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lunes, 15 de enero de 2018

SUR Y AYJAH



Sur era una atractiva ciudad costera situada al sur de Omán. Tenía un bonito paseo marítimo que conocían como La Corniche, dos fuertes y playas con fondo de montañas. Era la base para visitar el Wadi Shab y Wadi Tiwi y la Reserva de Tortugas Ras al Jinz.


Uno de los Fuertes era Castillo Bilad, en forma de torres construido hacía doscientos años para defender la ciudad de las tribus del interior. El otro era el Castillo Sunaysilah construido en un promontorio rocoso hacía trescientos años, con cuatro torres de vigilancia.




Fue un puerto importante en el pasado, y  en el s.XIX cuando los portugueses invadieron y dividieron en dos sultanatos a Omán, el puerto todavía fletaba cien barcos.  En el Puerto Viejo todavía podían verse los dhowns, las embarcaciones árabes tradicionales, utilizadas para la pesca. Eran de madera rojiza, aunque no tenían las velas extendidas.


La ciudad mantenía la arquitectura árabe con casas bajas blancas, ventanas arqueadas, columnas y cúpulas. Nos gustó ese estilo y que la altura de los edificios no superara las dos o tres plantas. Aunque Omán era un país con buen nivel de vida gracias al petróleo, habían respetado ese estilo arquitectónico y ninguna ciudad tenía rascacielos, a diferencia de los cercanos Emiratos Árabes o Dubai.






Ayjah  era un pequeño y blanco pueblo al otro lado de la laguna, con una playa en forma de media luna, donde estaba el faro. Se veían barcas de pesca pintadas. Recorrimos toda la Corniche paseando tranquilamente y admirando las vistas. Se veía poca gente por las calles por la hora de calor y porque los omaníes solían utilizar sus coches aunque fuera para trayectos cortos.

Sur y Ayjah nos gustaron porque mantenían algo del sabor de los pueblos árabes del Índico, aunque renovados y con menos ajetreo. No eran como Zanzíbar, pero contemplando su línea de costa con los barcos tradicionales se podía imaginar lo que fueron y el esplendor de tiempos pasados.



© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego

jueves, 2 de febrero de 2017

LA ISLA MOUCHA



Junto a la costa de Djibouti, estaba la pequeña Isla Moucha, a media hora en barca desde la capital. Era una agradable excursión de fin de semana para los escasos turistas y las familias francesas que residían allí. La infraestructura en la isla en la época que fuimos era cero. Ningún hotel ni ningún restaurante o bar. Tenías que llevar tus propias bebidas y víveres para pasar el día. 

Fuimos al Muelle de Pescadores que estaba muy ambientado. Algunos vendían pescado fresco, como dos grandes rayas. Otros compraban khat a horas tempranas, tal vez por ser viernes, día festivo. Contratamos una barca sencilla, sin toldillo, blanca por fuera y azul por dentro. El mar estaba azul y muy calmado, la superficie totalmente lisa. Hacía calor y agradecimos la brisa al navegar. Fue un trayecto corto, de media hora.



La Isla Moucha era una franja de arena dorada con algunos arbustos. El mar tenía tonos azul verdosos y era translúcido. Una buena zona para hacer buceo con tubo, aunque se conservaban pocos corales. No era de las playas más bonitas que habíamos visto pero tenía encanto. Había varias barcas ancladas que había llevado a familias francesas residentes a pasar el día o el fin de semana. Traían sus neveras y víveres, y hacían barbacoas de pescado. Los que se quedaban a dormir tenían tiendas y carpas con colchonetas, no había infraestructura. 



Nos instalamos en el pareo a la sombra de una roca que formaba una pequeña gruta. En seguida nos dimos un buen baño. El agua estaba deliciosa y tenía tonalidades verde esmeralda. Se veían los corales más oscuros. Curioseamos un poco por la isla, que tenía rincones bastante fotogénicos, y permanecimos en remojo como garbanzos casi todo el tiempo. En un cobertizo con mesa de picnic tomamos nuestros víveres, y tras el último baño regresamos al bote y a Djibouti. Aquellas eran las escapadas de fin de semana de los militares y familias francesas que residían en Yibuti. Nos imaginábamos su vida allí, no sería fácil, sobre todo en los meses de verano cuando la temperatura alcanzaba los 45º a la sombra (hasta 60º en ocasiones). Eso había hecho al país merecedor del sobrenombre de “el infierno”. Pero habíamos ido en una buena época, el invierno africano, con máximas de 30º y mínimas de 22º. Para nosotros Djibouti no fue ningún infierno; al contrario, disfrutamos de su gente y sus paisajes, el país tenía mucho que ofrecer.




© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

jueves, 10 de septiembre de 2015

MERCADOS FLOTANTES DE BANGLADESH


 

La llegada al mercado flotante de vegetales de Baithakhati fue espectacular. El río arrastraba verdes plantas acuáticas, entre las que se deslizaban las barcas. Era una escena ancestral, que transcurría como hacía siglos. El día estaba grisáceo y con neblina, y eso le añadía un aspecto más irreal. Nos vimos rodeados por grandes barcazas que exhibían en su fondo productos vegetales de todo tipo: calabazas, berenjenas coliflores, pepinos, tomates…Los barqueros eran hombres, no había ni una sola mujer, ni siquiera entre los compradores.






Vestían faldones, el casquete musulmán o pañuelos enrollados en la cabeza, y lucían largas barbas blancas o rojizas, teñidas de alheña. Estaban de pie sobre las cubiertas, manejando sus pértigas para desplazarse, y todos miraban fijamente en dirección a nuestra barca. Cruzaban las manos a la espalda y algunos sonreían. Uno más joven me hizo una foto con su móvil. Aproveché para hacer una serie de retratos de rostros musulmanes.




Las barcas estaban muy próximas y podía saltarse de una a otra. Una de las barcas vendía té y pastas tipo tortita con dulce de melaza. Mientras lo tomábamos nos hicieron unas cuantas fotografías. Éramos nosotros los observados. No había un solo turista y por la expectación que despertamos parecía que no se dejaban caer a menudo por allí. Estaban realmente sorprendidos.

Para redondear el día vimos el mercado de arroz de Banaripara, que era el que recomendaban las guías. Pero como el arroz estaba en sacos o en cestas no era tan vistoso y colorido como el mercado de vegetales.

Fue un privilegio y una sensación especial estar inmersos en medio del mercado flotante, como espectadores de su vida cotidiana.





© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

domingo, 2 de agosto de 2015

EL DELTA DEL OKAVANGO (1)

Desde Johannesburgo cogimos un pequeño avión con motores de turbohélice a Maun en Bostwana, un trayecto de dos horas. Un cartel con dos leones en la hierba dorada nos dio la bienvenida. Maun era la base para visitar el Delta del Okavango, declarado Patrimonio de la Humanidad..

Como curiosidad, no era un delta fluvial real porque el río Okavango no desembocaba en el mar, sino que se dispersaba hasta llegar al desierto de Kalahari. Nos alojamos en el campamento Old Bridge Backpackers, a orillas del río y junto a un viejo puente. Era un lugar tranquilo y relajante.



Al día siguiente hicimos una excursión por el Delta del Okavango en mokoro, Primero nos recogió una furgoneta hasta el embarcadero, donde cogimos una lancha de motor hasta la “Mokoro Station”, a unos 45 minutos. Los barqueros estaban agrupados bajo la sombra de una gran árbol y junto a un termitero gigante. También había mujeres barqueras.


Allí montamos en una mokoro, la canoa tradicional que manejaban con pértiga. Se construía vaciando el interior de un tronco, con madera de ébano. Navegamos por el delta entre juncos verdes y nenúfares flotando en el agua. En las orillas se veían árboles, alguna palmera y vacas aisladas pastando. Navegamos por estrechos canales entre juncos acuáticos, abriéndonos paso entre los tallos que nos rozaban los brazos. El agua estaba repleta de plantas acuáticas que alzaban sus tallos hasta la superficie buscando oxígeno. Había muchas flores de loto blancas y amarillas o lilas. Las abejas libaban en el interior de las flores. Nos deslizábamos suavemente y en silencio, impulsados por la pértiga. 





