Desde Bontoc, al norte de la isla de Luzón, hicimos un trekking de dos días visitando cuatro aldeas kalinga: Ambato, Tungla Lupluga y Butbut. Francis fue nuestro guía. El sendero pasaba por terrazas de arroz escalonadas, con búfalos de agua y algunos campesinos trabajando en sus campos. Cruzamos el río dos veces por puentes colgantes.
Los pueblos nos
gustaron y encontramos a la gente haciendo sus tareas cotidianas: moliendo el
grano en el mortero, poniendo a secar al sol el arroz y el chili en esteras,
cocinando, transportando cestas, lavando, haciendo la siesta o hablando entre
vecinos. La gente nos preguntaba de dónde éramos, la edad, profesión y sobre nuestra familia. También querían saciar su curiosidad.
Nos presentaron a varios ancianos que habían sido antiguos cazadores de cabezas: eso les daba derecho a tatuarse los brazos y el torso con un tipo especial de tatuaje. La decapitación de los enemigos capturados fue un rito ancestral que se extinguió.
Las mujeres kalinga también tenían los brazos tatuados. Nos dijeron
que se tardaba un día en tatuar cada brazo. Al preguntarles qué edad tenían,
algunos ni lo sabían. Otros nos dijeron 85 o 90 años. Tenían los ojillos
brillantes y la piel surcada por el tiempo.
Hombres y mujeres fumaban en pipa y cigarrillos liados. Las casas Kalinga estaban construidas sobre el suelo, con troncos de madera, a diferencia de las de los Ifugao construidas sobre pilotes. Eran sencillas y no tenían electricidad. Los niños alborotaban alrededor.
Las casas de Butbut eran más antiguas que las de otros pueblos, todas de madera con tejados de cáñamo y no se veían las feas uralitas. Vimos el arroz secándose al sol y alguna mazorca de maíz colgada del techo, los cerdos y gallinas deambulaban por la aldea. Nos metimos en las cocinas entre los fogones y estrechamos la mano de todo el mundo.
Encontramos gente que bajaba del pueblo al mercado. Algunas mujeres portaban cestos a la espalda, sujetando el asa en la frente. Butbut fue el último pueblo Kalinga que visitamos. Como en casi todos los pueblos había ancianas muy arrugaditas, con los pechos desnudos y con el pelo canoso largo. Una de ellas llevaba como diadema una piel de serpiente disecada.
Francis nos llevó a una catarata que caía con fuerza. Nos bañamos en la piscina natural que formaba. Era como un jacuzzi y sentías la fuerza de la corriente en las piernas. Fue un baño refrescante y delicioso.
Nos despedimos de aquel pueblo perdido en las montañas, al que solo podía llegarse por el camino ascendente. Ya abajo cogimos el jeepney de regreso a Bontoc.