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domingo, 28 de enero de 2018

EL MERCADO DE GANADO



“Mañana es el día de mercado de ganado en Nizwa”, nos dijo Talluh. Empezaba temprano, a las seis. Fuimos algo después, pero no nos importó nada madrugar. Era una de esas ocasiones especiales que suceden en los viajes.

Al llegar a la entrada del zoco, junto a la muralla, ya vimos a una multitud reunida, y el olor animal nos guió.. Nos acercamos y pasmos entre camiones cargados con camellos. No dejaban a los camellos libres para que no alborotaran. Al aire libre, cubierto con un tejadillo, se habían dispuesto los compradores en dos círculos concéntricos, algunos sentados y otros de pie. Por el pasillo interior pasaban los vendedores con su cabras peludas agarradas de un cordel. Pasaban gritando precios, y si a algún comprador le interesaba lo paraba con un gesto o tirando una piedrecita para llamar su atención. Los compradores examinaban la dentadura y las ubres. Había cabras rubias y negras, y algunas eran carneros con la cornamenta curvada. También había cabritillas, que llevaban de dos en dos agarradas por los brazos. En cuanto a los precios, se regateaba y se pagaban 150 riales omanís (314 euros aproximadamente) para una cabra blanca de pelo largo, 50 riales para una hembra adulta, y 25 riales para una cabra normalita. 









La mayoría de los compradores eran hombres, vestidos con sus elegantes túnicas blancas tradicionales (dishdashas) y turbantes o casquetes musulmanes. Pero también había algunas mujeres beduinas con ropa de colores y otras totalmente de negro, que llevaban la máscara triangular con una pieza vertical que tapaba la nariz. Fue el lugar de Omán donde vimos más mujeres con máscaras de ese tipo.


La escena era un batiburrillo de túnicas blancas y animales. Hombres con barbas blancas y bastones. Algunos sentados y otros moviéndose en círculo hasta encontrar comprador. Había el ruido propio de un mercado y los balidos de las cabras, pero no era demasiado ruidoso. Los omanís eran gente muy tranquila, en general.



El mercado de animales de Nizwa nos fascinó. Era una escena que se repetía inalterable desde hacía siglos, cientos de años, como un viaje en el tiempo. El reloj se detuvo. Éramos conscientes del privilegio que suponía contemplar aquel mercado, aunque no fuéramos los únicos turistas. Fue lo más auténtico e impactante de todo el viaje a Omán. Extraordinario.


© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego

lunes, 15 de enero de 2018

LAS DUNAS NARANJAS DE WAHIBA




Desde la ciudad de Sur emprendimos el camino hacia el desierto, las llamadas Wahiba Sands. Por el camino ya vimos algunos camellos solitarios que observaban indiferentes nuestro paso. Nos alojamos en el campamento Bidiyah, al que se entraba por una puerta triangular. Algunos caballos paseaban elegantes por el campamento. La sala principal era acogedora, con cojines de colores y bandejas de frutas y dátiles, y las habitaciones eran sencillas, en torno a un patio.




Las Wahiba Sands eran un desierto de dunas de 14.000km2, en el que no era aconsejable aventurarse sin un guía experto porque como decía la guía Lonely Planet “el desierto no toma prisioneros”. Leímos que era el hogar de unos 3000 beduinos provenientes de varias tribus, entre ellas la wahiba que le daba nombre al desierto. Las mujeres beduinas vestían túnicas estampadas de colores con una máscara de pico peculiar que cubría frente, nariz y boca.





Al atardecer nos apuntamos a hacer una salida por las dunas en todoterreno. El conductor llevaba la túnica blanca tradicional de los hombres omanís y turbante. El inicio fue una descarga de adrenalina: el conductor aceleró, subió una duna y la bajó por la parte lateral con el vehículo totalmente inclinado. Luego caminamos por la arena, que era muy fina y suave, sintiendo su frescor. Las dunas tenían un tono anaranjado. Trepamos hasta las crestas. Dibujamos letras en la arena, jugamos e hicimos todas las fotos posibles. Daba gusto caminar por la suave arena, y las bajadas corriendo eran divertidas. Desde la cresta contemplamos la puesta de sol y las dunas se tiñeron con un tono rojizo. Nos quedamos allí hasta que oscureció y la luna llena bañó el desierto con una luz especial.







© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego

domingo, 22 de enero de 2017

LAS CHIMENEAS DEL LAGO ABBÉ



 

El paisaje era desértico, con algunos matojos esparcidos rodando al viento, pedreras y acacias aisladas. Encontramos algún camello y rebaños de corderos o cabras de los nómadas. La carretera cruzaba dos extensas llanuras que en su día fueron una lago, las llamaban la Grand Barre y Le Petit Barre. Tenían 27km. de largo y 12km. de ancho.  El Toyota cruzó sobre la Grand Barre de arcilla blanca seca y agrietada bajo el sol del desierto. Paramos y comprobamos que la superficie era dura, estable para conducir. Las grietas formaban dibujos geométricos, un puzzle que no debería haberse formado. 






La primera imagen fue una franja de formaciones rocosas picudas, siluetas extrañas recortadas contra el cielo. Nos aproximamos y nos rodearon las chimeneas del Lago Abbé. Caminamos entre ellas, admirando las extrañas formas de las rocas. Decían que era como una porción de paisaje lunar. En la puesta de sol una luz anaranjada, casi irreal, envolvió las chimeneas picudas. Dormimos en un curioso y sencillo campamento con chozas de esteras de cáñamo, tomamos té de canela y contemplamos el firmamento estrellado.




Al día siguiente nos levantamos temprano para contemplar la salida del sol entre las chimeneas. El paisaje era volcánico, con piedra oscura y porosa de lava. En las grietas de las rocas surgían riachuelos subterráneos de agua hirviente con burbujas. Alguna chimenea se elevaba más de 50m. de altura. La luz dorada bañó las aristas de las rocas picudas. Vimos varias fumarolas con el agua hirviente burbujeante. Para que se formara más humareda Alí echaba humo de un cigarrillo; debía producirse una reacción porque al instante se formaban nubes sulfurosas. Gran parte del Lago Abbé estaba seco y la superficie del suelo estaba cubierta de una costra de sal blanca, caminábamos por el lecho del lago. Nos llevamos un recuerdo imborrable de las picudas chimeneas del Lago Abbé.




sábado, 21 de enero de 2017

LAS SALINAS DEL LAGO ASSAL



La llegada al Lago Assal en Djibouti fue impactante. Pasamos la Bahía de Goubet (Bahía del Demonio), que se extendía serena y azul. El entorno era árido y pedregoso,  y de repente apareció el lago bajo la carretera. El lago Assal estaba en un cráter rodeado de volcanes dormidos, en una depresión a 155 metros bajo el nivel del mar. Era el punto más bajo de África y el tercero del mundo después del Mar Rojo y el Lago Tiberíades en Oriente Medio. Tenía una superficie de 52 km2.



Lo que más destacaba del lago eran sus aguas verde esmeralda y azul turquesa, rodeadas de salinas de un blanco deslumbrante. Porque era un lago salado, sin peces, ya que la vida no era posible en él. El agua contenía diez veces más sal que la del Mar Muerto. La sal y la piedra caliza formaban playas de media luna. El paisaje provocaba una sensación de grandeza y desolación.



Nos acercamos a la orilla y probamos el agua. La temperatura exterior era de 30º y el agua era cálida. El suelo era una superficie de pequeñas aristas, cristales de sal cortante que crujía con nuestras pisadas. Íbamos con sandalias porque descalzos no hubiera sido posible. Nos mojamos hasta media pierna, al salir y secarnos se formó una costra de sal blanca en la piel. La sal era tan blanca que a veces parecía nieve.



Un hombre solitario picaba el suelo y colocaba la sal en sacos que luego transportarían los dromedarios de una sola joroba, en ruta hacia Etiopía. Habíamos visto algunos en el trayecto. Las salinas habían sido excavadas durante siglos por los nómadas Afar que comerciaban con ella en largas caravanas. Al despedirnos del lago imaginamos como sería formar parte de una caravana en la Ruta de la Sal.


miércoles, 22 de agosto de 2012

EN CAMELLO POR EL GOBI




En Mongolia los ríos son femeninos, se nombran como madre. Y el desierto, el gran Desierto de Gobi, es masculino.  Habíamos volado hasta Dalanzadgad en un trayecto de hora y media, para ahorrarnos doce horas de carreteras y pistas mongolas.
Alli contratamos un jeep para recorrer el desierto, con dos australianos de Melbourne. Nos alojamos en un pequeño campamento de gers frente a las dunas de Khorgoryn Els.

 
Al atardecer dimos un paseo en camello. Eran camellos bactrianos, de dos gibas, a diferencia de los dromedarios que sólo tienen una giba. No costaba imaginarlos  en el pasado formando las caravanas que comerciaban en la Ruta de la Seda, los llamaban “barcos del desierto”. Antes de subir mi camello me saludó con un excremento verde pastoso en la bota, y durante todo el trayecto no paró de girar la cabeza para sonarse los mocos o rascarse. Leímos que podían pasar dos semanas sin beber y un mes sin comer, y que cuando estaban sedientos podian beber 250 litros de una sola vez! Además, con el pelo de los camellos hacían cuerdas y con sus excrementos se encendía el fuego de las cocinas, así que resultaban unos animales muy útiles.




Las dunas de Khorgoryn Els se extendían a lo largo de 12km. Las llamaban dunas cantarinas por el ruido que hacían cuando  la arena se movía con el viento. La más alta tenía trescientos metros de altura y costaba un montón subir porque la arena se derrumbaba. En la cresta la recompensa era contemplar el mar de dunas del gran desierto. Lo divertido fue bajar como si estuviésemos esquiando.

