lunes, 4 de octubre de 2004

SIDNEY

 




En la bonita bahía de Sidney destacaba el edificio icónico de La Ópera, con sus blancas crestas y la cúpula central. La estructura era impresionante, de cristal con grandes cubiertas blancas que recordaban las velas de un barco. Al arquitecto, el danés Utzo, se le ocurrió la forma del edificio contemplando los gajos de una naranja. Él fue el autor del proyecto, pero antes de que finalizara lo abandonó por discrepancia y nunca quiso ver su obra. La imagen de la Ópera en la bahía era el símbolo de la ciudad. 

Visitamos el edificio que albergaba cinco teatros. Nos mostraron uno de los pequeños y luego la sala grande con la gran cúpula. Allí se ofrecían los conciertos de música clásica, con capacidad para 1400 personas. Las butacas estaban tapizadas de rojo y las paredes eran tablillas de madera color miel. 


El Puente de la Bahía era una estructura de acero con arcos con forma de percha de ropa, según describía Xavier Moret en su libro “Boomerang”, que nos acompañó en el viaje por Australia. Subimos con un tour al pilón de piedra del puente y lo recorrimos a la altura de los coches unos metros por debajo de los arcos. Disfrutamos de las vistas del skyline de rascacielos de la ciudad.





Desde la Ópera fuimos al Botanic Garden, al otro lado de la bahía. Los jardines eran preciosos y muy grandes, con árboles de todo tipo: palmeras distintas, ficus, magnolias…Muchas aves sobrevolaban o correteaban por allí: cigüeñas, gaviotas y una especie de cacatúas blancas con una cresta amarilla. Y lo que abundaba en los árboles eran los murciélagos. Se veían cientos de ellos colgados boca abajo en las ramas, envueltos en sus alas negras. Eran enormes y emitían grititos amenazadores. Los carteles advertían de que se evitara el contacto. Leímos que resultaban muy perjudiciales para los árboles. 

En una pirámide de cristal y acero, a modo de invernadero, estaban las plantas más tropicales. Salimos de los jardines por la parte del Conservatorio de Música y seguimos callejeando.





Paseamos por el centro de la ciudad, George Street fue la calle de tiendas principal original de Sídney. Se conservaban edificios antiguos, como el Parlamento, el antiguo Hospital, todavía en funcionamiento, o la Central Station. Los edificios del hospital con sus pabellones nos gustaron mucho. Entramos en la casa histórica Mint, que albergaba oficinas y tenía un patio interior. Al lado estaba la Catedral Sant Mary, gótica y de piedra rojiza. Vimos el tren elevado que llamaban Monorrail, le daba un aire futurista a la ciudad.




Desde la Torre Observatorio vimos la concentración de los rascacielos, la magnitud de la Bahía y el Océano Pacífico. Con la entrada vimos una película sobre Australia en tres dimensiones, sentados en unos asientos hidráulicos que se movían, simulando sobrevolar en helicóptero y otras situaciones. Divertido.

           

Otro día fuimos a curiosear el mercado de pescado y otros barrios: The Rocks en los muelles y el barrio chino King Cross, con muchos comercios, bares y restaurantes. El barrio de Paddington conservaba antiguas casas victorianas de dos plantas con verjas y balcones de hierro forjado formando filigranas. Las fachadas eran de tonos pastel: rosado, crema, verde. Era un barrio tranquilo. Como era sábado había un mercadillo en Paddington. Era de estilo bohemio con ropa, perfumes, tés aromáticos, miel, velas, cuadros. Sidney era una capital interesante y agradable, con mucho que ofrecer. 






viernes, 1 de octubre de 2004

EL PARQUE NACIONAL DE KAKADÚ





 

La puerta de entrada al Parque Nacional de Kakadú es Darwin, la zona tropical del continente. La primera noche la pasamos al raso, contemplando las estrellas del firmamento de las antípodas, la Cruz del Sur que orientaba a los antiguos navegantes. Australia tiene un territorio quince veces mayor que España y mucha naturaleza variada que ofrecer. En todo el país hay setecientos (¡) Parques Nacionales; nosotros sólo visitamos ocho de ellos.
Kakadú está repleto de cascadas que forman piscinas naturales, en las que puede disfrutarse de un baño delicioso. Llegamos a una garganta circular con altas paredes de roca. La catarata Jim Jim caía en una laguna de unos cincuenta metros de diámetro, con aguas profundas de color verde oscuro. Un cartel advertía de los peligros del baño por la presencia de cocodrilos. Nos dijeron que en aquella época no había, y nadamos con la esperanza de que no hubiera ningún cocodrilo despistado.





 
Cogimos un bote por el río Alligátor para ver los cocodrilos. El barquero tenía las letras “L-O-V-E” tatuadas en los nudillos de la mano. Con un pequeño espejo que reflejaba la luz solar nos señalaba las serpientes enroscadas en las ramas de los árboles. El río estaba repleto de nenúfares, algunos de más de dos palmos de diámetro, con flores lilas abiertas. A dos metros de distancia vimos un cocodrilo medio sumergido en la superficie del agua, como un tronco flotante, con la diferencia de que se distinguían sus negros ojos y sus escamas. Otro tomaba el sol en la orilla fangosa, junto a los manglares, totalmente inmóvil. También vimos iguanas, serpientes, y gran variedad de aves.


