En la
desembocadura del río Amazonas estaba la Isla Marajó, entre
el río y el Océano Atlántico. Tenía una superficie tan grande como Suiza.
Una curiosidad. Aunque la mitad se inundaba durante la época de lluvias y
quedaba convertida en una ciénaga o terreno pantanoso en época seca. Quisimos
conocerla, y tras la travesía de varios días en barco por el Amazonas, fuimos desde
Belem, un trayecto de dos horas en otro barco.
La población
principal era Salvatierra, pero preferimos quedarnos en Joanes.
El pueblo estaba formado por unas cuantas casas de pescadores en una bonita
playa. Caminamos por la playa de Joanes hasta que el paso quedó cortado por
negras rocas volcánicas. Hacía mucho viento, que aliviaba el fuerte calor, y
provocaba olas en el río.
Paseamos por el poblado de Joanes, de anchas calles con casas de plata baja. Pasamos por su escuela y vimos los restos de una antigua iglesia de piedra. No había mucho más que ver; la vida estaba cerca del agua, con los pescadores que traían su pesca y desenredaban las redes junto a sus barcas. Vimos una raya de un metro. Con un machete cortaron su parte central con las vísceras y se la echaron a los buitres de la playa.
La arena era blanca y había varias barcas varadas. Tenían nombres como “Filho de Deus” o “Esperança”. Vimos como regresaban algunos pescadores, cargados de peces plateados que ataban en manojos con un cordel. Los niños curioseaban entre las barcas.
Nos alojamos en la Pousada Ventana do Rio-Mar, con un amplio porche con hamacas donde mecerse mirando al mar. Tenía alegres paredes pintadas de granate, azul añil, o amarillo limón. Éramos los únicos turistas. Solo había dos restaurantes en la playa. Comimos con los pies descalzos en la arena. Caldeirada de pescado, gambas y mandioca con zumos de abacaxi (piña). Delicioso.
Al día siguiente hicimos una excursión de más de tres horas por un igarapé, uno de los estrechos canales que formaban el río Amazonas. Fuimos en una canoa de remo con un mulato llamado Giro. El paseo por el igarapé fue fantástico. Era muy estrecho y bastante oscuro. Los manglares extendían sus raíces como dedos buscando el agua. Las ramas se entrecruzaban formando una maraña que se reflejaba en el agua.
Encontramos troncos y ramas obstaculizando el paso y Giro las cortaba con su machete. A veces teníamos que agacharnos en el suelo de la canoa para pasar por debajo de un tronco atravesado. Apenas remábamos y nos deslizábamos suavemente por la lisa superficie. El agua tenía un color verdoso, era zona pantanosa y reflejaba la vegetación de palmeras, manglares y otros árboles forrados de hojarasca verde.
Oíamos los
diferentes cantos de los pájaros y los movimientos de ramas de los
macacos. Vimos un par de macacos trepando y saltando con su larga cola estirada.
También encontramos un ave de un blanco deslumbrante y largo cuello, tipo
flamenco. Revoloteaban mariposas de alas negras y azul eléctrico. Y las
raíces-dedo de los manglares nos rodeaban por todas partes. Los dos días que pasamos en la isla de Marajó fueron una delicia.
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