Cruzamos la frontera con Zambia,
desde Zimbawe, para hacer el rafting por el río
Zambeze. Embarcamos en un tramo tranquilo de aguas verdosas, en una imponente
garganta de roca negra. El río engañaba, nada hacía presagiar
la fuerza y la violencia de los rápidos que nos esperaban. Íbamos en
una zodiac que dirigía un remero en la parte central. Cuando nos metíamos en
las olas los cuatro que estábamos en la parte delantera debíamos tirarnos con
todas nuestras fuerzas hacia delante para impedir que la punta de la zodiac se
levantara y volcáramos. Los rápidos tenían nombres tan sugerentes como “la
escalera hacia el cielo” o “la lavadora”. Parecía divertido. Y lo fue.
Pero en el rápido nº 18 sucedió.
El bote volcó por el lado derecho y antes de volcar sentí el peso de Javier y
los otros dos chicos que han caído sobre mi brazo. Sentí dolor, y me vi en
medio del rápido, entre remolinos de espuma. La corriente me
arrastraba y me dejé llevar con los pies adelante. Javier me ofrecía una mano,
pero no pude cogerla. Así que el río me arrastró unos metros hasta la altura de
otro bote que me tiró una cuerda. Como me dolía el brazo izquierdo, tuve que cogerme
a la cuerda sólo con el derecho, e intentar avanzar hasta el bote. Luego me
subieron ellos.
Paramos en unas rocas, y casualmente entre la gente de los
botes había una doctora, que me echó un vistazo pero no se atrevió a
diagnosticar si era una fractura o no. De momento, lo inmovilizaron con una
férula y después de un pequeño mareo por el dolor, volví a mi bote, donde me
esperaban todos.
Lo peor era que los rápidos no se habían acabado,
y no me hacía mucha ilusión pasarlos con el brazo así. Pero tuve que pasarlos,
claro. Suerte que eran menos fuertes que el 18. Fueron cinco más, en los que me
agarré a las cuerdas lo más fuerte que pude con la derecha, mientras Javier me
cogía del chaleco. Cuando llegamos al final, después del 23, me esperaba un
camino de subida por el cañón, de una media hora.
Vimos un
helicóptero, y Jules, que era nuestro guía propuso hacerle señales para que me
recogiera, pero desapareció antes de que pudiera intentarlo. De todos modos, no
sé qué hubiera sido peor, porque el helicóptero no tenía sito para aterrizar y
me hubiera recogido con una silla por encima del agua. Después de la subida a
pie todavía nos esperaba el regreso en camión por pistas sin asfaltar, por lo
que el camión no paraba de dar botes y mi brazo lo sentía. Me llevaron a un
consultorio y después a un hospital. El dr. Vivian me hizo una radiografía y
diagnosticó fractura de radio.
Tras el accidente, y con el brazo enyesado, en el
pueblo me hice famosa y todos me preguntaban qué había pasado. Los entendidos
preguntaban directamente en que rápido había sido.
Al día siguiente decidimos ver las Cataratas
Victoria en ultraligero, aún con el brazo enyesado
pensé que ya no me podía suceder ningún otro accidente. Steve me enseñó los
rápidos que habíamos pasado el día anterior, y también el famoso nº 18. Volamos
bajo y me señaló cocodrilos en las orillas del río. Casi vimos
la puesta de sol desde el aire. La contemplamos en tierra, junto al hangar.
Después de eso, el viaje siguió durante cuarenta
días, con calor, con picores, con incomodidades cotidianas, pero con ilusión.
Los niños se acercaban a mí, tocaban el brazo y me sonreían y hasta me
dibujaron un mapita de África en el yeso. Siempre recordaré la amabilidad,
generosidad, cariño y ayuda de todos aquellos con los que me crucé por los
caminos africanos.
Viaje y fotos del año 1993