Cerca de Darwin está el Parque Nacional de Lichtfield con termiteros gigantes de varios metros de altura. El que llaman la Catedral tiene 6 metros de altura. Son pináculos de tierra rojiza endurecida. Las termitas construyen hacia arriba para mantener una temperatura cálida constante. Introdujimos un palo en una de las galerías y al momento salieron grupos de hormigas soldado que esparcieron un olor especial.





También visitamos el asentamiento aborigen de Ubirr, con pinturas rupestres en la roca de 20.000 años de antigüedad. Los pigmentos eran de tonalidades amarillas, ocres y rojizas. Se distinguían tortugas, peces y figuras humanas. Era la única huella de la presencia del hombre entre aquella naturaleza exuberante.





miércoles, 24 de septiembre de 2003

LOS ATOLONES DE LAS MALDIVAS

“Cuando Marco Polo, en uno de sus viajes por los más exóticos rincones del planeta se encontró en el Océano Índico, con un archipiélago formado por cerca de 1200 islas, las denominó Flor de las Indias. Tal es la belleza de las Maldivas, cuyo verdadero nombre significa en sánscrito <guirnalda>”. Eso leí en una propaganda de viajes.

Volamos desde Colombo, en Sri Lanka, hasta Male, la capital. Un trayecto de una hora. De las 1200 islas sólo 200 están habitadas por comunidades tradicionales de pescadores, y unas 90 están dedicadas al turismo. Fue invadida sucesivamente por árabes, portugueses, malabares del sur de la India y británicos. 

Las Maldivas eran una maravilla natural. La única crítica que se les podía hacer era que cada isla era un hotel, y excepto los trabajadores, no veías población local, ni mercados ni vida, a no ser que te desplazaras a otra isla más grande. Era como estar metidos en una postal, y nosotros preferimos otro tipo de viaje o combinar unos pocos días con el viaje a otro país, tal como hicimos. 

La isla que escogimos fue Thulhagin. El agua era de un verde azulado y transparente, con franjas más oscuras por los corales, donde se concentraban los peces. Había unos cuantos bungalows en la playa y otros en el agua, construidos como palafitos unidos por una pasarela de madera. 



Las distracciones eran baños en las playas de arena blanca, buceo con tubo y excursiones en barco. Buceando vimos gran variedad de corales y peces rayados de coloresEl resto de los días transcurrieron tranquilamente entre paseos, lectura, escribir, hacer fotos, observar a los cangrejos, hacer la siesta, recoger conchas, beber zumos, y contemplar la puesta de sol. Cada día el cielo se ponía violeta, y el sol iba tiñendo las nubes de pinceladas de amarillo y naranja al esconderse. Un cuadro pintado en directo ante nosotros.

Leímos que probablemente estas islas serán cubiertas por el mar dentro de unos sesenta años, dado que su máxima elevación sobre el nivel del mar no sobrepasa los tres metros y medio. Uno de los paraísos que puede desaparecer.









martes, 16 de septiembre de 2003

LOS BUDAS DE POLONNARUWA

En Sri Lanka alquilamos bicicletas por unas cuantas rupias para visitar Polannaruwa. Las ruinas de la antigua ciudad se extendían a lo largo de unos doce kilómetros, según leímos. Fue la capital de los reyes cingaleses del s. XI al XII, y estaba considerada Patrimonio de la Humanidad. El sendero de tierra atravesaba un bosque con grandes árboles que ofrecían una sombra que agradecimos en un día muy caluroso.

El Palacio Real había tenido cincuenta habitaciones soportadas por treinta columnas, pero poco quedaba de eso. Junto a él permanecían los Baños Reales, el Hall e la Audiencia, y varios templos hindúes. Uno de los templos de estructura circular tenía acceso por escalerillas por los cuatro puntos cardinales, con una estatua de Buda sentado en cada lado, y figuras de apsaras grabadas en la piedra.


Lo que más ganas teníamos de ver eran los cuatro Budas de Gal Vihara. Los habían protegido de lluvias y soles con un tejadillo que los mantenía a la sombra. Cuando estuvimos había soldados vigilando por allí, empuñando sus metralletas. Estábamos próximos a la zona norte de la isla, la del conflicto separatista entre los Tigres Tamiles y los Nadires. Posteriormente la guerrilla tamil fue derrotada, después de 25 años de lucha.

Los cuatro Budas de Gal Vihara estaban tallados en una pared rocosa: el más imponente estaba de pie con sus 7m. de altura, el reclinado de 14m. de longitud descansaba su cabeza en un duro cojín de piedra, otro sentado en posición de meditación, y el cuarto en una pequeña cueva. Me hice una foto junto al Buda reclinado y al momento vino un soldado a decirnos que no estaba permitido.