 



 
El desierto también era un paisaje a tramos sorprendentemente verde con matojos de flores lilas y colinas verdes. Lo imaginábamos todo más seco. Vimos muchas manadas
de caballos libres y rebaños infinitos. Recorrimos dos cañones, el de Yoly Am una estrecha garganta llena de pequeños roedores que nos salían al paso correteando, y el de Bayanzag, de rocas rojizas.

Cenamos a la luz de las velas y mientras contemplábamos un cielo repleto de estrellas imaginamos las caravanas de camellos cargados con ricas mercancías que habrían recorrido aquel desierto mítico.

 
© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego


viernes, 15 de mayo de 2009

EL AGUJERO AZUL DEL MAR ROJO





Los corales formaban una pared vertical que se hundía en las profundidades del Mar Rojo. Allí se acumulaban peces de todos los tipos, tamaños y colores: peces naranjas, amarillos, rojos. plateados, con franjas negras, verdes y azulados.

Había corales ramificados y otros con forma de laberinto o cerebro, erizos con púas rojas, valvas azules y onduladas que se abrían como bocas hambrientas, anémonas rosadas como dedos buscadores...





Decían que el Mar Rojo era uno de los mejores lugares para practicar submarinismo, después de la Gran Barrera de Coral Australiana y de otras zonas del Caribe y del Índico. Habíamos probado en todos esos lugares y siempre era un espectáculo fascinante contemplar la vida submarina. Nos olvidábamos del tiempo en medio de aquel silencio y mecidos por el suave oleaje.


En Dahab, en la Península del Sinaí, buceamos con tubo y aletas, disfrutamos del mar y en las tumbonas de la playa, tomando zumos de limón, barracuda y calamares con tahina, la rica pasta de sésamo. Mientras, algún camello pasaba indiferente a nuestro lado con su paso cansino. Uno de los camellos había elegido un cartel indicador del lugar, como un instrumento para rascarse. Se frotaba contra el palo aliviando sus picores.

 
 
La zona llamada Blue Hole era conocida porque habían fallecido varios submarinistas, buscando el gran arco de coral que se abría al océano. Arriesgaban demasiado, se quedaban sin oxígeno, y entraban en narcosis sin advertirlo. Decían que la profundidad del agujero podía ser de 130 metros. Impresionaba encontrar en las rocas de la playa las lápidas de recuerdo de los jóvenes submarinistas. Y lo que más fascinaba es que fallecieron en la búsqueda de un sueño.
 
© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego
 

miércoles, 14 de mayo de 2008

EL TESORO DE PETRA



En el desierto jordano nos esperaba la magnífica Petra, la antigua capital del reino nabateo. Fue un paso importante en la Ruta de la Seda o la Ruta de las Especies, que conectaba Egipto, Siria, Arabia, Roma, Grecia, China o la India. Dedicamos dos días a recorrer el Wadi Musa con formaciones rocosas de arenisca amarillenta. Entramos en el desfiladero, que llaman siq, y allí la piedra de las paredes era rosada con vetas grises, blancas, negras y amarillas por el óxido. Las vetas formaban preciosos dibujos ondulados en las paredes de roca. El cañón era una gran grieta abierta por las fuerzas tectónicas. Tenía 1,2km de largo y una anchura de 5m a 2m en las partes más estrechas.

Las paredes del desfiladero de 80 metros de altura se elevaban sobre nosotros, dejando una estrecha franja con el cielo azul. La luz en el angosto paso era especial, de tonalidades rosadas y ocres. Y al final del cañón aparecía bruscamente el famoso templo El Tesoro (Al-Khazneh). Allí llegaba Indiana Jones, después de recorrer el desfiladero a caballo. Unos cuantos camellos con bonitas y coloridas sillas descansaban en la entrada.


El Tesoro tenía una fachada helenística con seis columnas. Tenía 43 metros de altura y 30 metros de ancho. En la parte superior el frontón estaba partido en dos mitades y tenía una gran urna en medio. Según la leyenda, un faraón egipcio escondió su tesoro, mientras perseguía a los israelitas. La urna tenía 3,5m de altura y se veían impactos de proyectiles de rifles, por los intentos de los beduinos de saquearla. El interior del templo era una estancia vacía. Lo construyó probablemente un rey nabateo en el s.I a.C.







Descansamos y tomamos té en una jaima en un verde oasis, un contraste entre tanta piedra arenisca. Luego subimos al Altar de los Sacrificios por las escaleras talladas en la piedra. Desde arriba había buenas vistas de las montañas. Fuimos hasta la Tumba del Palacio, subimos otras escaleras y bordeamos la pared rocosa. Desde el final del camino vimos El Tesoro desde arriba, desde el acantilado de enfrente. Estuvimos sentados al borde del precipicio, contemplando los siglos de historia.