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lunes, 2 de abril de 2018

LA CEREMONIA BUDISTA TAK BAT

 

Madrugamos para ver la ceremonia del Tak Bat. Nos levantamos a las cinco y media, todavía de noche. El Tak Bat era la ceremonia de peregrinación de los monjes para pedir limosna y demostrar sus votos de pobreza y humildad, haciendo méritos para la vida espiritual budista.


A un lado de la calle habían colocado esteras y banquitos para los donantes, donde nos sentamos a esperar. Otros vecinos estaban sentados en sillas. Al poco apareció una hilera de monjes. Iban descalzos, vestidos con su túnica azafrán mostrando el hombro derecho, y llevando un cuenco para recoger las ofrendas. El cuenco era grande, recubierto de tela y lo portaban con una cinta en bandolera.



Los monjes llegaban en grupos de veinte o treinta formando hileras ordenadas. Todos mantenían el silencio y era una ceremonia con cierta solemnidad. Además era un espectáculo muy estético el contemplar a los monjes con sus túnicas naranjas entre el verdor de las calles.

La ofrenda era un puñado de arroz hervido, cogido con las manos, y algunos plátanos. La señora de nuestro hotel nos dio un cestito de mimbre con arroz y una bolsa de plátano seco para que realizáramos nuestra pequeña y modesta ofrenda.


Tras recorrer la ciudad los monjes regresaban a sus templos, y seguían su rutina habitual. En la zona que estábamos había bastantes laosianos, ancianos y jóvenes, sentados en sus banquitos, haciendo la ofrenda. Aunque la ceremonia se ha transformado en un imán para el turismo, mantiene su sentido para los laosianos, y según la zona en la que se presencie puede haber pocos turistas. Nosotros tuvimos suerte y fue una buena experiencia contemplar y participar de esa escena ancestral.









domingo, 31 de agosto de 2014

EL DEBATE DEL MONASTERIO


 
 
 

 
 
A veces el viajero tiene la oportunidad, la suerte o el privilegio de contemplar escenas intemporales, de ser testigo de una realidad que no le pertenece. Eso nos sucedió en el Monasterio de Seracercano a Lhasa, a unos 4 km., que fue fundado en 1419. En su momento de esplendor tuvo unos 5000 monjes, y cuando fuimos reunía apenas unos mil monjes tibetanos. A sus pies tenía un cementerio tibetano al que solían acudir los buitres.
 

 

En aquel monasterio tuvimos oportunidad de contemplar el debate religioso-filosófico de los monjes. Eran de la escuela o secta Gelugpa, también conocida por la de los Gorros Amarillos, a la que pertenece el Dalai Lama. En un jardín con árboles y piedras blancas fueron entrando poco a poco hasta reunirse unos cien monjes. Los había de todas las edades, algunos muy jóvenes. Se agruparon por parejas y se retaban para ver quien daba la respuesta más rápida o tenía más conocimientos. Parecían disfrutar y divertirse con el reto y no les importaba tener espectadores. Lo que yo hubiera dado por saber tibetano en aquellos momentos.

 
 
 
Algunos estaban sentados sobre cojines granates, como sus túnicas, y otros de pie. Al dar la réplica balanceaban el cuerpo y daban una palmada. Por todas partes del jardín se oían fuertes palmadas y la cantinela de la polémica entre los monjes. Una escena que se repetía desde hacía siglos.
 



© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

LA CELEBRACIÓN DEL TSAMPA



 

En Shigatsé visitamos el Monasterio de Tashilumpo, otra maravilla del Tibet. Era inmenso, fue construido en 1447 y tenía calles y plazoletas. En su tiempo vivieron unos 6000 monjes, ahora unos 600. Además era el único monasterio donde los monjes elaboraban artesanalmente su propio calzado, una especie de botines de lana roja con adornos negros.



 

Allí tuvimos el privilegio de asistir a una ceremonia festiva: en un patio unos cien monjes amasaban bolas de tsampa, la harina de cebada tostada que constituye la base de la alimentación tradicional tibetana. Formaban una gran bola de 1kg. aproximadamente, acabada en forma de pico.





Luego otros monjes teñían de un líquido rojo la punta y las colocaban en bandejas. Los monjes más jóvenes eran los encargados de llevarlas a la sala principal, entre bromas y risas, para el banquete festivo que se celebraría posteriormente. Otros monjes preparaban té tibetano con mantequilla en grandes calderos, batiéndolo constantemente.


 

Por la noche en un pequeño y acogedor restaurante pedimos tsampa en la cena. En otro viaje por Sikkim habíamos probado tsampa en forma de gachas espesas. Esta vez la sirvieron amasada en forma de croquetas, lo que creo fue una concesión al gusto del turista occidental, y me pareció muy harinosa y seca. Durante la cena recordamos todo lo que habíamos presenciado en el Monasterio. Fue una ceremonia hipnótica, un espectáculo que nos transportó a otros tiempos.

