lunes, 28 de octubre de 2002

MORRO DE SAO PAULO


Desde Salvador de Bahía fuimos a Morro de Sao Paulo. El elevador Lacerda nos bajó de la Cidade Alta, donde nos alojamos, a la Cidade Baixa, donde estaba el Puerto. Allí cogimos un barco hasta la Isla de Itaparica, luego una furgoneta y finalmente otro barco. Morro de Sao Paulo tenía cuatro playas. Las recorrimos todas antes de decidir donde alojarnos. Escogimos la tercera playa y el hotel Amondeira, frente al mar y con piscina. 

Todas las playas tenían muchas palmeras y arena blanca. La cuarta playa era la más extensa. Por la tarde la ma1rea bajaba mucho, y al retirarse el mar quedaban muchas rocas a la vista. Nos bañamos en las aguas del Océano Atlántico y bebimos cocos y zumo de piña. Vimos pasar alguna embarcación de vela.


Al día siguiente subimos la colina donde estaba el faro y contemplamos las vistas. La isla estaba repleta de palmeras, y originariamente había muchas más, según vimos más tarde en unas postales antiguas en blanco y negro. 

Las calles del pueblo de Morro eran arenosas, no había asfalto ni coches. Solo vimos burros y carretillas llevadas por brasileños de brazos musculosos, y un par de tractores, que era el medio de transporte que utilizaban en el interior de la isla. Junto al Puerto había un paseo amurallado por la costa hasta la Fortaleza de Tapirandú o Fuerte del Morro, del que quedaban los restos de algunos muros y un cañón. Bebimos cocos y probamos un pastel de banana con canela, delicioso. 


En el viaje por Brasil fuimos a numerosas playas: las playas de la Isla Marajó, las playas de Pipa y Genipabu en Natal, o la playa fluvial de Alter do Chao cerca de Santarem en pleno Amazonas. Pero las playas de Morro de Sao Paulo fueron nuestras preferidas, con preciosos paisajes. Y además, cuando fuimos en octubre de 2002 había poco turismo. ¿Qué más se podía pedir?.




miércoles, 23 de octubre de 2002

LAS DUNAS Y LAGUNAS DE NATAL



Desde Natal fuimos a las dunas de Genipabu, a 25km. Andando por la playa nos dirigimos a las grandes dunas. La mayor duna tenia 50m de altura, y caía en la playa donde rompían las olas. Las aguas del Océano Atlántico lamían la base de la duna. La subida cansaba un poco, y cualquier figura humana se veía diminuta arriba. Paseamos por las ondulantes dunas. 

Al final de la playa, en un lugar privilegiado, un italiano había construido un bar de madera y tejadillo de cañizo, entre palmeras con el tronco inclinado hacia el agua. Era un palafito sobre el mar, ideal para contemplar como el agua se acercaba a la gran duna. Eso hicimos, tomando zumos de piña hasta que oscureció.



Nos alojamos en la bonita Pousada “Casa Genipabu”, frente al mar, con hamacas y con una piscina enmarcada entre palmeras. La cena fue espectacular, sirvieron una fuente con grandes trozos de pescado con molho y pirao (puré de camarones). 

A las seis de la mañana del día siguiente ya estábamos brincando por la duna gigante. Subimos, bajamos y caminamos por la cresta paralela al mar. Era un paisaje único. Un desierto que caía al océano. En la parte alta de la duna, como en un espejismo, vimos un grupo de camellos. Luego nos dijeron que los habían traído de las islas Canarias. El sol ya brillaba con fuerza y nos dimos un bañito.


Luego hicimos un recorrido en buggy de más de cuatro horas con Gomes, que nos ofreció el paseo “con emoçao”. Nos llevó a la playa de Santa Rita, por detrás de las dunas de Genipabu. Fuimos por la orilla de la playa, paralelos al mar. Luego nos metimos por el interior y cruzamos un río con el buggy en un pequeño ferry, una plataforma que desplazaba el barquero impulsándola con una pértiga. Llegamos a la Laguna Pitangui, de agua dulce. Tenía parasoles de caña con mesas y sillas colocados dentro del agua. Nos dimos otro baño mientras pequeños peces se movían alrededor.


En la Laguna de Jacuma, también de agua dulce, hicimos "aero-bunda". Bunda podia traducirse como trasero. Consistía en lanzarse por una tirolina suspendida sobre la laguna hasta llegar al centro, momento en que se soltaba el arnés y se caía al agua de culo. Muy refrescante. 

Otra parada fue una cascadinha, un pequeño salto de agua donde nos bañamos. Trajeron una mesa y  sillas de plástico y las colocaron dentro del agua. Y allí disfrutamos de otro zumo de piña y cerveza. A los brasileños les encanta tomar algo con los pies en el agua.





lunes, 21 de octubre de 2002

SAO LUIS DO MARANHAO

Tras recorrer el Amazonas nuestro viaje continuó por la costa Atlántica y São Luis, la capital del Estado brasileño de Maranhão, ubicada en una isla. Era de arquitectura colonial portuguesa, declarada Patrimonio de la Humanidad. Era la única ciudad brasileña fundada por los franceses, en 1612, pero apenas estuvieron tres años, y retornó al dominio portugués. Era conocida como "la Atenas de Brasil" por sus numerosos poetas y artistas. Su Puerto, que exportaba productos como el café, el cacao y el azúcar de caña, la hizo prosperar, y fue la fue la primera ciudad brasileña en instalar un tranvía, electricidad o teléfono entre otros avances. 



