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miércoles, 15 de febrero de 2023

MEDINA, LA CIUDAD DE LOS PEREGRINOS

 



Medina (Madinah) era una de las dos ciudades santas de Arabia Saudí, junto con La Meca. La zona central de la ciudad estuvo prohibida a los no musulmanes hasta 2019, cuando el país se abrió al turismo. En La Meca el acceso continuaba vedado a los infieles. Nos sentimos unos privilegiados de poder visitarla. Llegamos en el bus de la compañía estatal SAPTCO, la única compañía de autobuses. Fue un trayecto de cinco horas desde Jeddah.




Era conocida como la “ciudad del Profeta”, por ser donde Mahoma, el fundador del Islam, encontró refugio tras ser exiliado de la Meca. La Mezquita del Profeta tenía un profundo significado para los musulmanes de todo el mundo. Se decía que fue construida por el propio profeta en el 622 d.C. y albergaba su descanso final, junto a los dos primeros califas, bajo la cúpula verde construida por los otomanos. La mezquita era el lugar donde antaño estaba su modesta casa de barro y madera.

Tenía 10 minaretes con una altura de 104m, añadidos en diferentes épocas. Una gran explanada con suelos de mármol rodeaba la mezquita, adornada por 250 paraguas retráctiles de grandes dimensiones y diseño de inspiración japonesa, que se desplegaban para proteger a los fieles del sol y de la lluvia en las horas de oración. Leímos que tenía capacidad para 250.000 personas, pero algunos decían que su capacidad era de un millón de personas en todo el recinto. Vimos riadas de personas llegando en las horas de oración.

Nos impresionó el ambiente de devoción y espiritualidad, abigarrado y variopinto. Había peregrinos de todo el mundo: de África, de Sudán, Tanzania, Somalia, Túnez, asiáticos de las antiguas repúblicas soviéticas como Kirguistán, de Malasia, Indonesia, Hong Kong, Filipinas, Pakistán…Europeos la verdad es que no encontramos. Las indumentarias eran muy variadas. Los hombres vestían largas túnicas blancas o de tonos arenosos y se veían  casquetes y turbantes. Las mujeres asiáticas vestían abayas y pañuelos coloridos. Alternaban con otras con abayas negras que apenas mostraban la ranura de los ojos. Nosotros caminábamos inmersos entre todos ellos, intentando pasar desapercibidos. Todos éramos conscientes de estar en un lugar histórico y sagrado.

Mujeres y hombres rezaban en recintos separados. Me acerqué a curiosear a la entrada de mujeres, adornada con paneles dorados. HabÍa una guardiana sentada en la puerta, que me sonrió y me permitió entrar. El interior tenía muchas columnas con arcos de herradura y estaba alfombrado. Había varias mujeres en sillas de ruedas. Unas rezaban de pie y otras sentadas en las alfombras. 


Después fuimos paseando por la calle peatonal Quba, hacia la Mezquita del mismo nombre. Era un trayecto de 3,5km, con tiendas de reliquias, de abayas y teterías. Muchas estaban cerradas por la oración. La Mezquita de Quba era rectangular, de grandes dimensiones y de un blanco resplandeciente. Tenía cuatro minaretes y dos cúpulas. Fue la primera mezquita islámica construida. El Profeta Mahoma colocó sus primeras piedras y sus compañeros acabaron la construcción. Entré en la zona de mujeres y vi el ambiente.


Desde allí fuimos a la antigua Estación de Ferrocarril de HiyazEl ferrocarril construido por el imperio otomano conectó Damasco y Medina entre 1908 y 1916, pero la Rebelión Árabe contra los turcos en la I Guerra Mundial, interrumpió el proyecto. La guerrilla árabe de Lawrence de Arabia destruyó trenes y tramos de vía. La bonita estación estaba restaurada, con arcos de ladrillo rojo y vidrieras de colores. La vimos casi en la puesta de sol, con la luz dorada. En el interior albergaba un museo con fotos antiguas. Y en el exterior se conservaba un tren con vagones de madera color miel y locomotora negra de vapor. Fue otro de los atractivos de la ciudad histórica de Medina.








lunes, 21 de junio de 2021

CHANIA

Chania era una ciudad histórica con encanto en la Isla de Creta, a orillas del mar Egeo. Tenía influencias venecianas y otomanas. Los venecianos llegaron en el s. XIV. En esa época floreció y fue conocida como la “Venecia del Este”. Posteriormente los turcos ocuparon la ciudad durante 250 años, desde 1646 a 1898. Más tarde, Chania fue la capital de la isla hasta 1971, y era la segunda mayor ciudad de Creta, después de Heraklion. 

El Puerto fue construido por los venecianos. En el Paseo Marítimo estaba el Faro y la hilera de casas con tono amarillo y crema predominantes, bordeados por tabernas. En primera línea había una Mezquita de los Jenízaros, con cúpulas redondeadas y sin minarete. Era el edificio otomano más antiguo de Creta, construida en el s. XVI. Dejó de funcionar como mezquita en 1923.

La Fortaleza Firkas era una enorme construcción de los venecianos, con largas murallas exteriores. Albergaba el Museo Naval, que exhibía una maqueta de la batalla de Creta, pero estaba cerrado por la fiesta del lunes de Pentecostés.



Nos metimos en el laberinto de calles coloridas que conservaban muchas casas señoriales venecianas y turcas, transformadas en coquetos restaurantes y hoteles con encanto. Las calles tenían muros amarillos y terracota, con rincones preciosos con plantas y flores. Las tabernas griegas con emparrados. ocupaban las esquinas y los patios, a cual más bonita, ofreciendo sombra y deliciosa gastronomía.




Paseamos por los barrios Topanas, Kastelli, el barrio turco Splantzia, o Hevraiki, el barrio judío con tiendas de antigüedades y una Sinagoga. Vimos la Catedral y descubrimos un sitio singular. Parecía un antiguo convento del que solo se había conservado la fachada sin techado, y en el interior habían instalado un restaurante Los troncos de árbol se adherían al muro adornado por verde hojarasca. A la sombra de los viejos muros se estaba estupendamente.

Al atardecer la hilera de casas del Puerto Veneciano se tiñó de tonalidades doradas y vimos ocultarse el sol.








viernes, 17 de mayo de 2019

BERAT Y LAS MIL VENTANAS




La “ciudad de las mil ventanas”, así la llamaban, porque todas sus ventanas estaban orientadas en la misma dirección y eran de proporciones similares. Producían un efecto curioso.
Estaba situada junto a un meandro del rio Osuma. C
onsiderada Patrimonio de la Humanidad, con su Castillo y sus casas escalonadas en la colina, entre la verde vegetación, era una de las ciudades más bonitas de Albania. 

A un lado del río estaba el barrio Mangalem, tradicionalmente musulmán, y al otro el barrio Gorica, cristiano. En Mangalem estaba la Mezquita del Sultán, una de las más antiguas de Albania, en restauración. Callejeamos y visitamos el Museo Etnográfico, una casona de piedra del s. XVIII con dos plantas y balcón de madera. El piso superior era la residencia de la familia. La habitación para recibir visitas tenía divanes otomanos, mesas bajas, braseros, chimenea, palmatorias. La habitación del taller mostraba dos telares, ruecas, huso, plancha de hierro, ovillos, tejidos. La cocina era el centro de la casa, con una claraboya en el techo, balanza, chimenea, piedra de moler, sartenes y morteros, entre otros objetos. La parte baja y porche de la casa eran para el ganado y almacén de productos (olivas, aceite, cereales).





Subimos a la Iglesia St. Michael, a media altura de la colina, bajo el castillo. Estaba cerrada, pero el camino era muy bonito entre el verde, amapolas y flores amarillas, y compensaban las vistas.
Tres puentes cruzaban el río Osuma, dos peatonales y uno para vehículos. Uno de los peatonales era el Puente Gorica, de 1780. De piedra con nueve arcos y 130 m. de largo.

Cruzamos al barrio Gorica, donde estaba el Monasterio Spiridon rodeado de cipreses, con frescos originales bastante deteriorados, iconos y un iconostasio restaurado. Recorrimos el barrio paseando sus estrechos callejones blanqueados, con parras.




Subimos al castillo por una cuesta empedrada, bastante empinada. La Kala Ciudadela del s.XIV era impresionante, con 24 torres. El recinto interior era enorme, todo un pueblo de casas blanqueadas. Sus moradores ofrecían bordados, visillos con vainica, mermeladas y compotas artesanales. Vimos la antigua cisterna de aguas subterráneas, la iglesia Holy Trinity y la Acrópolis. Recorrimos la muralla hasta el torreón del promontorio más alejado. Las vistas desde allí eran panorámicas, de las casas y tejadillos de Berat. Una imagen para el recuerdo.
                                                                                                                                                                            
© Copyright 2019 Nuria Millet Gallego
    Texto y fotos

viernes, 20 de enero de 2017

DJIBOUTI, LA LLEGADA



Djibouti en árabe o Yibuti en francés. Los dos nombres resultaban sugerentes y desconocidos. Djibouti era uno de los países más pequeños del mundo, ubicado en el Cuerno de África, con costas bañadas por el Mar Rojo, de un tamaño aproximado a la provincia de Badajoz. Un país peculiar, sin superficie de tierra arable, con desierto, tierras de pastoreo y nómadas, paisaje y clima desérticos con temperaturas medias de 30º.

Fue antigua colonia francesa hasta que alcanzó su independencia en 1977. Pero quedaban muchas huellas de la época colonial, entre ellas la arquitectura de la capital, el sistema educativo, la moneda (el franco, abreviado DJF) y la presencia de legionarios y funcionarios franceses que residían allí con sus familias.