Navegamos una hora y media hasta llegar a una isla en el delta, donde desembarcamos. Allí emprendimos una caminata de un par de horas, con el barquero como guía. El interior de la isla tenía la hierba alta y amarilla. Vimos alguna laguna desecada, que llamaban pan, con el terreno arenoso de un blanco deslumbrante. Lo tocamos y era un polvo como harina fina. Vimos un cráneo de hipopótamo y una mandíbula de jirafa de huesos blanqueados por el sol.

Durante el paseo avistamos grupos de ñus y cebras juntos, algún impala y cocodrilos. También vimos y oímos hipopótamos bañándose y emergiendo con resoplidos. Pero estaban lejos y solo asomaban la cabeza con los ojos y las orejas rosadas. Comimos un picnic a la sombra de los árboles, que se agradecía con el calor del día. Al día siguiente seguimos recorriendo la zona del Delta del Okavango y vimos muchos más animales en libertad en la Reserva Moremi.

 







sábado, 4 de mayo de 2013

PESCADORES DE MALAWI

 




Durante el día la mayoría de las barcas permanecían varadas en las orillas del Lago Malawi, los pescadores dormían o descansaban unas horas, siempre escasas, y las redes se extendían en la arena, en espera. Al atardecer algunos recosían las redes con paciencia y empezaban a preparar los faroles que iluminarían la pesca nocturna.

El Lago Malawi tenía unas 500 especies de peces, 350 de ellos eran únicos en el lago. El pescado que ofrecían en los restaurantes era el Kampango (el pez gato) y el Chambo (parecido al pargo o dorada). Pero más populares eran las usipas, parecidas a nuestros boquerones, y las utakas, similares a nuestras sardinas, eran la base de su alimentación, acompañados de nsima, unas gachas de maíz espesas.




Vimos el regreso de los pescadores y hablamos con ellos, interesándonos por su trabajo y su vida. Tras la pesca y a falta de cámaras frigoríficas, preparaban hogueras para hervir el pescado en grandes calderos. Después lo colocaban en secaderos en esteras altas en la misma playa, junto a sus cabañas.

Otros se encargaban de voltear los pequeños peces plateados ayudándose con machetes. Un hombre joven nos dijo que ellos no pescaban, eran intermediarios, compraban la captura a los pescadores y se ocupaban de secarlo en aquel proceso laborioso, y de transportarlo a los mercados de la capital y otros lugares. Así  los pescadores podían dormir y descansar tendidos en sus chamizos de la playa, y recoser sus redes. Pero pagaban un precio a los intermediarios.


 



Mientras cenábamos unos sabrosos kampango y chambo, vimos en el horizonte de la noche oscura una larga hilera de luces alineadas. Eran los faroles de los pescadores, faenando. Y contemplando aquellas luces, el pescado de agua dulce nos supo diferente.

 



© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego

lunes, 1 de abril de 2013

PESCADORES DE MOZAMBIQUE





El pescador rebuscó entre las redes y cogió algo redondo con la mano. Tenía la piel tensa, rebozada en arena y su aspecto resultaba curioso. Era un pez globo. Habíamos visto alguno utilizado como lámpara colgante. Estábamos en Vilankulo, una población de la costa mozambiqueña, contemplando la llegada de las barcas de los pescadores. Eran pequeñas embarcaciones de madera y a vela, los tradicionales dhowns utilizados en aquella zona del Índico. También llevaban pértigas que les ayudaban a vadear el fondo y acercarse a la orilla.





Al acercarnos vimos como extendían la abundante captura de las redes en la arena: había peces rosados, amarillos, azules, cangrejos veteados de largas pinzas, y algún pez globo. Nos dijeron que salían a pescar cada día a las cuatro de la mañana y regresaban sobre las diez, cuando ya hacía más calor. Otras barcas pescaban al atardecer. Una vida sacrificada, como la de todos los pescadores, luchando contra los elementos. Es una de las profesiones que siempre admiraré. La parte final era el reparto de la captura entre los niños y mujeres que se habían acercado con sus palanganas metálicas o de plástico. Cada uno regresaría a su hogar recorriendo la playa de altas palmeras y transportando sus palanganas sobre la cabeza, como habían hecho durante siglos. Una escena ancestral.

 
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego