miércoles, 24 de septiembre de 2003

LOS ATOLONES DE LAS MALDIVAS

“Cuando Marco Polo, en uno de sus viajes por los más exóticos rincones del planeta se encontró en el Océano Índico, con un archipiélago formado por cerca de 1200 islas, las denominó Flor de las Indias. Tal es la belleza de las Maldivas, cuyo verdadero nombre significa en sánscrito <guirnalda>”. Eso leí en una propaganda de viajes.

Volamos desde Colombo, en Sri Lanka, hasta Male, la capital. Un trayecto de una hora. De las 1200 islas sólo 200 están habitadas por comunidades tradicionales de pescadores, y unas 90 están dedicadas al turismo. Fue invadida sucesivamente por árabes, portugueses, malabares del sur de la India y británicos. 

Las Maldivas eran una maravilla natural. La única crítica que se les podía hacer era que cada isla era un hotel, y excepto los trabajadores, no veías población local, ni mercados ni vida, a no ser que te desplazaras a otra isla más grande. Era como estar metidos en una postal, y nosotros preferimos otro tipo de viaje o combinar unos pocos días con el viaje a otro país, tal como hicimos. 

La isla que escogimos fue Thulhagin. El agua era de un verde azulado y transparente, con franjas más oscuras por los corales, donde se concentraban los peces. Había unos cuantos bungalows en la playa y otros en el agua, construidos como palafitos unidos por una pasarela de madera. 



Las distracciones eran baños en las playas de arena blanca, buceo con tubo y excursiones en barco. Buceando vimos gran variedad de corales y peces rayados de coloresEl resto de los días transcurrieron tranquilamente entre paseos, lectura, escribir, hacer fotos, observar a los cangrejos, hacer la siesta, recoger conchas, beber zumos, y contemplar la puesta de sol. Cada día el cielo se ponía violeta, y el sol iba tiñendo las nubes de pinceladas de amarillo y naranja al esconderse. Un cuadro pintado en directo ante nosotros.

Leímos que probablemente estas islas serán cubiertas por el mar dentro de unos sesenta años, dado que su máxima elevación sobre el nivel del mar no sobrepasa los tres metros y medio. Uno de los paraísos que puede desaparecer.









martes, 16 de septiembre de 2003

LOS BUDAS DE POLONNARUWA

En Sri Lanka alquilamos bicicletas por unas cuantas rupias para visitar Polannaruwa. Las ruinas de la antigua ciudad se extendían a lo largo de unos doce kilómetros, según leímos. Fue la capital de los reyes cingaleses del s. XI al XII, y estaba considerada Patrimonio de la Humanidad. El sendero de tierra atravesaba un bosque con grandes árboles que ofrecían una sombra que agradecimos en un día muy caluroso.

El Palacio Real había tenido cincuenta habitaciones soportadas por treinta columnas, pero poco quedaba de eso. Junto a él permanecían los Baños Reales, el Hall e la Audiencia, y varios templos hindúes. Uno de los templos de estructura circular tenía acceso por escalerillas por los cuatro puntos cardinales, con una estatua de Buda sentado en cada lado, y figuras de apsaras grabadas en la piedra.


Lo que más ganas teníamos de ver eran los cuatro Budas de Gal Vihara. Los habían protegido de lluvias y soles con un tejadillo que los mantenía a la sombra. Cuando estuvimos había soldados vigilando por allí, empuñando sus metralletas. Estábamos próximos a la zona norte de la isla, la del conflicto separatista entre los Tigres Tamiles y los Nadires. Posteriormente la guerrilla tamil fue derrotada, después de 25 años de lucha.

Los cuatro Budas de Gal Vihara estaban tallados en una pared rocosa: el más imponente estaba de pie con sus 7m. de altura, el reclinado de 14m. de longitud descansaba su cabeza en un duro cojín de piedra, otro sentado en posición de meditación, y el cuarto en una pequeña cueva. Me hice una foto junto al Buda reclinado y al momento vino un soldado a decirnos que no estaba permitido.

Regresamos con las bicis a través del precioso bosque cuando ya oscurecía, vigilados por la atenta mirada de los Budas.





sábado, 14 de noviembre de 1998

EL MISTERIO DE LALIBELA



Imaginaros una laberíntica ciudad subterránea excavada en el s. XII para ocultarse del enemigo, los invasores árabes. Unas iglesias monolíticas, talladas de una sola pieza de roca, de arriba hacia abajo (¡). Eso es Lalibela. Un conjunto de doce iglesias y capillas, sepulcros y lugares sagrados a ambos lados del río Jordán.


La más famosa es Bet Giorgis, la que sale en todas las fotos, y la que nos había atraído hacia Etiopía al verla en una revista de viajes. La Iglesia de San Jorge. Tenía forma de cruz y estaba tallada de una sola pieza de roca, con una gran zanja alrededor. La roca era rojiza, salpicada de toques amarillos de algas. Vista desde arriba tenía tres cruces, que representaban la Santísima Trinidad.


