martes, 9 de septiembre de 2014

RIGA MEDIEVAL


 


Siempre me han gustado las ciudades que conservan restos de su pasado, en la Vieja Europa y fuera de ella. Riga es una de esas ciudades; al pisar sus calles empedradas uno se sumerge en otras épocas históricas. Es la capital de la República Báltica de Letonia y perteneció a la antigua URSS hasta 1991, cuando se independizó del gigante ruso.

La ciudad está a orillas del mar Báltico, junto al río Daugava, al que cruzan tres puentes. Tiene un Castillo, una Catedral Ortodoxa y varias iglesias góticas como la Iglesia Luterana de San Peter.

 
 


 
La ciudad antigua que llaman Vecriga está considerada Patrimonio de la Humanidad. Son calles medievales adoquinadas con edificios con buhardillas y chimeneas. Pasear por aquellas calles era como estar metidos dentro de un cuento. Dormimos en un convento de seiscientos años de antigüedad.

La Plaza Ratslaukuns es el corazón de la parte vieja. Allí está la Casa de las Cabezas Negras, de 1344, un edificio de ladrillo rojo y curiosa arquitectura, coronado por un reloj esférico. En tiempos fue una casa de encuentro y fraternidad de los mercaderes solteros alemanes. Su patrón negro era San Mauricio. Fue destruida en 1941 y reconstruida siete años más tarde por los rusos.




Después de una nevada primaveral disfrutamos de la gastronomía del país, el salmón estaba presente en todas las cartas, pero con el frío también apetecían las carnes como la que nos sirvieron a la piedra y flambeada. Además, Riga es la ciudad europea con mayor número de edificios modernistas, otro motivo más para visitarla.




© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego

miércoles, 3 de septiembre de 2014

JINETES TIBETANOS


 
Al entrar en el interior de la tienda nos recibió un ambiente cálido. Alrededor de la estufa de carbón, y sentados en mesas con hules de colores, varios tibetanos hacían un alto en el camino. Allí comimos carne de yak con patatas y momos, el pan blanco tibetano. Los hombres usaban sombreros de ala ancha y sus rostros estaban tostados por el sol y pulidos por el frío de los caminos. Encontramos estos jinetes alrededor del lago Namtso. 
Sus caballos eran pequeños, eran caballos de Nangchen, autóctonos de Tibet, como los llamados ponis del Himalaya. De ellos hablaba Michel Pesissel en su interesante libro “Los últimos bárbaros”, que me acompañó durante el viaje.  
 


 
Decía Peissel que el control de un territorio tan vasto como el Tibet sólo era concebible para un pueblo de jinetes. Una vez al año los nómadas de Nangchen se reúnen para una curiosa cacería: “Las chicas casaderas más guapas se ponen sus mejores galas, se cubren de turquesa, coral, plata y ámbar, se aceitan las trenzas, las blusas de seda más bonitas les acarician los senos, se aflojan el cinturón de las chubas para poder montar a horcajadas…Los chicos eligen…y ellas, por su parte, sopesan a los pretendientes y también hacen sus elecciones. El éxito dependen de la velocidad de los caballos y de la agilidad de los jinetes.”
Peissel fue el descubridor del origen del río Mekong en las tierras heladas del “techo del mundo”. En su libro recoge estos dichos tibetanos:
“Así como una cabra no se refugia en la llanura,
 el hombre de verdad no vive en la comodidad”
 “Quienes no aman la comodidad, pueden realizar mil hazañas.
 Quienes no aman las dificultades, no pueden superar ni una.”

 
En los viajes he vivido muchos momentos en los que se prescinde de la comodidad y hay que superar dificultades para estar donde se quiere estar, para ser espectadores de lo maravilloso. En la vida sucede igual.
Mirando como galopaban en sus pequeñas cabalgaduras pensé que la vida de aquellos jinetes tibetanos carecía de comodidad, y que requería esfuerzo, inteligencia y siglos de adaptación a una tierra áspera y bella: Tibet.
 