La capital, del mismo nombre que el país, nos sorprendió agradablemente. Diferenciaban el barrio europeo y el barrio africano. La arquitectura colonial del barrio europeo nos gustó. Eran casas de dos plantas, con porches y arcadas moriscas. La mayoría estaban pintadas de blanco o amarillo claro. Las mujeres con sus coloridos vestidos largos y pañuelos estampados envolventes añadían color a las calles de ambos barrios.



La Mezquita Hamoudi estaba junto al mercado, con una gran torre abombada con dos balconadas de madera verde claro rodeándola. No era un minarete habitual para las mezquitas árabes. Los puestos del mercado tenían gran colorido, con la variedad de estampados que exhibían las tenderas y compradoras. Ofrecían sandías, berenjenas, tomates, plátanos, cebollas, pescados y carnes con moscas revoloteando…Algunos nos saludaban con un “Bon jour”, pero pasábamos bastante desapercibidos y no nos agobiaban ni intentaban vender nada. Las mujeres musulmanas, en general, no querían ser fotografiadas y lo respetamos. Sonreían cuando les decía que eran “tre jolie”. Me gustó especialmente la zona de los sastres con sus viejas máquinas de coser en la calle y la entrada de sus talleres adornada con telas coloridas colgantes.






El barrio africano era más anárquico, con calles de barro sin asfaltar y casas más sencillas, con presencia de uralita. Había puestos callejeros de venta de khat, la hierba etíope estimulante que masticaban y les quitaba el sueño y el apetito. Se veían hombres masticando con una bola que les inflaba la mejilla. Leímos que era un estimulante parecido a la anfetamina, aunque cinco veces más suave. El khat no era autóctono de Djibouti. Un avión transportaba diariamente varias toneladas de hierba desde Etiopía, el principal productor.


Quisimos acercarnos al Puerto para conocerlo y pasear, pero el acceso no parecía fácil. Pasamos por el Puerto Internacional, de carga, con grúas y contenedores. La Corniche nos decepcionó porque aunque estaba junto al mar era desolada, había algunos restaurantes, pero nada especial; sin apenas árboles y junto a la carretera, no nos pareció un buen lugar para pasear, sólo había coches. Otro día visitaríamos el Muelle de Pescadores, más interesante, con barcas de colores y venta de pescado. Vimos la Iglesia Ortodoxa Etíope con cúpula redonda, y la Catedral, de construcción moderna. La vieja Estación de Ferrocarril, en desuso y abandonada, hablaba de otros tiempos de esplendor.

Al atardecer nos sentamos bajo los porches de una tetería céntrica, y contemplamos el paso de la gente. Sólo los hombres estaban sentados en las terrazas; las mujeres iban y venían a sus quehaceres. Los hombres llevaban ropa occidental y algunos camisolas largas o camisa y falda larga cruzada que llamaban futá. Algunas mujeres parecían estudiantes, con sus mochilas bajo los largos vestidos combinados con pañuelos. Estuvimos en la tetería hasta que oscureció. Nuestro viaje acababa de empezar.


© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

miércoles, 24 de abril de 2013

LA ISLA DE IBO

 




Desde Pemba una pequeña barca nos llevó hasta la isla de Ibo en un trayecto de hora y media. La isla de Ibo era la más grande del Archipiélago de las Quirimbas, al norte de Mozambique. Había sido un importante puerto comercial árabe cuando llegaron los portugueses en el s. XV, y a finales del s. XVIII se convirtió en un puerto crucial para la trata de esclavos. Afortunadamente eso formaba parte de su pasado; en la actualidad era una población tranquila y con encanto.

La isla tenía tres fuertes: Sao Joao Baptista con forma de estrella, Sao Antonio y Sao José. Una mezquita y una iglesia proporcionaban el alimento espiritual, aunque la mayoría eran musulmanes liberales.




Paseamos por sus bonitas calles de edificios de planta baja desgastados. Eran casas coloniales de piedra con porches sombreados. Algunas estaban restauradas, y otras estaban invadidas por las raíces de grandes árboles que entraban por las ventanas y crecían entre sus muros abandonados. Hicimos alguna foto en blanco y negro y parecían transportarnos más en el tiempo.




En el centro del pueblo varias mujeres bombeaban un pozo y llenaban sus recipientes de agua, un bien preciado. Proyectos de abastecimiento de agua como ese, financiados por España, se habían interrumpido al reducirse el presupuesto de Ayuda Oficial para el Desarrollo.

Una de esas mujeres jóvenes que bombeaba agua y la transportaba sobre su cabeza. tenía un peinado adornado con letras, y en el centro de su frente colgaba la letra "M", como un símbolo de Mozambique. Ella misma tal vez era, sin ser consciente de ello, un símbolo de la lucha por la supervivencia y de ese precioso país africano.

 

© Copyright 2013Nuria Millet Gallego