jueves, 29 de octubre de 2009

TARABUCO Y SU MERCADO



Los domingos se celebraba el mercado en el pueblo de Tarabuco. Fuimos en minibús desde Sucre, en un trayecto de hora y media.

El Mercado de Tarabuco nos gustó mucho por el colorido y el ambiente con gente indígena de los pueblos de los alrededores. En el museo textil de Sucre leímos que los Tarabuco no eran un grupo étnico ni una comunidad compacta, pero se denominaba así a los de la región porque compartían indumentaria y rasgos de identidad común.

Hombres y mujeres vestían con la indumentaria tradicional, ponchos coloridos y sombreros peculiares. Los hombres llevaban monteras, probable herencia de los soldados conquistadores. Las mujeres llevaban los sombreros borsalinos tipo bombín, y la mayoría usaba otro tipo de sombreros negros altos, con borlas, visera trasera y adornos con dibujos con cuentas de colores. 




En los puestos del mercado vendían frutas y verduras, pero sobre todo textiles, tejidos coloridos, gorros, calentadores, muñecas, guantes, chumpas (jerseys) y chuspas (las bolsas para llevar la coca). También vendían madejas de lana de colores intensos, teñidos con tintes vegetales. De vez en cuando pasaban burros de carga con las mercancías compradas. Había un terreno donde aparcaban a los burros.





En la elaboración de un tejido de menos de un metro de largo se podía tardar de dos a tres meses, según nos dijeron Los tejidos mostraban escenas costumbristas agrícolas, de la recolección, la elaboración de pan en los hornos, el pastoreo de llamas y ganado, funerales y bodas. Las figuras ocupaban una parte de la tela en franjas y el resto eran figuras geométricas. Todo de gran colorido e imaginación. Eran motivos tradicionales a los que habían incorporado alguna innovación.






Comimos en la plaza un menú popular de arroz con pollo frito y papas por unos pocos bolívares. Los indígenas locales pasaban ante nuestra mesa como en un desfile. Sus rostros eran morenos y curtidos, surcados de arrugas y enmarcados por los diferentes sombreros.





lunes, 26 de octubre de 2009

LA BLANCA SUCRE

Sucre era una ciudad colonial blanca, en un valle rodeado de montañas, a 2700m de altitud. La arquitectura colonial con edificios de fachadas blancas, balcones de hierro forjado y de madera, porches y patios. Era Patrimonio de la Humanidad.

Nos alojamos en el centro, cerca de la Plaza 25 de Septiembre. Fuimos hasta el Parque Bolívar, donde había una torre de estructura metálica como la Torre Eiffel en miniatura. Subimos y era un buen mirador.








Visitamos la Iglesia de la Merced, decían que era la más bonita de Sucre, de fachada blanca  inmaculada y con un campanario. Por dentro era bastante oscura y recargada, con un retablo barroco con muchas filigranas de oro. Subimos a la torre del campanario, desde donde había bonitas vistas de la ciudad. Destacaban los tejados de tejas rojas.





El Convento de la Recoleta de un blanco impoluto, estaba en la parte alta de la ciudad. Al lado había un mirador con arcos, con vistas de Sucre.


El Museo Textil-Etnográfico fue muy interesante y ameno. Mostraba los tejidos y trajes de grupos indígenas como los tarabuco. Los motivos de los tejidos eran geométricos o figuras de animales como llamas, ovejas, aves, etc. 

El museo estaba gestionado por ASUR, una fundación antropológica que revitalizaba la elaboración de tejidos, que se vendían en la tienda del museo. Daban trabajo a mil mujeres tejedoras y a trescientos hombres tejedores, por lo que servían de sustento a muchas familias.




A las horas de más calor los comercios cerraban  y aprovechamos para tomar algo en el Café-Tertulia, escribir y descansar. Al atardecer la ciudad revivía y la gente llenaba las calles, primero con la salida de los colegios, y después familias y adolescentes paseando. Coincidimos con un certamen internacional de misses. Había más de veinte chicas, todas con taconazos y sus mejores galas. Y aunque la independencia de Bolivia fue en 1825, en Sucre fueron precursores y celebraban el Bicentenario del primer grito libertario en 1809, con un bonito desfile.






sábado, 24 de octubre de 2009

LAS MINAS DE POTOSÍ




Uno de los recuerdos más impactantes del viaje a Bolivia será sin duda la visita a las minas del Cerro Rico en Potosí. Las minas fueron descubiertas por los conquistadores españoles hace más de cuatrocientos años, y todo el cerro estaba horadado con galerías, con riesgo de desplome. Era un laberinto subterráneo. Habían trabajado hasta 15.000 mineros, pero en la actualidad sólo trabajaban unos 4000 mineros. Decían que como mucho quedarían diez o quince años más de explotación.

En el Mercado Minero vimos todos los artículos que compraban los mineros: botas, casco, lámparas, dinamita, mecha, cigarrillos, mascarillas...Uno de los artículos que más me sorprendió fue el Alcohol potable de 96º que bebían los mineros el primer y el último viernes del mes para ofrecer y pedir bendiciones a la Pachamama, la Madre Tierra (que falta les hacía). Alcohol potable de 96º!!! Como el de uso hospitalario para desinfectar. Y con buen gusto, según la etiqueta…No pude evitar probarlo…



Otro artículo imprescindible para el minero es la coca. Compraban bolsas de hojas de coca que había que mezclar con un catalizador alcalino para que desprendieran la sustancia. Hacían una bola y la masticaban todo el día para resistir el duro trabajo en la mina.

Visitamos los llamados Ingenios, las plantas donde se procesaba la plata, llenas de maquinaria polvorienta y ruidosa. En el Ingenio trituraban las piedras, las centrifugaban, las sumergían en sustancias químicas, la decantaban, secaban y finalmente obtenían el polvo de sulfato de plata. La ciudad colonial de Potosí, que es Patrimonio de la Humanidad, tenía las casas pintadas de colores intensos, tal vez para compensar el polvo y la negrura de las minas.


Después llegó el plato fuerte: la entrada en la mina. Estuvimos casi dos horas bajo tierra. En el primer tramo pudimos caminar erguidos por la galería, pero bajamos hasta el cuarto nivel y nos arrastramos y caminamos a cuatro patas por estrechas galerías. En un túnel había un muñeco protector que llamaban "el tío de la mina", al que le ofrecían cigarrillos y alcohol. Respiramos polvo y gases tóxicos, de hecho salimos de allí con una fuerte ronquera en ese poco tiempo... 


Encontramos varios grupos de mineros trabajando. Uno eran cuatro chicos jóvenes que empujaban una vagoneta cargada por los rieles. La vagoneta podía transportar hasta dos toneladas de mineral, y con la estrechez de la galería podían suceder accidentes como ser atropellado por una de ellas, porque en muchos tramos no había lugar para esquivarla. Los chicos tenían 16 años y trabajaban entre 8 y 12 horas al día. Todos mascaban coca con la mejilla hinchada, y sonreían y hacían bromas. Eran jóvenes pero sabíamos que en la mina también trabajan niños, aunque la legislación boliviana lo prohíbe y no los vimos. 
Coincidimos con otro minero de 49 años, que llevaba 37 años trabajando allí, y estaba a punto de jubilarse; le pregunté si tenía hijos y si eran mineros. Siempre recordaré su mirada de orgullo al contestar que tenía siete hijos y que todos estudiaban.