 


 
 
 
© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego
 

EL MAJESTUOSO PALACIO DE POTALA




Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.

Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.


 

El majestuoso Palacio del Potala era la Sede del Gobierno Tibetano y la antigua residencia del Dalai Lama. Fue construido en el s.XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad.

Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Empezamos la ascensión de las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrenda. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos.

Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 
Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

RETRATOS DEL TIBET

 

 

Siempre me han gustado los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos marcados y ojos rasgados.

Encontramos a la anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa joven.

La niña de las trenzas llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío tibetano.


 
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.


 

 
El personaje flaco del sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral. Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y me regaló otra sonrisa.

Todos ellos, y muchos otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


jueves, 19 de septiembre de 2013

EL LABERINTO DE CUEVAS




La montaña estaba agujereada como un queso de gruyere. Vardzia fue una ciudad-cueva construida en el s. XII por el rey Giorgi III, y su hija la reina Tamar estableció allí un Monasterio. Llegó a tener trece pisos subterráneos y vivían 2000 monjes. Tenía 119 cuevas con 409 habitaciones, 13 iglesias y 25 bodegas de vino. Un terremoto en 1283 destruyó varias cuevas, y luego vinieron las sucesivas olas de invasores.

Era un laberinto de cuevas a distintos niveles, conectadas por escaleras de piedra y pasarelas. El interior de las cuevas no era demasiado grande. Los frescos de las paredes apenas se conservaban, pero si habían quedado numerosos nichos y hornacinas. En alguno de ellos los visitantes o los monjes habían dejado velas encendidas, que ennegrecían la piedra. También encontramos nidos de aves.


 
 
Pasamos por una galería subterránea de escalones y techos bajos y llegamos a una iglesia en el centro de la montaña. Era la Iglesia de la Asunción, con un pórtico con dos arcos de los que colgaban tres campanas. Un monje barbado abrió con su llave el portón de madera de la Iglesia. En ella se conservaban unos bonitos frescos murales y encontramos lo habitual en las iglesias ortodoxas: el altar cerrado, iconos, palmatorias de bronce, incensarios colgantes, libros…


 
Quise preguntarle al monje cuantos religiosos vivían en el Monasterio y le dije si hablaba inglés. Me contestó que no, pero cuando más tarde le pregunté el precio de unas velas me entendió perfectamente, y mirándome con cierta sorna me dijo claramente el precio en inglés.
Luego nos enteramos de que sólo vivían cinco monjes allí. Nos lo contó una monja joven a quien compramos un yogur cremoso muy rico elaborado por las monjas de otro monasterio cercano. Ellas tenían un huerto, cultivaban flores, y criaban truchas. Las monjas vivían tranquilas en aquel recinto repleto de flores, y eran más conversadoras, aun habiendo elegido aquella vida de retiro y aislamiento.



 
© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego



martes, 21 de agosto de 2012

EL FESTIVAL NADAAM

 



Los tres deportes nacionales de Mongolia son las carreras de caballos, la lucha y el tiro al arco. Una oportunidad para verlos es coincidir con el Nadaam, la festividad anual que se celebra el 11 y 12 de julio, coincidiendo con el Día de la Independencia de Mongolia. Cada pueblo y ciudad tienen su propio Nadaam que a veces se celebra unos días antes. Leímos que los Nadaam en los pueblos más pequeños son los más pintorescos e interesantes.

En las afueras de Karakorum tuvimos la sorpresa de encontrar, fuera de temporada, una de estas celebraciones. En la estepa habían montado cuatro tiendas azules sobre la hierba verde formando un espacio circular. Dentro del gran círculo luchaban dos gigantes. Iban vestidos con unos calzones azul cielo con dibujos blancos y botas altas. También llevaban un sombrero que me recordaba el cuello de una botella de champán. Eran altos y fuertes, parecían gladiadores.





Los espectadores lucían sus mejores galas: iban vestidos con sombreros variados y con el deel tradicional, una especie de túnica de seda de colores ceñida con una faja o un cinturón con hebilla de plata labrada, y botas de cuero con adornos. También había algunos monjes budistas con sus túnicas granates. Todos estaban muy atentos al espectáculo.

Los luchadores saludaron al público con estiramientos de brazos, el “saludo del águila” lo llamaban. Flexionaron las piernas, se agacharon apoyando las manos en sus poderosos muslos, y luego iniciaron la lucha. Un juez, vestido con un deel de seda amarilla, vigilaba y arbitraba el encuentro. Se enzarzaron cuerpo a cuerpo hasta que uno venció al otro, volteándolo y tumbándolo en el suelo. Todos estallaron en aplausos entusiastas.





Al atardecer llegó el momento de la entrega de premios. Los niños miraban con admiración a aquellos fornidos hombretones. Al ganador le ofrecieron un cuenco para beber un líquido blanco. A nosotros también nos ofrecieron otros cuencos, era airag, la leche de yegua fermentada, que probamos en honor de los luchadores.

 

© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego