jueves, 17 de octubre de 2002

LA ISLA MARAJÓ

En la desembocadura del río Amazonas estaba la Isla Marajó, entre el río y el Océano Atlántico. Tenía una superficie tan grande como Suiza. Una curiosidad. Aunque la mitad se inundaba durante la época de lluvias y quedaba convertida en una ciénaga o terreno pantanoso en época seca. Quisimos conocerla, y tras la travesía de varios días en barco por el Amazonas, fuimos desde Belem, un trayecto de dos horas en otro barco.

La población principal era Salvatierra, pero preferimos quedarnos en Joanes. El pueblo estaba formado por unas cuantas casas de pescadores en una bonita playa. Caminamos por la playa de Joanes hasta que el paso quedó cortado por negras rocas volcánicas. Hacía mucho viento, que aliviaba el fuerte calor, y provocaba olas en el río.

 

Paseamos por el poblado de Joanes, de anchas calles con casas de plata baja. Pasamos por su escuela y vimos los restos de una antigua iglesia de piedra. No había mucho más que ver; la vida estaba cerca del agua, con los pescadores que traían su pesca y desenredaban las redes junto a sus barcas. Vimos una raya de un metro. Con un machete cortaron su parte central con las vísceras y se la echaron a los buitres de la playa. 

La arena era blanca y había varias barcas varadas. Tenían nombres como “Filho de Deus” o “Esperança”. Vimos como regresaban algunos pescadores, cargados de peces plateados que ataban en manojos con un cordel. Los niños curioseaban entre las barcas. 


Nos alojamos en la Pousada Ventana do Rio-Mar, con un amplio porche con hamacas donde mecerse mirando al mar. Tenía alegres paredes pintadas de granate, azul añil, o amarillo limón. Éramos los únicos turistas. Solo había dos restaurantes en la playa. Comimos con los pies descalzos en la arena. Caldeirada de pescado, gambas y mandioca con zumos de abacaxi (piña). Delicioso. 


Al día siguiente hicimos una excursión de más de tres horas por un igarapé, uno de los estrechos canales que formaban el río Amazonas. Fuimos en una canoa de remo con un mulato llamado Giro. El paseo por el igarapé fue fantástico. Era muy estrecho y bastante oscuro. Los manglares extendían sus raíces como dedos buscando el agua. Las ramas se entrecruzaban formando una maraña que se reflejaba en el agua. 

Encontramos troncos y ramas obstaculizando el paso y Giro las cortaba con su machete. A veces teníamos que agacharnos en el suelo de la canoa para pasar por debajo de un tronco atravesado. Apenas remábamos y nos deslizábamos suavemente por la lisa superficie. El agua tenía un color verdoso, era zona pantanosa y reflejaba la vegetación de palmeras, manglares y otros árboles forrados de hojarasca verde. 



Oíamos los diferentes cantos de los pájaros y los movimientos de ramas de los macacos. Vimos un par de macacos trepando y saltando con su larga cola estirada. También encontramos un ave de un blanco deslumbrante y largo cuello, tipo flamenco. Revoloteaban mariposas de alas negras y azul eléctrico. Y las raíces-dedo de los manglares nos rodeaban por todas partes. Los dos días que pasamos en la isla de Marajó fueron una delicia.

jueves, 10 de octubre de 2002

NAVEGANDO EL AMAZONAS


Recorrimos el mítico Amazonas en dos tramos. El primero desde Manaos a Santarem (un trayecto de 34h) y el segundo de Santarem a Belem (un trayecto de 48h). En el Porto Flotante de Manaos compramos los boletos de barco a Santarem. El Porto Flotante había sido construido para solucionar los problemas de las crecidas del río Amazonas, que producía desniveles de hasta 14 metros. Era un muelle o plataforma flotante con muchos barcos de dos o tres pisos alrededor. 

Nuestro barco, pintado de azul y blanco, se llamaba “El Viageiro IV”, de Manaos a Santarem. El camarote estaba en la cubierta superior y era de dimensiones mínimas. Puesta en pie en el centro no podía ni extender los dos brazos a lo ancho, y no tenía ninguna ventana ni obertura, solo un ventilador. La cubierta estaba repleta de hamacas multicolores entrecruzadas, colgadas de los ganchos del techo. Decidimos que era mejor quedarse en las hamacas del exterior, más fresquito.



Partimos puntualmente a las cuatro de la tarde. El río Amazonas parecía un mar, tan alejadas que estaban sus orillas. Navegábamos por el centro y veíamos dos franjas estrechas de bosque selvático, talado a tramos, y algún palafito aislado. Al atardecer vimos la puesta de sol. 

Pasamos las horas contemplando el paisaje de las orillas, con verde vegetación. También charlamos con los otros pasajeros, escribimos, leímos y dormitamos en las hamacas mientras nos deslizábamos. Junto a nosotros viajaba una familia brasileña. La madre dormía en la hamaca con sus hijos. Estuvimos jugando con ellos. Éramos los únicos guiris en el barco y despertamos curiosidad. Las comidas a bordo se hacían por turnos, primero las mujeres y los niños, y luego los hombres, en una mesa grande para doce personas. Eran platos únicos tipo rancho: feijoadas (los guisos de fríjoles con carne), spaguettis y arroz.




El río era tan ancho que cuando soplaba viento se formaban olas grandes como en el mar, y el barco cabeceaba arriba y abajo, cabalgando las olas. A veces se estrechaba el río y navegamos por canales jalonados por palafitos. En las casas había ropa de colores tendida, y gente asomada a las ventanas o sentados en el porche. Por la noche pusieron música y bailamos en la proa a la luz de la luna, con otros pasajeros. 




Tras 34 horas de trayecto llegamos a Santarem. Vimos su Catedral con dos torres laterales, pintada de azul claro, y la zona del mercado. Eran calles de trazado regular, con construcciones bajas, de dos pisos. Había varias plazas con mangos grandes, que ofrecían una rica sombra, y un agradable paseo paralelo al río. Cenamos en una terraza de la Plaza del Pescador, róbalo con salsa de camarones y arroz, rico, rico. Con el estómago feliz paseamos por el Paseo Fluvial, lleno de gente, familias y grupos de chicas y chicos con ropas modernas. Nos gustó el ambientillo nocturno de Santarem.

Desde Santarem fuimos hasta el pueblo Alter do Chao a 33km. El pueblo era muy agradable, con ambiente hippy, casitas bajas, plazas y tiendas de artesanía. Tenía una de las mejores playas fluviales del Amazonas, con fina arena blanca y dorada. El lugar era realmente bonito. Una lengua de arena blanca con arbustos verdes. A un lado de la franja de arena estaban las aguas del río Tapajós, y al otro el que llamaban lago Verde. Resultaba curioso encontrar una playa allí, en pleno Amazonas. Hasta el ambiente era playero. 

Cogimos una barca a remo, por medio real, para recorrer los cocos metros hasta la franja de arena más blanca. Había varios chiringuitos y las mesas y las sillas estaban colocados en la orilla del mar. Nos bebimos unos cocos helados con los pies en el agua. Nos bañamos en ambos lados de la franja de arena. El agua estaba muy tranquila, y solo de vez en cuando el viento rizaba la superficie formando pequeñas olas. No dejaba de sorprendernos aquel mar amazónico.

Al día siguiente cogimos otro barco, el Sao Sebastiao, de Santarem a Belem. Esta vez nos instalamos directamente en hamacas, que habíamos comprado. El barco era más grande que el primero, con cuatro cubiertas en total, dos para hamacas, una con grandes mesas para el comedor y la cuarta con botes salvavidas. Tenía capacidad para unas cuatrocientas personas. 

El trayecto discurría lentamente. Empezamos a familiarizarnos con los pasajeros, y nos saludamos y sonreímos cuando se encuentran nuestras miradas o nos cruzamos en las escalerillas cambiando de cubierta. La gente hacía colada y la tendía del techo del barco, con el aire se secaba rápido. La vida era cíclica a bordo, una campana anunciaba los turnos del comedor. Con el calor húmedo permanecíamos bastante aletargados, meciéndonos en la hamaca. Los soplos de brisa nos sacaban un rato de la inercia de la travesía. Las duchas tenían cola. Las mujeres se lavan el pelo y lo envuelven en toallas. El aire se llenas de olor a gel y jabones. 

Hicimos alguna parada en pueblos diminutos perdidos en la selva amazónica, para dejar o recoger algún pasajero o mercancía. Al acercarnos empezaban a aparecer canoas a remo, con niños saludando. En el muelle vendían bananas y bolsas de gambas fritas por un real. 




La ciudad de Belem apareció en la desembocadura del río, con su frontal de modernos rascacielos. Después de dos días de travesía sin ver más que orillas de jungla y algún palafito aislado como única huella humana, resultaba bastante chocante. La gente descolgó las hamacas, y al despedirse intercambiaron teléfonos y direcciones. A nosotros nos desearon buen viaje. Nuestro viaje continuaba en Belem, por la Isla Marajó y la costa Atlántica de Brasil.


sábado, 5 de octubre de 2002

MANAUS AMAZÓNICO

Empezamos el viaje por Brasil en Manaus, la capital del estado de Amazonas, rodeada por la mayor selva tropical del mundo, cerca de la confluencia del río Negro con el río Solimões. Fue fundada en torno a 1669 por los portugueses como la fortaleza São José do Rio Negro. El nombre de Manaus era homenaje a la nación de los indios manaós. La ciudad prosperó con la fiebre del caucho, a principios del s. XIX.

El edificio más emblemático era el Teatro Amazonas, la mítica Ópera de Manaos. Fue el símbolo del esplendor de la época del caucho. Se construyó a mediados del s. XIX en estilo neoclásico, pintado en color rosa y marfil. El exterior tenía columnas, escalinatas con balaustradas de mármol y una gran cúpula policromada, con mosaicos verdes y amarillos.


Visitamos el interior con mármoles italianos, hierro forjado de Escocia y la mayoría de materiales de Europa. Las butacas eran de madera oscura y terciopelo granate. La madera era de Brasil, pero la enviaron a Europa para tallarla. Todo aquel esplendor también recordaba la explotación, el enriquecimiento, lujo y despilfarro de algunos pocos en la época. En la gran sala había varias mascaras en las columnas, representando la tragedia y la comedia, con nombres de escritores históricos, como Lope de Vega, Shakespeare, Goethe, etc. 

Otro edificio bonito era la Alfándega, el edificio de Aduanas, de principios del s. XIX. Fue importado de Gran Bretaña en bloques prefabricados.

El Palacio del Río Negro era otra gran mansión colonial pintada de amarillo ocre. En su interior había un museo de numismática y una pinacoteca que curioseamos. Fue la residencia de un barón alemán enriquecido con el caucho. Intentamos ver el interior, a través de una puerta abierta en la cafetería, y llegamos hasta una gran escalinata de madera con dos estatuas, pero nos dijeron que no podía visitarse.

Las calles tenían ambiente y había plazas arboladas que ofrecían sombra. Se veían árboles tropicales como las Higueras de Indias con troncos con lianas. A la sombra de los árboles se instalaba algún peluquero. Comimos en una placita el pescado piracucú, de sabor muy salado, con arroz y suco de abacaxi (zumo de piña).