En el camino encontrábamos niños correteando, y mujeres a la puerta de sus viviendas, colocando el grano en esteras para aventarlo. Los hombres, reunidos en pequeños grupos, bebían cerveza local, con restos de cereal flotando en el líquido turbio. Nos sentamos con ellos y compartimos la bebida. Alguno nos confundió con italianos, que  habían estado en Etiopía de 1936 a 1941, durante la I Guerra Mundial. Luego reanudamos el recorrido por la zona.


En el interior de las iglesias se guarda el Tabot, la réplica intocable de las Tablas de la Ley que Moisés guardó en el Arca de la Alianza, y que por supuesto no se puede ver. Lo que sí puede verse y enseñan en cada iglesia son las cruces procesionales de oro, plata y latón. Los sacerdotes ortodoxos las enseñan con mimo, colocándolas sobre bastones de madera, envueltas en largas estolas, y se quedan inmóviles ante el visitante.


Las iglesias de Lalibela no tienen comparación en el mundo, eran diferentes a todo, y tenían una atmósfera especial. Y los sacerdotes que había en el interior de cada iglesia tenían un aspecto imponente, con sus ropajes, sus casquetes amarillos –el color de los monjes-, sus cruces procesionales...Sobre todo recordaré sus negras y largas barbas, rostros morenos y angulosos de pómulos marcados y ojos brillantes de fe desafiante. Lalibela era misteriosa y única. Como la inolvidable Etiopía.

© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego

miércoles, 4 de noviembre de 1998

LA ESCUELA ETÍOPE





Esta es una escuela que encontré viajando por Etiopía. Unas cuantas lonas azules extendidas bajo las ramas de un árbol. Un tablón de madera como pizarra. Un palo para señalar. Un maestro voluntarioso. Y los niños muy juntos, recitando la lección con una sonrisa.

Todos los viajes marcan. Dejan una huella indeleble, emocional y física, si abres tu espíritu y tu mirada a lo que ves. Y descubres tu privilegio, de utilizar los recursos, de tener tiempo libre, de poder elegir.

Todos tenemos límites en nuestra libertad. Occidente también los tiene. Pero todo es cuestión de geografía. Una vez leí que los derechos humanos eran cuestión de geografía. Y la educación es el pasaporte para cambiar de vida. Sí, todo es cuestión de geografía. 






© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego




domingo, 1 de noviembre de 1998

EL SASTRE ETÍOPE



El explorador inglés Richard Burton fue el primer occidental en entrar en la mítica ciudad de Harar, en Etiopía. Harar fue y es una de las santas ciudades musulmanas, y durante mucho tiempo estuvo prohibida la entrada a los no creyentes. Burton, que también fue el primero en entrar en La Meca, consiguió entrar en 1854, disfrazándose de peregrino. Y casi un siglo y medio después la visitamos nosotros. Eso me confirma que he nacido tarde, me correspondía otro siglo.

En el mercado había toda una calle repleta de tiendecillas de sastres. Estaban instalados con sus viejas máquinas de coser Singer, o de marcas chinas, y rodeados de telas multicolores. Los pedales de las máquinas no paraban en todo el día. Mi abuela tuvo una máquina Singer. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas puntadas y cosía una cremallera. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas puntadas más y cosía un dobladillo. Con el tiempo, la máquina cayó en desuso y desapareció. Mi abuela también.

 Cerca estaban las planchadoras, con antiguas y pesadas planchas de hierro.



La ciudad era origen de la comunidad rastafari. Sus calles eran tortuosas y las casas eran de piedra desnuda o estaban pintadas de blanco, verde manzana o azul turquesa. Muchas tenían patios interiores sombreados, que se entreveían por las puertas abiertas. En los patios las mujeres lavaban la ropa y los niños jugaban.

El poeta francés Rimbaud vivió en esta ciudad varios años, antes de su muerte prematura. A lo mejor encontró poesía en esos patios o en el pedaleo incesante de los sastres.

Un paseo nocturno por las callejuelas fue nuestra despedida de la Harar medieval, la Harar prohibida y misteriosa.



© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego





lunes, 30 de diciembre de 1996

RETRATOS Y SONRISAS BIRMANAS

En el viaje por Myanmar vimos algunas mujeres que llevaban una crema amarillo pálido en las mejillas. Encontramos una chica joven con esa crema que formaba el dibujo de una hoja, pero otras se la aplicaban de un modo menos uniforme. Leímos que lo utilizaban tanto hombres, como mujeres y niños. La crema o polvo se obtenía moliendo la corteza del árbol thanaka, mezclado con agua. Era un cosmético que ofrecía protección para los rayos solares Una pasta refrescante y aromática con olor a sándalo, que se aplicaba realizando diseños en las mejillas, y también por todo el cuerpo. También lo vimos en Mozambique.


Nos llamó la atención la placidez de la siesta de un niño, en un banco de piedra con los caracteres circulares de la escritura birmana. Siempre nos quedará la curiosidad de lo que ponía en el banco.

En la ruta por las aldeas alredor de Kalaw, encontramos mujeres transportando sus cestas con las asas en la frente yendo al mercado, y a este niño que llevaba un sombrero especial hecho con hojas. Una muestra de la creatividad  y simpatía de los birmanos.


Esta chica de larguísimo pelo la encontramos en una peluquería birmana. Las peluquerías asiáticas y africanas son mi debilidad. Como siempre, las sonrisas de la gente que encontramos en Myanmar forman parte importante del viaje.


jueves, 26 de diciembre de 1996

LOS TEMPLOS DORADOS DE BAGAN


Un carromato de caballos nos llevó durante todo el día por los templos de Bagan. La otra opción era alquilar bicicletas y hacía mucho calor. La calesa nos protegió del fuerte sol. Parecía un carromato del oeste y traqueteaba un montón por los caminos de tierra rojiza.

Bagan era conocida como la ciudad de los mil templos. Fue capital de varios reinos de la antigua Birmania. En una gran explanada junto al río Ayeyarwady (antes llamado Irrawaddy) con más de 2000 templos y pagodas medievales, de los s.XI-XII. La Unesco los reconoció como Patrimonio de la Humanidad, aunque cuando fuimos todavía no lo eran. Una zona arqueológica fantástica.

















Primero fuimos a la Pagoda Shwezigon, la más reconocida y una de las más impresionantes. Era un conjunto de santuarios por los que perderse y pasear descalzos pisando las frescas losas. La stupa central tenía paneles con escenas de la vida de Buda, y en los laterales cuatro leones de oro custodiándola. 

Los templos más altos y prominentes de la explanada eran Thatbyinnyo Patho, con 61 m de altura y Hitlominlo Patho, con 46m de altura, y varias imágenes de Buda en su interior. Ananda Patho, era otro de los mejores y más conservado. Tenía dos pasillos cuadrados concéntricos con hornacinas, y en cada una de sus paredes cuatro Budas enormes. Sulami Patho tenía forma más piramidal, con frescos en su interior y a lo largo de todo el muro un Buda reclinado.




Subimos a varias terrazas de los templos para contemplar las vistas. Dhammayangyi Patho tenía varias terrazas superpuestas en forma piramidal, subimos a su terraza superior por unos estrechos pasadizos, con escalones verticales que casi no permitían apoyar la planta del pie ni de lado. Desde la terraza del Mingalazedi, cerca del río, vimos otra panorámica.

Y finalmente en el Shibinthalyaung, encontramos otro Buda reclinado de 18m de largo. Desde la cima contemplamos toda la explanada salpicada de templos. Todos eran parecidos y ninguno era igual. Algunos eran de piedra rojiza y otros de un blanco deteriorado por las lluvias y el paso del templo. Acabamos el día en este último templo contemplando la anaranjada puesta de sol.






 



domingo, 15 de diciembre de 1996

EL TEMPLO MINGÚN Y OTRAS PAGODAS
























Desde Mandalay cogimos un barco por el río Ayuyarwedi hasta Mingún. Era un trayecto corto, de 11km. En las orillas contemplamos los grupos de chozas aisladas, canoas y algunos pescadores echando las redes. Mingún era una de las ciudades antiguas conservadas en los alrededores de Mandalay, y fue la que más nos impresionó.

La Mingún Paya era el monumento budista (o zedi) más grande del mundo. Era imponente, de piedra rojiza. Miles de esclavos empezaron a construirlo en 1790 y debería haber tenido 150m, pero su construcción se interrumpió y quedó en los 50m de altura. Aún así resultaba majestuoso.. En la fachada principal, a un lado de la puerta de entrada, se abría una gran grieta, como una herida de las sagradas piedras. La grieta se abrió tras el terremoto de 1839. La puerta era enorme, daba acceso a una capilla que nos pareció pequeña en comparación con la mole de piedra. Un monje nos ofreció té y bananas, que tomamos sentados a los pies de un Buda. Luego subimos la escalinata hasta la cima de la stupa y contemplamos lo que quedaba del esplendor de la antigua ciudad bordeada por el río. 













Cerca estaba la gran campana de bronce, construida para el templo en 1808, de 90 toneladas de peso. Sólo había otra de tamaño parecido en el mundo, en Moscú. Estaba suspendida del techo y podías meterte en su hueco interior, grabado con inscripciones con caracteres birmanos. Con un tronco tañimos la campana, que resonó por todo el lugar.

La Pagoda Pondawpaya estaba junto al río, custodiada por dos grandes leones que miraban pasar las barcas. La Pagoda Hsibyume de 1816, con estructura circular era otra de las que recordaremos. Sus stupas blancas resplandecían al sol, entre las verdes palmeras. Tenía siete terrazas que representaban la siete montañas alrededor del Monte Maru, que era el origen del Cosmos, según la mitología budista. Después visitamos las tres ciudades sagradas más antiguas: Sagaing, Amarapura y Ava. En Sagaing la verde colina estaba totalmente salpicada de stupas. Las viejas piedras sagradas de Mingún y las otras ciudades nos hablaron de otros tiempos míticos de esplendor en Myanmar.