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domingo, 31 de agosto de 2014

EL DEBATE DEL MONASTERIO


 
 
 

 
 
A veces el viajero tiene la oportunidad, la suerte o el privilegio de contemplar escenas intemporales, de ser testigo de una realidad que no le pertenece. Eso nos sucedió en el Monasterio de Seracercano a Lhasa, a unos 4 km., que fue fundado en 1419. En su momento de esplendor tuvo unos 5000 monjes, y cuando fuimos reunía apenas unos mil monjes tibetanos. A sus pies tenía un cementerio tibetano al que solían acudir los buitres.
 

 

En aquel monasterio tuvimos oportunidad de contemplar el debate religioso-filosófico de los monjes. Eran de la escuela o secta Gelugpa, también conocida por la de los Gorros Amarillos, a la que pertenece el Dalai Lama. En un jardín con árboles y piedras blancas fueron entrando poco a poco hasta reunirse unos cien monjes. Los había de todas las edades, algunos muy jóvenes. Se agruparon por parejas y se retaban para ver quien daba la respuesta más rápida o tenía más conocimientos. Parecían disfrutar y divertirse con el reto y no les importaba tener espectadores. Lo que yo hubiera dado por saber tibetano en aquellos momentos.

 
 
 
Algunos estaban sentados sobre cojines granates, como sus túnicas, y otros de pie. Al dar la réplica balanceaban el cuerpo y daban una palmada. Por todas partes del jardín se oían fuertes palmadas y la cantinela de la polémica entre los monjes. Una escena que se repetía desde hacía siglos.
 



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DETALLES TIBETANOS


 
Las mujeres tibetanas tradicionales llevan un peinado con diminutas trencitas anudadas en la espalda y sujetas por pasadores de plata con adornos de pedrería. Algunas llevan el pelo untado con mantequilla de yak, y trenzado en 108 tiras finas y largas. Según leímos, el 108 es un número sagrado para los budistas.

El coral rojo y la turquesa, que utilizan en los pasadores y cinturones, son piedras autóctonas. En los puestos de artesanía de Lhasa se venden muchas de estas joyas, que adornaron en sus mejores tiempos a las mujeres nómadas tibetanas.

 
 


Los niños llevan una abertura en el trasero del pantalón para que hagan sus necesidades sin mancharse la ropa. Algunos llevaban pañales que se veían a través de la obertura. Encontré uno de ellos en una calle, y seguí a la madre y el hijo entre la muchedumbre, pero me resultó difícil conseguir la fotografía entre el gentío, y la logré pero borrosa. Habíamos visto aquello en otros países asiáticos, pero en el clima frío del Tibet nos sorprendió más.


 


 

En los mercados tibetanos pueden verse esqueletos de animales colgando y aireándose en espera de comprador. La carne de yak, seca y de sabor fuerte, es la más gustosa, pero no se suele servir mucha cantidad en las raciones habituales. El consumo de carne de los tibetanos es reducido comparado con el de un occidental. Siglos de carencias y austeridad todavía son determinantes en su dieta.


 
 

Las mesas de billar están en las calles al aire libre. Hay una auténtica afición por este juego, introducido por los chinos. Por la noche las tapan con un plástico sujeto con piedras, que las protege algo del polvo y de las escasas lluvias. Los niños eran unos entusiastas espectadores.

 
 

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EVEREST, EN EL TECHO DEL MUNDO






Una mañana de octubre, desde Shegar, emprendimos la ruta hacia el Monte Everest. El asfalto duró poco y seguimos por una pista de tierra y grava, llena de curvas, botando y vibrando durante tres horas. El día estaba luminoso, como todos hasta el momento, con un cielo azul limpio. Las montañas parecían esculpidas y predominaban los tonos ocres y marrones.

En el Paso Nyalam Tong-la contemplamos el perfil de la cadena montañosa del Himalaya con cinco ochomiles: empezando por la izquierda el Monte Makalu, seguido del Monte Lotse, en el centro el Monte Everest (llamado Qomolangma en tibetano) y a la derecha el Monte Cho Oyu y el Monte Xixiabangma.




El cielo azul no tenía ni una nube y el Monte Everest, con sus 8844m., destacaba entre los otros, con su blancura satinada. Por el camino habíamos visto otras montañas con nieve brillante derritiéndose al sol. La del Everest parecía más compacta.

Llegamos al Campamento Base a los pies del Everest. Vimos unas tiendas de aspecto militar por fuera, dispuestas en forma de “u”. En el interior resultaban cálidas, con una estufa de latón central y adornadas con sofás con cojines y telas coloridas en las paredes. Eran restaurantes y hoteles para pasar la noche. Algunas tenían nombres graciosos como el “Hotel de California”.





Ni rastro de tiendas de campaña de grupos de escaladores. Supusimos que estarían más alejados. Preguntamos y nos dijeron que desde Nepal habría algunos porque el acceso era más fácil y también era más dificultoso obtener el permiso de los chinos. No había duda de que aquel era el Campamento Base porque había una tienda que era la Post-Office china, la oficina de correos a mayor altitud del mundo, tal como describía la guía.

Un autobús lanzadera nos llevó a la parte más alta alejada del campamento, y a partir de ahí caminamos lo que nos apeteció. Encontramos un riachuelo con hielo escarchado frente al monte. Recogimos piedras curiosas veteadas con colores verdosos. Me senté junto al riachuelo y frente al Everest, e intenté hacer un esbozo de dibujo, pero me resultaba muy difícil reflejar las sombras de los picos nevados y las grietas de las laderas. El blanco de la nieve era deslumbrante.

 

En el Campo Base entramos en una de las acogedoras tiendas mientras soplaba el viento agitando las lonas. Comimos carne de yak con patatas, pancake y té tibetano con mantequilla. De regreso nos esperaba la visita al Monasterio de Rongbuk, el que estaba situado a mayor altitud del mundo. Y tenía la particularidad de ser el único en el que convivían monjes y monjas. Pero lo que recordaríamos para siempre sería haber estado a los pies del gigantesco y mítico Monte Everest, el verdadero techo del mundo.
 
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LOS TÚMULOS DEL LAGO YAMDROK

 
 

Partimos de Lhasa temprano y vimos grupos de soldados chinos, con abrigos gruesos tipo gabán militar, que patrullaban por la noche las calles de la ciudad. En unas horas llegamos al lago Yamdrok, una maravilla natural rodeado de montañas verdosas y con algún pico nevado como el llamado Ninjingkangsan. Era uno de los tres lagos sagrados y mitológicos de Tibet. La superficie era de color turquesa intenso.




Alrededor del lago había túmulos de piedras agrupadas, que colocaban los peregrinos y viajeros, en demanda del favor de los dioses o buena suerte para el camino de la vida. Es una tradición tibetana, pero también existe en otros lugares, en Galicia, País Vasco, Gran Bretaña, Francia, etc…Hay túmulos funerarios y túmulos sagrados o espirituales, dólmenes o menhires. En Galicia los túmulos de piedras se llaman amilladoiros. Esta foto me la cedió mi amigo Julio Grandal y corresponde a San Andrés de Teixido

San Andrés es uno de los centros religiosos más importantes de Galicia, datado de la época del neolítico. Los muertos viajaban allí para embarcar sus almas con destino a la isla que los celtas llamaban Avalón. Uno de los lugares antiguos en los que se entrelazan paisaje y leyendas. El mundo que nos rodea está lleno de símbolos y misterios. Sólo hay que querer descifrarlos.

 

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LAS KORAS TIBETANAS

 
 

Andar tres pasos, arrodillarse, tumbarse y extender los brazos hasta tocar el suelo. Rezar. Levantarse. Andar tres pasos…y repetir todo el proceso durante horas, días, semanas o meses. Extenuador. Eso hacen los peregrinos tibetanos desde hace siglos. Piden por su familia, por su salud, por su país.