El centro histórico estaba formado por casas bajas de una o dos plantas, con tejadillos inclinados con tejas de barro rojo. Las fachadas eran de todos los colores combinando los tonos: amarillas o blancas con ventanas azules, verde manzana con ventanas verde intenso o blanco, fachas rosas con ventanas granates, azul cielo con ventanas blancas. Además, tenían adornos de molduras de yeso. Otras fachadas estaban revestidas por azulejos portugueses. Las puertas eran altísimas y las ventanas arqueadas, algunas con cristaleras de colores en la parte superior. Una bonita arquitectura. 



La Iglesia del Destierro del s. XVII, fue la primera que encontramos. Era la única iglesia bizantina del Brasil. Se diferenciaba por sus adornos orientales en la parte superior. Parecían adornos de nata de un pastel. Después vimos la Catedral de Sé, la iglesia blanquiazul de los Remedios y la de San Antonio, con dos torreones medievales con almenas. Todas estaban cerradas.

 

Nos gustó la Fonte de Riberao del s. XVIII, pintada de azul añil y con cinco gárgolas como surtidores, de cuya boca manaba el agua. Curioseamos el Mercado, de forma circular, construido en el interior de una manzana de casas. Lo más llamativo eran los puestos de hierbas y cortezas medicinales, y las botellas de licores como la cachaça, que contenían cangrejos o frutos macerándose en el alcohol.

 



Visitamos una exposición sobre la restauración de los edificios y otra de arqueología. Entramos en el claustro del Convento das Merçés, pintado de rojo terracota. Pasamos por la Escuela de Música, donde adolescentes recibían clases en aulas con ventanas abiertas que daban a la calle. Para nuestra suerte apenas había turistas. Curioseamos algunas tiendas de artesanía con baldosines de estilo portugués. Bebimos agua de coco y descansamos en las sombreadas plazas. Vimos una escuela de capoeira, bares reggae y un anuncio curioso de detectives que investigaban adulterios.





La población, como en todo Brasil, era una mezcla de europeos, indígenas y africanos, y se respiraba un ambiente tranquilo. Se veían niños con bicicletas y ropa tendida en algunos rincones.


Cenamos en la terraza del restaurante Antigamente. Casquinha de caranguejo, camaroes,, arroz de dos tipos, puré de camaroes…y caipirinhas escuchando música brasileira en directo. Una delicia.

jueves, 17 de octubre de 2002

LA ISLA MARAJÓ

En la desembocadura del río Amazonas estaba la Isla Marajó, entre el río y el Océano Atlántico. Tenía una superficie tan grande como Suiza. Una curiosidad. Aunque la mitad se inundaba durante la época de lluvias y quedaba convertida en una ciénaga o terreno pantanoso en época seca. Quisimos conocerla, y tras la travesía de varios días en barco por el Amazonas, fuimos desde Belem, un trayecto de dos horas en otro barco.

La población principal era Salvatierra, pero preferimos quedarnos en Joanes. El pueblo estaba formado por unas cuantas casas de pescadores en una bonita playa. Caminamos por la playa de Joanes hasta que el paso quedó cortado por negras rocas volcánicas. Hacía mucho viento, que aliviaba el fuerte calor, y provocaba olas en el río.

 

Paseamos por el poblado de Joanes, de anchas calles con casas de plata baja. Pasamos por su escuela y vimos los restos de una antigua iglesia de piedra. No había mucho más que ver; la vida estaba cerca del agua, con los pescadores que traían su pesca y desenredaban las redes junto a sus barcas. Vimos una raya de un metro. Con un machete cortaron su parte central con las vísceras y se la echaron a los buitres de la playa. 

La arena era blanca y había varias barcas varadas. Tenían nombres como “Filho de Deus” o “Esperança”. Vimos como regresaban algunos pescadores, cargados de peces plateados que ataban en manojos con un cordel. Los niños curioseaban entre las barcas. 


Nos alojamos en la Pousada Ventana do Rio-Mar, con un amplio porche con hamacas donde mecerse mirando al mar. Tenía alegres paredes pintadas de granate, azul añil, o amarillo limón. Éramos los únicos turistas. Solo había dos restaurantes en la playa. Comimos con los pies descalzos en la arena. Caldeirada de pescado, gambas y mandioca con zumos de abacaxi (piña). Delicioso. 


Al día siguiente hicimos una excursión de más de tres horas por un igarapé, uno de los estrechos canales que formaban el río Amazonas. Fuimos en una canoa de remo con un mulato llamado Giro. El paseo por el igarapé fue fantástico. Era muy estrecho y bastante oscuro. Los manglares extendían sus raíces como dedos buscando el agua. Las ramas se entrecruzaban formando una maraña que se reflejaba en el agua. 

Encontramos troncos y ramas obstaculizando el paso y Giro las cortaba con su machete. A veces teníamos que agacharnos en el suelo de la canoa para pasar por debajo de un tronco atravesado. Apenas remábamos y nos deslizábamos suavemente por la lisa superficie. El agua tenía un color verdoso, era zona pantanosa y reflejaba la vegetación de palmeras, manglares y otros árboles forrados de hojarasca verde. 



Oíamos los diferentes cantos de los pájaros y los movimientos de ramas de los macacos. Vimos un par de macacos trepando y saltando con su larga cola estirada. También encontramos un ave de un blanco deslumbrante y largo cuello, tipo flamenco. Revoloteaban mariposas de alas negras y azul eléctrico. Y las raíces-dedo de los manglares nos rodeaban por todas partes. Los dos días que pasamos en la isla de Marajó fueron una delicia.