            

El Mercado de Manaos con estructura de hierro forjado igual a la del mercado de Les Halles en París. En los laterales estaba la sección de carnes y pescados  Había puestos coloridos de frutas y vendían cocos helados, que se agradecían con los 40° de temperatura. Lo que mas nos llamó la atención fueron los puestos de hierbas medicinales, que ofrecían guaraná, la bebida obtenida como extracto de una semilla, y utilizada como estimulante, vigorizante sexual y remedio para todo.




jueves, 3 de octubre de 2002

LAS CATARATAS DE IGUAZÚ


Desde Foz de Iguazú fuimos en autobús hasta la entrada del Parque de Iguazú. Un autobús interno nos llevó hasta el inicio del sendero de las cataratas. Primero oímos el rugido del agua, y luego las vimos. Frente a nosotros se extendían las 275 cataratas, arrojando el agua con fuerza atronadora. Decían que ocupaba una zona de 3km de anchura y 80m de altura. Eran más anchas que las Victoria Falls, más altas que Niágara y más impresionantes que ninguna. Nos impactaron. Era pura naturaleza en estado salvaje. 

Un camino empedrado con escaleras permitía ver las cataratas a lo largo de 1,2km. Cualquier tramo era bellísimo. Estaban rodeadas de verde vegetación y negras rocas bañadas por el agua. Árboles con lianas, helechos, musgo y palmeras aisladas formaban el entorno. En medio de las cataratas estaba la Isla de San Martin, verdísima, con una jungla densa.

       

En algunas cataratas el agua era marrón, por los lodos y sedimentos que arrastraban. Pero en la mayoría caía un chorro blanco y espumoso, formando nubes de vapor de agua. En la pasarela que llegaba hasta la Garganta del Diablo, las gotas de agua diminutas nos empaparon. El nombre de Iguazú provenía del guaraní y significaba “agua grande”.

Mientras íbamos por el camino apareció un coatí, olisqueando las plantas, seguido por otro. Se aproximaron a nosotros y pasaron de largo, ignorándonos. Tenían el hocico alargado, como los osos hormigueros, y la cola rayada y larga. También vimos mariposas negras de alas azul nacarado, y muchas aves sobrevolando las cataratas. Eran vencejos, que tenían los nidos entre la vegetación, en las rocas de los saltos de agua.

Por la tarde cogimos una lancha por el río Iguazú. El agua estaba bastante revuelta porque había llovido y formaba remolinos que la lancha trataba de esquivar. Aquello parecía más un rafting que un paseo. Nos acercamos al pie de una catarata y nos envolvió una nube de agua a presión, acabamos empapados de nuevo y eufóricos.


Al día siguiente fuimos al Parque Argentino y recorrimos el circuito superior por las pasarelas situadas sobre las cataratas. El 80% de las cataratas eran territorio argentino y el 20% brasileño. Desde el lado argentino podían verse más cerca, por encima, por debajo y aproximarse hasta mojarse. Aunque desde el lado brasileño se dominaba más la visión total, el frontal panorámico de 3,5km. Había que verlo desde los dos lados, eran complementarios. 

En el circuito inferior pudimos aproximarnos tanto al agua que quedamos empapados. El agua bañaba las verdes plantas que crecían en las rocas negras, sin conseguir arrancarlas. Al final del sendero encontramos la Garganta del Diablo, el plato fuerte del día Allí confluían varios saltos de agua en una caída de gran altura. Las nubes de vapor de agua no permitían ver el fondo del salto, y las gotas reflejaban un perfecto arco iris, en el que los colores se distinguían nítidamente. Según el momento la nube se engrandecía y se expandía hacia arriba, como si fuese un géiser. Recibimos varias duchas de microgotas que nos refrescaban.






El agua bajaba con una fuerza atronadora, arrastraba lodos y se veía de color caramelo, o de un blanco espumoso y deslumbrante. Aquella garganta con su gran caudal era como una gran batidora que agitaba las aguas del río Iguazú. Eran una de las siete maravillas naturales del mundo, un merecido Patrimonio de la Humanidad. Impresionantes!