El circuito circular de peregrinación alrededor de un lugar sagrado recibe el nombre de kora. La kora purifica el karma. En la ciudad de Lhasa hay una kora alrededor del Palacio del Potala, y otra alrededor del templo de Johkang, el circuito Barkhor. En este último, los peregrinos se esforzaban en encontrar su espacio entre las piernas de la multitud que callejeaba.

 




Para amortiguar el roce continuo algunos usan una especie de petos o delantales de cuero grueso y manoplas. Unos van descalzos, a pesar del frío; otros usan colchonetas. El estado de desgaste de las colchonetas puede indicar la duración del peregrinaje. Muchos venían de lugares lejanos y sólo llevaban un pequeño morral con lo mínimo imprescindible para su viaje. Otra de las koras es alrededor de la montaña sagrada del Kailash, la más larga (de 52km) y la más dura de todas, pero que ofrecía a los fieles unas vistas espectaculares.

Me impresionó esa fe y la capacidad de sacrificio de esas gentes. Admiro esa fuerza que les mueve, hacia delante, hacia un futuro que desean sea mejor…





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LA BELLEZA DE LOS LAGOS TIBETANOS


 

La primera visión que tuvimos del lago Namtso fue una gran mancha de aguas turquesas rodeado de montañas con picos nevados. El azul intenso contrastaba con la aridez del terreno. El lago estaba a 4.500m. de altitud. Era uno de los tres lagos sagrados del Tibet, y el segundo mayor de agua salada en China.

Tenía una superficie de 1.940m2, y una isla llamada Tashi en la parte central. Junto al lago había dos piedras enormes con inscripciones y dibujos, y cientos de banderolas de oración de colores, ondeando al viento en hileras. Yaks blancos con sillas de montar descansaban en las orillas; los ofrecían para dar un paseo por 10 yuanes. También ofrecían paseos a caballo.








Como hacía viento se veía oleaje en la superficie del lago y las orillas parecían una playa pedregosa. Unos monjes paseaban por allí. Lo que no esperábamos encontrar fue una pareja de novios haciéndose un reportaje fotográfico. Ella llevaba traje un vestido largo con volantes y con los hombros al descubierto, con escote bañera. Y él un fino traje de hilo. Nosotros llevábamos camisetas térmicas, forro polar y anorak de gore-tex. Eran de Beijing. A la novia se le mojaron los bajos del vestido. Cuando acabaron vimos que se levantaba de las rocas, se recogía el vestido de novia y debajo llevaba tejanos y bambas. Seguro que para ellos también fue un día inolvidable.
 
 
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LA CELEBRACIÓN DEL TSAMPA



 

En Shigatsé visitamos el Monasterio de Tashilumpo, otra maravilla del Tibet. Era inmenso, fue construido en 1447 y tenía calles y plazoletas. En su tiempo vivieron unos 6000 monjes, ahora unos 600. Además era el único monasterio donde los monjes elaboraban artesanalmente su propio calzado, una especie de botines de lana roja con adornos negros.



 

Allí tuvimos el privilegio de asistir a una ceremonia festiva: en un patio unos cien monjes amasaban bolas de tsampa, la harina de cebada tostada que constituye la base de la alimentación tradicional tibetana. Formaban una gran bola de 1kg. aproximadamente, acabada en forma de pico.





Luego otros monjes teñían de un líquido rojo la punta y las colocaban en bandejas. Los monjes más jóvenes eran los encargados de llevarlas a la sala principal, entre bromas y risas, para el banquete festivo que se celebraría posteriormente. Otros monjes preparaban té tibetano con mantequilla en grandes calderos, batiéndolo constantemente.


 

Por la noche en un pequeño y acogedor restaurante pedimos tsampa en la cena. En otro viaje por Sikkim habíamos probado tsampa en forma de gachas espesas. Esta vez la sirvieron amasada en forma de croquetas, lo que creo fue una concesión al gusto del turista occidental, y me pareció muy harinosa y seca. Durante la cena recordamos todo lo que habíamos presenciado en el Monasterio. Fue una ceremonia hipnótica, un espectáculo que nos transportó a otros tiempos.

 


 
 
 
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