, llena de socavones y pedruscos. Nos dejó en el desvío y caminamos una hora y media hasta divisar el pueblo en el valle y otra media hora en llegar abajo. Ningún vehículo podía llegar hasta allí. Las dos horas que nos dijeron que se tardaba en la oficina de Turismo.
Batad era una aldea en un valle de terrazas de arroz escalonadas. Una pequeña gran maravilla. Se distinguían los tejadillos cónicos de cáñamo entre palmeras, plataneros y terrazas de arroz. El pueblo estaba emplazado en medio de la ladera de arrozales y tenía el río a sus pies. Apenas se veía uralita, porque los del pueblo eran reacios a utilizarla. Solo la iglesia estaba hecha de hojalata.
Vimos pequeñas cabañas de madera, con cráneos de búfalos con sus grandes cuernos en el exterior. En las casas las mujeres lavaban la ropa y la extendían al sol. Ponían los manojos de arroz en esteras para secar al sol, y colgaban las mazorcas de maíz. Gallinas y algún cerdo salvaje corrían por allí. Una aldea tradicional filipina, de ambiente muy relajado.