Regresamos con las bicis a través del precioso bosque cuando ya oscurecía, vigilados por la atenta mirada de los Budas.





sábado, 14 de noviembre de 1998

EL MISTERIO DE LALIBELA



Imaginaros una laberíntica ciudad subterránea excavada en el s. XII para ocultarse del enemigo, los invasores árabes. Unas iglesias monolíticas, talladas de una sola pieza de roca, de arriba hacia abajo (¡). Eso es Lalibela. Un conjunto de doce iglesias y capillas, sepulcros y lugares sagrados a ambos lados del río Jordán.


La más famosa es Bet Giorgis, la que sale en todas las fotos, y la que nos había atraído hacia Etiopía al verla en una revista de viajes. La Iglesia de San Jorge. Tenía forma de cruz y estaba tallada de una sola pieza de roca, con una gran zanja alrededor. La roca era rojiza, salpicada de toques amarillos de algas. Vista desde arriba tenía tres cruces, que representaban la Santísima Trinidad.


En el camino encontrábamos niños correteando, y mujeres a la puerta de sus viviendas, colocando el grano en esteras para aventarlo. Los hombres, reunidos en pequeños grupos, bebían cerveza local, con restos de cereal flotando en el líquido turbio. Nos sentamos con ellos y compartimos la bebida. Alguno nos confundió con italianos, que  habían estado en Etiopía de 1936 a 1941, durante la I Guerra Mundial. Luego reanudamos el recorrido por la zona.


En el interior de las iglesias se guarda el Tabot, la réplica intocable de las Tablas de la Ley que Moisés guardó en el Arca de la Alianza, y que por supuesto no se puede ver. Lo que sí puede verse y enseñan en cada iglesia son las cruces procesionales de oro, plata y latón. Los sacerdotes ortodoxos las enseñan con mimo, colocándolas sobre bastones de madera, envueltas en largas estolas, y se quedan inmóviles ante el visitante.


Las iglesias de Lalibela no tienen comparación en el mundo, eran diferentes a todo, y tenían una atmósfera especial. Y los sacerdotes que había en el interior de cada iglesia tenían un aspecto imponente, con sus ropajes, sus casquetes amarillos –el color de los monjes-, sus cruces procesionales...Sobre todo recordaré sus negras y largas barbas, rostros morenos y angulosos de pómulos marcados y ojos brillantes de fe desafiante. Lalibela era misteriosa y única. Como la inolvidable Etiopía.

© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego

miércoles, 4 de noviembre de 1998

LA ESCUELA ETÍOPE





Esta es una escuela que encontré viajando por Etiopía. Unas cuantas lonas azules extendidas bajo las ramas de un árbol. Un tablón de madera como pizarra. Un palo para señalar. Un maestro voluntarioso. Y los niños muy juntos, recitando la lección con una sonrisa.

Todos los viajes marcan. Dejan una huella indeleble, emocional y física, si abres tu espíritu y tu mirada a lo que ves. Y descubres tu privilegio, de utilizar los recursos, de tener tiempo libre, de poder elegir.

Todos tenemos límites en nuestra libertad. Occidente también los tiene. Pero todo es cuestión de geografía. Una vez leí que los derechos humanos eran cuestión de geografía. Y la educación es el pasaporte para cambiar de vida. Sí, todo es cuestión de geografía. 






© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego




domingo, 1 de noviembre de 1998

EL SASTRE ETÍOPE



El explorador inglés Richard Burton fue el primer occidental en entrar en la mítica ciudad de Harar, en Etiopía. Harar fue y es una de las santas ciudades musulmanas, y durante mucho tiempo estuvo prohibida la entrada a los no creyentes. Burton, que también fue el primero en entrar en La Meca, consiguió entrar en 1854, disfrazándose de peregrino. Y casi un siglo y medio después la visitamos nosotros. Eso me confirma que he nacido tarde, me correspondía otro siglo.

En el mercado había toda una calle repleta de tiendecillas de sastres. Estaban instalados con sus viejas máquinas de coser Singer, o de marcas chinas, y rodeados de telas multicolores. Los pedales de las máquinas no paraban en todo el día. Mi abuela tuvo una máquina Singer. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas puntadas y cosía una cremallera. Ta-Ta-Ta-Ta. Unas puntadas más y cosía un dobladillo. Con el tiempo, la máquina cayó en desuso y desapareció. Mi abuela también.

 Cerca estaban las planchadoras, con antiguas y pesadas planchas de hierro.



La ciudad era origen de la comunidad rastafari. Sus calles eran tortuosas y las casas eran de piedra desnuda o estaban pintadas de blanco, verde manzana o azul turquesa. Muchas tenían patios interiores sombreados, que se entreveían por las puertas abiertas. En los patios las mujeres lavaban la ropa y los niños jugaban.

El poeta francés Rimbaud vivió en esta ciudad varios años, antes de su muerte prematura. A lo mejor encontró poesía en esos patios o en el pedaleo incesante de los sastres.

Un paseo nocturno por las callejuelas fue nuestra despedida de la Harar medieval, la Harar prohibida y misteriosa.



© Copyright 1998 Nuria Millet Gallego