Viajar también es tener
un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una
fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente,
la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.
Por eso escribí que este
viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía
del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba
estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto
sagrado, y respirar siglos de tradición budista.
Allí estaba el
imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las
colinas. El Palacio Blanco era la
Residencia del Dalai Lama. El Palacio
Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes,
que despertaban auténtico fervor y
veneración.
El majestuoso Palacio
del Potala era la Sede del Gobierno Tibetano y la antigua residencia del Dalai
Lama. Fue construido en el s.XII y restaurado en el XVII. La construcción
actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de
altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad.
Todo el complejo tenía
numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas.
Empezamos la ascensión de las numerosas escaleras que nos adentraban en el
recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco
cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como
pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un
laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con
vigas pintadas de azul cobalto.
En casi todos las salas
y capillas había grandes calderos con
mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los
peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban
en los diferentes calderos; otros
llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y
los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.
En cada estancia había
un monje guardián removiendo la
manteca y custodiando los tesoros. Miles de estatuas de Budas y otras
divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos
para abarcar todo lo que contemplaba. La gente arrojaba billetes pequeños de un
yuan en ofrenda. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos,
siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y
una cantinela acompañaba nuestros pasos.
Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala.
Seguimos las ruedas de oración,
observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de
la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía
un sueño.
Un lugar mítico,
imposible de olvidar.
© Copyright 2010
Nuria Millet Gallego